¿Por qué Kim sí y Rouhani no?

A pesar de la ofensiva contra ellos, no resulta fácil desarticular a Irán y Turquía. El petróleo y la industria de ambos son recursos suficientes para granjearse el acompañamiento de Rusia, China y parte de Europa. Análisis.

Pío García *
13 de mayo de 2018 - 02:00 a. m.
El presidente Donald Trump se reunirá con Kim Jong Un en Singapur el próximo 12 de junio. / AFP
El presidente Donald Trump se reunirá con Kim Jong Un en Singapur el próximo 12 de junio. / AFP
Foto: AFP - NICHOLAS KAMM

El mandatario estadounidense tiene perplejos a los analistas de la política doméstica y externa de la primera potencia mundial. Un día resuelve sacar a su país del Acuerdo Transpacífico, negociado a lo largo de diez años, y que le habría de reportar extensos beneficios a sus empresas; tiempo después recapacita y decide regresar; meses después de achacarle a China el retroceso económico de la industria nacional y aplicarle sanciones, opta por volver a negociar con Beijing.

En otro momento, tras intercambiar los más agresivos insultos con el líder norcoreano, su encuentro —con foto de recuerdo— es inminente. Estos bandazos lo hacen aparecer como un multimillonario ignorante, soberbio e imprevisible, que toma sus decisiones bajo el prurito de estar al frente del país más poderoso de la historia. Como tal, estaría dictando medidas a los cuatro vientos sin hacerle concesiones a nadie. Pero, ¿es en realidad tan soberano? ¿A quién le teme Trump?

La psicología asevera que el ser humano aplica sobre sí regulaciones externas para encubrir y dominar tendencias básicas de la personalidad. En este caso, lo más probable es que detrás de la arrogancia se halle una persona insegura, destrozada por el miedo.

Su drama es doble: por un lado, resistir los embates de la oposición interna, amparada en las cortes y en el Congreso. Allí, la luna de miel no ha terminado, de modo que la injerencia rusa en la carrera presidencial sigue siendo un asunto menor. No obstante, es probable que cuando la campaña legislativa arrecie durante el segundo semestre, la investigación vuelva sobre la palestra y empiece en serio el debate que terminaría con su destitución.

Más allá de la trama doméstica, resulta interesante observar la política externa. Los cambios de las amenazas de campaña son ostensibles: dos fueron los objetivos reiterados de medidas radicales: China y México, causantes, a su decir, del empobrecimiento estadounidense y la dependencia de las drogas.

Al día de hoy, con ambos se llevan negociaciones de alto nivel, sin problema. Ya instalado en la Casa Blanca, Trump arremetió contra Corea del Norte, Cuba, Venezuela, entre otros. La calma tensa con los dos últimos contrasta con el descongelado trato con el primero de ellos, pero lo reemplaza por un nuevo enemigo número uno: Irán. Aquí cabe preguntar, ¿por qué Irán? ¿Por qué ahora? ¿Por qué Kim sí y Rouhani no?

Las concesiones estratégicas estadounidenses en tiempos de Trump son bien particulares. Hasta ahora, el Pentágono tuvo un extenso dominio planetario: África, en rivalidad diaria con China; extremo oriente asiático, donde el acuerdo coreano tendría como efecto el retiro estadounidense de la península; Europa, donde la presión de Obama sobre Rusia sigue sin modificaciones.

Todas esas condescendencias contrastan con el punto focal de la política exterior trumpiana: Asia Occidental. Allá realizó hace un año la gira que lo condujo a Arabia Saudita e Israel; hacia allá acaba de dirigir el segundo bombardeo masivo, cual fue la lluvia de misiles sobre Siria, con posteridad a las bombas racimo lanzadas en Afganistán contra los reductos talibanes. Y, ¿por qué Asia Occidental?

