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La nueva cara del racismo

Quien haya logrado quedarse por más de dos meses en Italia, ya con las cicatrices del síndrome de Stendhal en la piel, podrá dar fe de que en este país, sueño de tantos y modelo de todas las virtudes de la civilización y del deleite, sólo funciona la belleza. Y a duras penas, hay que decirlo, pues aun eso se está arruinando en las manos sin vergüenza de la corrupción y de la estupidez.

Juan Esteban Constaín Croce
24 de mayo de 2008 - 12:23 a. m.

En efecto, los italianos están cerca de conseguir algo que durante siglos pareció imposible: acabar con su país; hacer de un pedazo de tierra privilegiado y lleno de riqueza y de historia, un proyecto fallido que, por sus frutos amargos, tendrá dentro de muy poco una gran cantidad de valores qué envidiarles a los voceros de ese mundo subdesarrollado por el que los italianos (obviamente no sólo ellos: también los franceses y los ingleses y los suizos, y ahora ¡hasta los españoles¡) sienten el más profundo desprecio. Aunque no lo sepan, claro, porque la gran pasión de Italia, después de la mamma y la comida y el fútbol -en ese orden-, es la inconsciencia: la costumbre de pensar siempre los problemas en tercera persona, con una agudeza implacable para criticar al prójimo y "al país" sin considerar siquiera que esos rasgos que tanto escandalizan podrían ser, como en un espejo de la verdad, el oscuro reflejo de lo que cada cual es en su vida personal, en su mentalidad que apenas se está levantando del siglo XIX.

Con unos servicios públicos costosísimos y un sistema burocrático indescifrable y en muchos casos ineficiente, con una dificultad enorme para relacionarse con la tecnología cotidiana (obtener aquí una conexión a Internet se demora un mes; lo que en Colombia un día), con una clase política de opereta (lo que en Colombia siempre) que sin embargo es la única que hay y cuyo espíritu se adueña con sus vicios de todo lo que se mueve, del propio Estado a la academia y al deporte y a la televisión, Italia es un país rico y poderoso, inagotable por la fuerza de su pasado y de su naturaleza y de su gente, sí, pero también un país atrasado sobre el que se podría tejer la teoría de que su desgracia está hecha precisamente de todos sus encantos.

Lo comprobó el mundo hace poco cuando en las elecciones de abril pasado, anticipadas por la caída del gobierno Prodi que desde su inicio apenas sobrevivía, los italianos en fiesta eligieron a Silvio Berlusconi, otra vez, como Presidente del Consejo de Ministros, es decir como jefe del Gobierno italiano. Y no sólo lo eligieron a él, sino que además votaron enfáticamente por la derecha más primitiva del país -la de la Liga Norte de Umberto Bossi, que defiende la autonomía, cuando no la separación, del norte italiano-, cuyo mensaje de puño al alza y de rechazo a la presencia masiva de inmigrantes y a la presunta inseguridad que de ella se deriva, fue a cosechar triunfos aun en el "extranjero", es decir en Nápoles.

Porque otro de los problemas de Italia, como se sabe, es el contraste dramático entre el norte rico e industrial y el sur hermoso pero pobre; un contraste que, junto con las diferencias regionales más profundas que uno pueda imaginarse, ha impedido durante siglos que este país sea una nación en el sentido pleno del término. Patria sí, y muy grande; pero nación no. Y sin embargo ahora hasta los terrones, que es como acá se les llama despectivamente a quienes nacen de Florencia hacia el sur, están apoyando un discurso que está muy cerca de la xenofobia, y de la peor manera que es la de la hipocresía. Aunque como me dijo un pescador veneciano hace dos días, "yo, entre los napolitanos y los gitanos, prefiero a los gitanos". Las elecciones dieron un mensaje clarísimo, pues, y se supo que Italia, como España y como todo el mundo, está harta de los extranjeros, en especial de los miles de europeos del este que llegan cada semana a buscarse una forma de vida que oscila entre la precariedad y el crimen.

Pero el problema es mucho más profundo, y el caso italiano es apenas una muestra elocuente de las varias tragedias que conviven en el fenómeno de la migración contemporánea, en el que se junta todo: el temor de las sociedades opulentas y decadentes, la desesperanza de las sociedades periféricas, el recuerdo colonial que ha empezado a cobrar venganza de las antiguas metrópolis que saquearon a placer y que hoy se niegan a darles a sus descendientes el disfrute de los valores que ellas mismas impusieron, en fin. Y muchos se preguntan con razón, ante los gestos de racismo que han brotado por igual contra los gitanos en Nápoles o en Verona (pero también en Mallorca contra los rumanos, y en los trenes de Barcelona contra los latinoamericanos), si no estará Europa cayendo sin remedio en una nueva tentación totalitaria bajo la especie de la discriminación. Podría ser, pero de forma aún peor: ya no en nombre de una ideología, sino guiada por el odio de la vida cotidiana y de la depresión. Porque esta vez, a diferencia de como se fue tejiendo la tragedia tras la Primera Guerra mundial, el fascismo es un estado del alma enquistado en la sociedad y no un partido.

Ahora han sido los gitanos de Nápoles violentados por la mafia. Pero detrás, a la espera, están los marroquíes y los nigerianos, y los turcos, y los albaneses, y los latinoamericanos y los bengalíes; en Roma o en París. Todos viendo llover la basura que queman los gobiernos tras años de incompetencia y de cinismo. "Algo que no vi jamás en el tercer mundo" dice Bina, una señora maravillosa de la Costa de Marfil que hoy vive en Nápoles. Y añade "y yo, entre los napolitanos y los gitanos, prefiero a los gitanos".

Por Juan Esteban Constaín Croce

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