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Del “levantón” de algunas hipótesis sobre el narco

En exclusiva para El Espectador, el escritor mexicano hace una radiografía de la cultura narco en el país azteca. Estos personajes son hoy protagonistas de una cruel guerra.

Carlos Monsiváis/ Especial para El Espectador
24 de mayo de 2008 - 02:23 a. m.

Las fotos y las escenas televisivas sí le dieron para honrar la frase, “la vuelta al mundo”. Policías y soldados protegen a los niños de un colegio de Tijuana que oyen los disparos intensos a un par de cuadras, en otro de los enfrentamientos del crimen organizado y las autoridades todavía confundidas.

En 2008, año de gracia y desgracia, el narcotráfico ha sojuzgado las conversaciones en y sobre el país, ha insistido en la ampliación del vocabulario levantones: secuestros ostentosos cuyo fin es la eliminación de alguien con “deudas” con algún cártel; secuestros: industria delincuencial en pleno desarrollo, la más sucia y abominable de todas, que es el nuevo gran temor de las sociedades latinoamericanas; maquila del secuestro: grupos de hampones menores que secuestran casi al azar, fiándose de la apariencia (aspecto, automóviles, relojes, colonias residenciales) y le “venden” luego el “botín” a un grupo seriamente organizado; pozolear: meter la cabeza de un secuestrado en un baño de ácido y seguir así hasta desaparecer el cadáver (“Que no queden huellas”); exigencia de mano dura: aspiración colectiva cuyas consecuencias más visibles aún tienen que ver con la violación de los derechos humanos de grupos de edad o personas ajenas al narcotráfico, sobre todo en colonias populares.

Al respecto del narco todo en esta etapa se centra en la anécdota, y las anécdotas congregadas son la pequeña gran historia de la sociedad. En varias regiones del país se compila en casi todas las reuniones esa otra síntesis del capitalismo salvaje. Y las preguntas que suscitan el flujo anecdótico suelen ser de esta índole: “¿Te acuerdas de Juan Alberto, el hijo de la señora Pérez (o Gutiérrez o Hernández o López o…)? Pues lo mataron hace unas semanas, lo torturaron feísimo, ahora me explico sus viajes a Las Vegas, y eso que era de Celaya”. O bien: “Antenoche levantaron a…”

De las informaciones parciales o borrosas

Además de las noticias contundentes (matanzas, enfrentamientos, etcétera), cada sector de la sociedad sabe del narco sólo una parte: los periodistas conocen los hechos, sus versiones no publicadas y los rumores que describen al más sangriento Mexican Curios; los campesinos atestiguan lo tocante a cosechas, violencia, muertes, depredación a cargo de los judiciales, intervenciones del Ejército, desapariciones y resienten lo sucedido a parientes, amigos y conocidos, sus tragedias, sus desapariciones, sus entierros en las cárceles o en la fosa común. En su oportunidad, los habitantes de las ciudades fronterizas, además del body count o estadísticas funeraria, saben, de los narcos sus gustos y modos de vida, sus joyas en cascada (rubíes, zafiros, perlas), el consumo ostentoso, las fiestas en donde nada se escatima, las residencias con ventanas de troneras para que el propietario se ilusione pensándose Scarface que resiste y perece envuelto en las llamas del mito… Todo en función del criterio determinante: si no se gasta de inmediato el dinero se le guarda en ese porvenir que el narco casi seguramente ya no conocerá.

Los que vivimos lejos de las regiones y los círculos directamente afectados atendemos cada vez más a los reportajes valerosos, las imágenes televisivas, las fotografías reveladoras, los chismes admirativos y/o despreciativos, tanto si se publican como si se oye. Retenemos nombres, hablamos como si algo supiéramos del Cártel del Golfo o el Cártel de Tijuana, lanzamos hipótesis sobre los cuartos oscuros de la política, y entronizamos la sospecha: detrás de la mayoría de las fortunas que hacen se debut hay un narco encerrado. El morbo complementa la suspicacia: examínense el gasto fastuoso, los edificios surgidos como del sombrero de ese mago que hace tres años debía su casa, los hoteles suntuosos y vacíos, todo lo concentrado en la expresión “lavado de dinero”. ¿De dónde salieron esta agencia automotriz, este restaurante de superlujo, este mall, estos edificios carísimos y desérticos? Y a las preguntas de la falsa inocencia suceden de cuando en cuando los estallidos de la verdad: la exhibición de los caudales de un jefe policíaco, las acusaciones que se rechazan alegando el honor del apellido, y las cifras, las cifras inconcebibles del auge del narco que emiten los cuerpos de seguridad y que se transforman en la red de comentarios y las narrativas de los cadáveres que nunca desembocan en las moralejas.


