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Al Shabab y la yihad sin recursos

La milicia somalí lleva su existencia con el recuerdo de los años de esplendor islámico en la nación y los golpes recibidos por las intervenciones militares extranjeras.

Diego Alarcón Rozo
08 de abril de 2015 - 02:39 a. m.
En Nairobi, capital de Kenia, un grupo de mujeres eleva una plegaria por las víctimas de Al Shabab en Garissa. /AFP
En Nairobi, capital de Kenia, un grupo de mujeres eleva una plegaria por las víctimas de Al Shabab en Garissa. /AFP
Foto: AFP - TONY KARUMBA

La expectativa de vida en Somalia es de 50,4 años. La gente muere joven porque por azar nacieron en una tierra que hoy tiene poco que dar, por no hablar de pasados coloniales y gobiernos incompletos, autoritarios y corruptos. Naciones Unidas calcula que cada día mueren de hambre dos adultos o cuatro niños por cada 10.000 habitantes (la población total se aproxima a 10 millones), y decir que al menos 2,5 millones de personas viven en una calamitosa situación de sequía no es ahondar caprichosamente en las desgracias sino reportar una de las peores realidades del mundo. Es difícil llevar la vida allí, incluso para los radicales musulmanes que militan en Al Shabab, la milicia del terror que la semana pasada azotó a Kenia.

Los 148 muertos que dejó su ataque en la Universidad de Garissa, como sugiere un reciente reporte de The New York Times, recordó que el grupo puede no tener recursos, ni control sobre enclaves territoriales, ni armamento de vanguardia, pero parece haberse especializado, aunque suene espantoso, en masacres de bajo costo con dimensiones masivas. Sí, están lejos de administrar campos petroleros como el Estado Islámico, de contar con una flota de transporte y armamento moderno como Boko Haram en Nigeria, pero logran alzar el puño a costa de operativos sorpresivos y aterrorizantes. Sólo en Kenia han matado desde 2013 cerca de 400 personas.

El origen

La Somalia de hoy, tal y como existe en los mapas, fue avalada por las Naciones Unidas en 1960, con una extensión territorial mayor de la que dejó su independencia como protectorado británico. Nació inestable y en menos de una década de purgas políticas el general Siad Barré asumió el mando en 1969 para instaurar un modelo socialista de inspiración soviética, con él como amo y señor del territorio. La dictadura se extendería hasta 1991, pero en ese tránsito, como explica Alberto González Revuelta, experto en estudios estratégicos y seguridad internacional de la Universidad de Granada (España), sobre todo en los tempranos 70, aparecieron los dos primeros grupos de reacción musulmana, Juventud Islámica y el Grupo Islámico, ambos basados en la doctrina de los Hermanos Musulmanes de Egipto.

La influencia de estas dos milicias no sería considerable hasta la caída de Barré, en 1991, cuando el vacío estatal tentaba a los grupos musulmanes a ganarse un espacio con las armas y sin ellas en el naciente gobierno de transición de Somalia. Se juntaron bajo el nombre de Unión de Cortes Islámicas (UCI), entre cuyas juventudes apareció en 2003 el Movimiento de la Juventud Muyahidín (Harakat Shabab al Muyahidín), liderado por Aden Hashi Farah.

El frente islámico era vigoroso y en 2006 se encontró en una situación de privilegio: controlaba la mayor parte del país y el trabajo social le había concedido el apoyo popular en sus dominios. Sin embargo, Etiopía irrumpió en el tablero a favor del gobierno de transición de Somalia a fuerza de armamento. Del proyecto de la UCI quedaron entonces los jóvenes, Al Shabab, esos combatientes que ni se exiliaron tras la ofensiva ni se plegaron a los acuerdos de paz de Yibuti de 2008. Como era de esperar, otra guerra comenzaba.

La estrategia del Al Shabab fue básicamente la misma de la UCI, con la diferencia de que en sus años de esplendor (2007-2010) asedió la capital, Mogadiscio, y controló uno de los principales puertos de la nación, Kismayo, desde donde pudo encontrar su principal fuente de ingresos: la exportación de carbón y la importación de carros. Sin embargo, su ascenso era muy estridente para la región, en especial para Kenia, en el sur, que veía con preocupación que los métodos religiosos y militares de Al Shabab cruzaran la frontera, más aún cuando fue pública su afiliación a Al Qaeda.

Fuerza y balas, una vez más. La Unión Africana, con cerca de US$1.000 millones de apoyo de Estados Unidos, lanzó la Misión para el Apoyo a Somalia (Amisom), que devolvió el aire a los vecinos y terminó con Ahmed Abdi Godane, el líder del grupo, en un bombardeo. Al Shabab pasó a ser casi una milicia errante y pobre como el país, que pegaba aquí y allá, pero que fundamentalmente parecía enfocar su nueva realidad en la venganza contra quienes los fueron conduciendo a su ocaso. Incluso, ante el creciente número de civiles musulmanes muertos en sus ataques, Al Qaeda llamó la atención del grupo, que lleno de pragmatismo comenzó a hacer preguntas sobre el islam a sus potenciales víctimas para segar la vida sólo de los infieles. Así como sucedió en la Universidad de Garissa, ocurrió en el centro comercial de Nairobi atacado por milicianos en 2013 (67 muertos): los cristianos eran ejecutados con un tiro en la cabeza y los musulmanes eran salvados por la gracia de Alá.

 

 

dalarcon@elespectador.com

Por Diego Alarcón Rozo

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