La sospecha que nos salta en el pecho es la respuesta correcta: ¡Porque allí está Israel! Es que, ahora más que nunca, hay un patrón que decide detrás del mandatario estadounidense. Hasta cierto punto, lo es el gobierno israelí, que tiene garantizada la ayuda económica y militar desde su creación en 1948, cuenta con las fuerzas armadas de EE. UU. como su brazo armado, por el amparo de Washington puede esquivar cualquier chequeo a su arsenal atómico y se da el lujo de desatar guerras y acabar con competidores.

Ese fue el caso de la guerra de Irak en 2003, provocada por informes falsos israelíes sobre el acopio atómico de Sadam Hussein. El año pasado, Netanyahu — el primer ministro israelí— fue ovacionado en el Congreso estadounidense, después de anunciar más expansión colonial sobre el territorio palestino, y resultó premiado con el traslado de la embajada de EE. UU. a Jerusalén.

De hecho, las medidas internacionales de la administración republicana se han encaminado a satisfacer las demandas israelíes, cuya consigna es una básica: no tener ningún competidor fuerte alrededor. En los últimos años fueron Arabia Saudita, Irak, Libia, Egipto y Siria. De los cinco, cuatro son hoy por hoy Estados fallidos, sin ninguna posibilidad de recuperación a la vista. Arabia Saudita, aunque practica un islamismo fundamentalista, juzgó conveniente plegarse a los intereses israelí-estadounidenses. Quedan, sin embargo, dos rivales de peso en la región: Turquía e Irán. Es evidente que la consigna será de aquí en adelante: “¡Todo contra ellos!”.

Surge, a estas alturas, la pregunta de fondo: ¿qué hace que Israel sea tan belicoso? Por supuesto, su poder no está dentro de sus 20.000 km2, ni en su capital, su historia o sus bombas atómicas. El poder israelí lo constituye el grupo de presión, instalado en el corazón financiero, político y militar de Estados Unidos.

Se trata del Comité Americano-Israelí (AIPAC) (American-Israel Public Affairs Committee), la asociación más aguerrida de todos los tiempos. Está financiada por los capitales judíos, con los cuales sostiene las carreras políticas de numerosos legisladores. La forma como dicta la política externa de la Casa Blanca fue estudiada in extenso por Mearsheimer y Walt, célebres autores neorrealistas, en su libro de 2007, El lobby israelí y la política exterior e Estados Unidos.

Por una vez, un mandatario pudo escapar de esa prisión. Lo hizo Obama en julio de 2015, cuando aprovechó la capacidad presidencial para enfilar los votos de los demócratas Durbin, Hoyer y Brooker —miembros de AIPAC- hacia el acuerdo con Irán. Al año siguiente condenó la colonización de las tierras palestinas. Pero, no pudo más. No logró el reconocimiento del Estado palestino y sí ayudó a armar la oposición siria.

A pesar de la ofensiva contra ellos, no resulta fácil desarticular a Irán y Turquía. El petróleo y la industria de ambos son recursos suficientes para granjearse el acompañamiento de Rusia, China y parte de Europa, con lo cual la contraposición estratégica global se enraíza en la zona. En consecuencia, la periferia israelí seguirá siendo destrozada, sin que Netanyahu vea doblegados a sus rivales.

Entretanto, los negocios del lobby judío seguirán siendo prósperos en la zona, por medio de la producción y venta de armas, la destrucción de aldeas árabes para construir complejos habitaciones israelíes y el desarrollo de tecnologías avanzadas. Jared Kushner —miembro de AIPAC y yerno de Trump—, en Washington, y Netanyahu, en Israel, son las cabezas visibles de estos negocios inmensos.

A través de AIPAC, Israel gobierna a Washington y sostiene a los presidentes como sus rehenes. Por lo tanto, no poder responder en la debida forma a AIPAC, al premier israelí y a su propio yerno viene a ser el susto que no deja dormir tranquilo a Trump. A estas alturas los comentaristas se frenan por el temor de ser acusados de antisemitismo, pero no hay tal, es mero realismo político.

* Universidad Externado. de Colombia

Por Pío García *

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