¿Cómo explicarse la huella profunda del narco en el imaginario colectivo? Tal vez la razón más notoria sea la intuición que bosqueja un gobierno en las sombras, compuesto de los capos y de sus jefes, nunca o apenas mencionados en los reportajes, los artículos y los procesos judiciales. Este “gobierno paralelo” toma a diario decisiones que afectan enormemente al país y nada más se aprecian de modo lejano. Desde hace décadas, y por ejemplo, se habla del “dejar hacer” de los gobiernos, que ante la devastación de las economías prefieren ignorar el narco, si es que no se asocian con éste. Y las complicidades delictuosas se justifican a nombre de la salvación de la macroeconomía. Y “el gobierno en las sombras” se maneja también por períodos que duran dos años o diez, hasta que el capo muere o es detenido. El “sexenio” de los grandes capos dura bastante, (en estos círculos diez años equivalen a un siglo), y sus imperios carecen de secretos.

Y lo básico en esta noción del “gobierno paralelo” es su papel en las ensoñaciones de la sociedad, de las sociedades. En el sitio destacadísimo del narco en el imaginario colectivo, interviene, además de los elementos de la realidad, la nueva percepción según la cual el trabajo nunca es un camino seguro hacia el éxito, o la vida mínimamente confortable. Antes, el trabajo, sobre todo el más arduo, tampoco garantizaba nada, pero algo servía la mitología de la honradez recompensada con un reloj o con una mazorca de plásticos en los diez últimos minutos de una vida de labor agobiante. Ahora, con el desempleo que obstaculiza gravemente cualquier expectativa, la angustia es inevitable: no se podrá escapar de la trampa económica. Y el narcotráfico, a quienes jamás lo incluirían en sus planes, interviene siempre: déjenme ver qué les pasa a los que intentan la otra gran vía laboral. Imágenes concretas, abstractas, fantasiosas. El narco, hoy, es la cadena de ilusiones, espejismos, lecciones terribles, dudas, indignaciones. Mientras un capo al que extraditan forcejea vanamente en la escalerilla del avión, casi todos se imaginan a sus socios que cenan tranquilos en sus residencias.

De los rasgos característicos del narcotráfico

Tema principalísimo de las décadas recientes, el narcotráfico ha transformado la vida del país en mayor medida de lo aceptada (y se acepta bastante). Persiste la etapa de las mitologías y consejas, y las leyendas de los cártels oscurecen sus muy oprobiosas realidades. Con todo, algunos hechos son irrefutables, entre ellos:

1. El narcotráfico ha alterado trágicamente las comunidades campesinas, como denotan el índice de muertos y detenidos, la evidencia del cultivo de mariguana, los desastres económicos que suceden a la vigilancia policíaca, el fracaso de los cultivos alternativos. La siembra de mariguana y amapola, de ningún modo reciente, ha sido desde la década de 1980 fuente sistemática de perturbación, incursiones punitivas de los judiciales y del Ejército, asesinatos a mansalva, torturas, saqueos, desapariciones, violaciones. En esta “guerra de baja intensidad” no hay ni descanso ni posibilidades de tregua. El desastre de la Reforma Agraria y el empobrecimiento y la lumpenización en el campo, obligan a un número significativo de comunidades a usar de los recursos a su alcance, al margen de las consecuencias, porque eso evita o pospone lo más atroz: la miseria extrema. Ante el auge relativo del narco en una parte del campesinado, la pregunta inevitable es: ¿tienen opciones? Al reiterarse la conducta se prueba que no, a menos que se acepte la perversidad intrínseca de los campesinos, hipótesis hecha posible por la manía particularmente clasista y racista de la clase gobernante.

¿Por qué, no obstante muertos, heridos y encarcelados prosigue el narco en ámbitos rurales? Entre otras cosas, además de la pobreza y la miseria, por la complejísima red de la corrupción que involucra a un sector considerable del aparato judicial y administrativo, y por el agotamiento de las valoraciones éticas en el mundo globalizado. Si sobrevivir es lo esencial, lo que coadyuve a la sobrevivencia es o puede ser muy positivo, y en las comunidades campesinas lo fundamental es su continuidad en sentido estricto. Por eso se aceptan los riesgos omnipresentes; por eso, decenas de miles de campesinos insisten en las siembras del terror, porque lo contrario es la desintegración, el éxodo forzado, la muerte por inanición.

2. A los campesinos y pobres urbanos el narcotráfico les ofrece la movilidad social de un modo veloz y casi sin escalas. De no ser por el narco, ¿hubiesen conocido los capos y los aspirantes a sucederlos la fastuosidad y las vibraciones del poder ilimitado? A las historias individuales las vincula la sensación de arribo a la cumbre inesperada. Los agricultores o comerciantes pobres, los vagos, los clasemedieros a la deriva, tras unos años de ilegalidad reaparecen al mando de ejércitos pequeños y probadamente leales.


¿De qué otro modo este tipo de gente podría ascender con tal velocidad y contundencia? ¿Qué otra profesión les daría dinero a raudales, desfogues imaginables e inimaginables, tuteo con los poderosos, mando de legiones de exterminio, el gozo de manipular el miedo y la avidez de jueces, políticos, funcionarios de la seguridad pública, industriales, “hombres de pro”? Ordenar la supresión de vidas puede ser, y las evidencias son cuantiosas, un deleite supremo, que condimentan la tortura y la humillación sin límites de las víctimas. La matanza incesante que ocupa el tiempo y la pasión de los narcos es requerimiento del control de mercados, pero es también la feroz compensación psíquica: “Quizás muere convertido en guiñapo, pero antes me llevo a los que puedo”.

3. Para mí la mayor incógnita del mundo del narco es la avidez con que se acepta el pacto fáustico: “Dame el poder inimaginable, la posesión de millones de dólares, los autos y las residencias y las hembras superapetecibles y la felicidad de ver el temblor y el terror a mi alrededor, y yo me resignaré a morir joven, a pasar los últimos instantes sometido a las peores vejaciones, a languidecer en la cárcel los cuarenta años restantes de mi vida”. Si algún oficio niega y justifica a la vez el “Crime doesn’t pay” es el narco, y son miles o decenas de miles los que acometen con fruición este feroz toma-y-daca. ¿Qué explicaciones hay al respecto? El fenómeno de la delincuencia extrema es internacional y, con variantes, ha existido siempre, así no conste en actas cómo Caín sobornó e intimidó a sus jueces, que, persuadidos, fundamentaron mal los cargos en el caso del asesinato de Abel. El narcotráfico refuta las teorías deterministas sobre la vocación delincuencial, o la predisposición a la violencia. Estas, sin duda, se producen, pero no con ese vértigo ni abarcando a tantos. Más bien, el dinero a raudales genera una atmósfera que involucra en distintos niveles a cientos de miles, cercena las (no muy vigorosas) defensas éticas, destruye en un instante a quienes flaquearon o enloquecieron, erige criterios relativistas en la valoración de la vida humana, genera el cinismo más devastador.

Obsérvense los estilos de vida, las residencias, los automóviles, las manías adquisitivas, la técnica para decorarse (más que para vestirse) de los narcos. En ellos el derroche no sólo es ostentación (todo lo que relumbra es oro), sino el mensaje delirante a los ancestros que nunca salieron del agujero, y a la grisura total que no gobernará ya su comportamiento: “Si gasto de esa manera, si soborno utilizando esta inmensidad de dinero, si me dejo estafar por arquitectos y comerciantes, si quiero que mis hijos vayan a escuelas de lujo y monten caballos de pura sangre, si le regalo a mis mujeres collares de diamantes, es para darme ahora el gusto que, de seguir la ruta previsible, no hubiese conseguido acumulando el esfuerzo de varias generaciones”. ¿Quién dijo miedo, muchachos? Si el pacto fáustico atrae con tal fiereza, es por la certeza implícita: “Si tengo el suficiente dinero, no me pasará lo que a los demás”.

El gran dinero es el amuleto, el círculo de tiza, la muralla de sortilegios. De allí que los narcos ejerciten sus creencias con el gozo de la insensatez. De acuerdo a los testimonios de la prensa, muchísimos narcos son creyentes sincerísimos, en su gran mayoría católicos, que comulgan con fervor, dan enormes limosnas, buscan la cercanía de algún sacerdote, le rezan a la Virgencita, cumplen con los rituales y las mandas, incluso cargan la cruz en Jerusalén en lo que se llamó “narcotours”. Esto no se traduce en arrepentimientos o sensaciones de falta (¿Qué narco abjura públicamente de su conducta?), ni evita la mezcla con otras prácticas (hay narcos que se “rayan” en ceremonias de santería para alejar las balas), pero sí ayuda a la explicación general de la superstición. “Si Dios me absuelve, la policía nunca me atrapa”.

4. La presencia del narcotráfico, y la impunidad que lo rodea, estimulan el ejercicio de la crueldad. El contagio de la violencia no se produce, según creo, por los programas de televisión (en todo caso allí se aprenden estilos de interpretar la delincuencia), sino por el abatimiento del valor de la vida humana que el narco genera. No es casual la intensificación de linchamientos atroces en regiones con presencia del narco, ni el desencadenamiento de vendettas, ni la saña inmensa que se ejerce, por ejemplo, en las represiones carcelarias. No le adjudico al narco todos los crímenes, ni lo responsabilizo de inaugurar la ferocidad; sólo digo que la fiebre del armamento de alto poder, y las sensaciones de dominio desprendidas del exterminio, se inspiran vastamente en la psicología del narco. “Si nos toca morir de muerte violenta, ¿por qué voy a reconocer el valor de la vida humana?”

5. El tema es inagotable, y toda pretensión de abarcarlo tiende a confinarse en la descripción parcial. ¿Qué sucede por ejemplo con el involucramiento en el narco de algunos generales y oficiales? ¿Hasta qué punto el narco ha penetrado en el sistema judicial? ¿Cuáles son sus vínculos con los Medios? ¿A cuántos obispos y sacerdotes benefician las narcolimosnas? ¿Cuál es el nivel real de consumo entre los jóvenes, intensificado según las evidencias? ¿Cuál es el grado de control del gobierno norteamericano sobre el mexicano a partir de las presiones diarias y el juego de la certificación? Por lo demás, y como en las películas antiguas, hoy o mañana o la semana próxima un narco poderoso es detenido, y un joven audaz decide reemplazarlo en la jerarquía criminal.

Asesinatos, evidencias del lavado de dinero, presencias “del más alto nivel”. ¿Cuántos viven en el país del narcotráfico? No hay cifras, ni siquiera las clásicamente inconfiables, y el cálculo más frecuente es de (por lo menos) millón de personas beneficiado por sus operaciones. ¿Cuál es la proporción de los traficantes y sus cómplices menores detenidos en relación al narcogentío en libertad: uno a cuatro, uno a diez? ¿Cómo establecer el número de comunidades campesinas y de agricultores que participan en la siembra de mariguana? ¿A cuántos el lavado de dinero les permite la entrada en la buena sociedad? ¿Cuántos jóvenes, adolescentes y niños se emplean de "burros" (conductores de la droga)? ¿Es cierto que los narcos acaparan más de un millón 700 mil hectáreas en el país? ¿Cuántas pistas áreas clandestinas hay: mil quinientas o dos mil o tres mil? (Depende de lo que se entienda por pista área).


¿Cuándo dejó de ser el narcotráfico una posibilidad temible, y se convirtió en el atroz espectáculo policíaco y social? ¿En qué momento la estructura financiera de los países “normaliza” esta industria mortífera?

Los desconocidos de siempre “Tuvo que acabar el tercero de primaria para que lo dejaran contrabandear”.

Y ¿qué sucede con los-desconocidos-de-siempre, de datos personales tan semejantes, el material gastable de la delincuencia, los desechables, los miles de jóvenes en su mayoría de origen campesino, contratados casi al azar, y destinados a las prisiones o los cementerios clandestinos (tambos de cemento incluidos)? Suelen venir de regiones con alto índice de criminalidad y violencia social, y no les estremece en demasía la perspectiva de morir pronto; han vivido en la escasez, y son testigos del agobio y el envejecimiento prematuro de sus padres. “Nacidos-para-perder”, aceptan que la falta de porvenir se neutraliza intensificando el valor del presente. Anuncia el corrido: “Por áhi andan platicando/ que un día me van a matar./ No me asustan las culebras./ Yo sé perder y ganar./ Ahí traigo un cuerno de chivo/ para el que le quiera entrar.”

Entre los escenarios previsibles de este alud de los victimarios que serán víctimas (y a la inversa), se hallan los pueblos apenas consignados en los mapas, las ciudades de ochenta o cien mil habitantes, las casas y departamentos en colonias populares, los cuartos de servicio en mansiones caracterizadas por la abundancia de objetos y el carácter transitorio de sus dueños. Los narcos anónimos se adiestran en las tradiciones del caciquismo, en el analfabetismo funcional, en la desinformación iluminada por esos relámpagos que son los comerciales televisivos. Se relacionan con el exterior a través de la inesperada capacidad adquisitiva (relativa o absoluta), y le añaden a la cultura oral leyendas, rumores, chismes calificados de aleccionamientos, certeza de trascender a diario los límites. Al ya no disponer del mediano y largo plazo, aquilatan el valor de cada minuto, y su mitología predilecta combina la hipnosis ante el aparato televisivo con la cultura "norteña", una variante industrial del machismo muy influido por el western y sus parodias. De acuerdo a los testimonios disponibles (demasiados y ninguno porque la mitología del conjunto rige la capacidad de observación de las personas), en el comportamiento corporal de los narcos las aspiraciones estilísticas son obvias: entran a un bar como John Wayne a un saloon, usan ropas de comercial de Marlboro, se “avecindan con la muerte”, se quedan impávidos ante el peligro, y, desde luego, viven y se conciben a sí mismos como migrantes “descarriados”. En cuanto imágenes públicas (lo único de lo que hasta ahora se dispone rigurosamente), un narco es la copia violenta y muy real de la fantasía de los gatilleros en el cine de Hollywood. Los “narcojuniors” ya son un giro estilístico muy distinto, de Gucci y Hugo Boss en adelante, pero aún no obtienen sitio en el imaginario.

No hay trabajo en el campo, la explotación es inmisericorde y el desempleo abierto es una epidemia. A la luz de sus haberes: el pueblo, la familia, la región, la edad, la necesidad de hacerla y la búsqueda de la aventura, estos jóvenes aceptan los riesgos altísimos en canje por el cúmulo de sensaciones y bienes. Así va más o menos, va el razonamiento: “Dame, oh narcotráfico, los alcances del dinero súbito, la licencia para convertir el asesinato en exigencia laboral, las excitaciones de la clandestinidad y del lujo o de sus alrededores asombrados, el sexo fácil, el machismo acrecentado por la droga y el trago a raudales... A cambio, te entrego mi resignación, ni modo, la vida es cosa de un ratito y a mí me tocaron las recompensas de aquí a tres o cinco años. Ahora, yerba mala, entrégame todo de golpe; luego ya veremos, traicionaré o creerán que he traicionado, me descuidaré y los del otro grupo me torturarán o me coserán a tiros, en los separos confesaré los escasos delitos que no cometí y si me va bien me enviarán a la cárcel a pudrirme, y si me va mal hallaré mi primer cementerio en una cajuela. Pero eso más tarde, luego de extraerle provecho al instante, a las horas de la impunidad cuando soy y me siento distinto, metido en lo que me rebasa y me sobreestimula”.

No hay el modelo de los monólogos de los sicarios y los capos de esta industria del crimen. Por eso me aprovecho y presento mi versión.

En cifras

3.600

personas han muerto durante la guerra contra los carteles de la droga en México. Una media de ocho muertos diarios.

36.000

militares y policías han sido movilizados a los estados de Sinaloa, Michoacán, Chihuahua y Tamaulipas. Durante el 2007 fueron asesinados 300 policías.

El Plan Mérida

El Senado de Estados Unidos aprobó esta semana una partida de US$350 millones para combatir el narcotráfico, el crimen organizado y la violencia en México. Los fondos de la iniciativa contribuirían a la compra de helicópteros y avionetas de reconocimiento de agencias del orden, programas computarizados que se emplearían para respaldar investigaciones, abrir oficinas de recepción de quejas públicas y para programas de protección de testigos en México.  También servirían para comprar perros policías que ayuden a combatir el narcotráfico, así como el contrabando de personas y lavado de dinero en el país que durante los últimos años vive una dura guerra contra las drogas.

Una guerra macabra

La aparición de la cabeza de un policía en Acapulco marcó el inicio de un nuevo método de los narcotraficantes para enviarse mensajes. Los Zetas, los ex sicarios de los carteles del Golfo, que se fueron para formar una nueva banda, y Los Pelones, sus peligrosos rivales del cartel de Sinaloa, comenzaron literalmente a descabezarse. La guerra entre carteles se ha hecho más cruel y despiadada. Los Zetas, Los Pelones y La Familia, entre otros grupos de asesinos a sueldo, establecieron un nuevo y sanguinario lenguaje, con el que complementaron sus tradicionales y brutales fórmulas de comunicación: ejecuciones al amparo de la noche y de los caminos solitarios, y apariciones de cadáveres con leyendas sobre traiciones. Las decapitaciones son de lejos el lenguaje que más crispación y terror causa en la sociedad. Comenzaron a darse en 2006, sobre todo en los estados de Guerrero y Michoacán.

Por Carlos Monsiváis/ Especial para El Espectador

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