Así viven los colombianos en Japón

Más de 2.000 de ellos están registrados en el consulado de Tokio. ¿Qué hacen? Trabajan en comercio, restauración, manufacturas, finanzas, profesiones creativas o informática.

Gonzalo Robledo, Especial para El Espectador
21 de marzo de 2015 - 09:00 p. m.
Camila Plata es la embajadora de la comida colombiana en Tokio. Aquí con sus alumnas.  / Gonzalo Robledo
Camila Plata es la embajadora de la comida colombiana en Tokio. Aquí con sus alumnas. / Gonzalo Robledo

Al igual que los jubilados nórdicos que viven en algún país mediterráneo elogiando a diario la comida, el azul del cielo y la calidez de su gente, los residentes colombianos en Tokio se declaran incondicionales de la sana dieta japonesa, alaban la puntualidad nipona y celebran el vivir en una de las capitales más seguras del mundo.

Hay más de dos mil colombianos registrados en el consulado de Tokio y con excepción de una veintena de detenidos (la mayoría por robo de apartamentos), se ocupan en comercio, restauración, manufacturas, finanzas, profesiones creativas o informática. Hay profesores de universidad, de salsa, arquitectos, empleadas de bares y algún abogado contratado por una multinacional. No faltan las colombianas con marido japonés dedicadas en exclusiva a educar a sus hijos nipocolombianos dentro de los valores cristianos y la cultura latina. Intentan inculcarles el gusto por el sancocho y la bandeja paisa en medio de una dieta de sopas con algas, queso de soja, sushi y arroz con curry.

El catálogo de razones que los trajo hasta Japón incluye la necesidad económica, una oferta laboral inesperada, la carambola romántica o, en el caso más inusual, el accidente de una planta nuclear.

La explosión de la central de Chernóbil, en la antigua Unión Soviética, dio inicio a la relación con Japón de Héctor Sierra, autor y cineasta nacido en Boyacá, fundador de una ONG y profesor de idiomas en la prestigiosa Universidad de Tokio.

Estudiaba cine y televisión en Kiev, actual Ucrania, cuando un día de mayo de 1986 las autoridades de la universidad anunciaron que las vacaciones de verano se adelantaban dos meses. Recomendaron a los estudiantes extranjeros salir del país y Héctor decidió visitar a un escultor colombiano que conocía en Japón.

En Tokio encontró que a pesar de practicar un “capitalismo salvaje”, los disciplinados japoneses personificaban esos “seres éticamente superiores de una sociedad tecnológicamente desarrollada” de la utopía comunista que se estudiaba en su universidad. En un país que era el polo opuesto del socialismo, Héctor encontró lo que dio en llamar el “verdadero Homo Sovieticus”. La paradoja le intrigó y decidió volver algún día para entender mejor.

De vuelta en Kiev supo que el motivo de sus súbitas vacaciones había sido un accidente nuclear ocurrido a 100 kilómetros de su universidad y que estuvo a punto de dejar inhabitable media Europa.

Terminó la carrera y regresó a Colombia. Aterrizó en Bogotá el mismo día en que el Gobierno enterraba el organismo de apoyo cinematográfico Focine y con él sus esperanzas de encontrar un trabajo en el sector. Dos años desempleado y una beca japonesa para una maestría en artes visuales lo llevaron de nuevo a Tokio para una estadía que lleva ya 21 años.

Fundó la ONG Artistas sin Fronteras, con la que ha realizado talleres infantiles de dibujo en países como Kosovo, Afganistán, Haití o Estados Unidos. Seis libros impresos, uno autobiográfico y tres de ellos infantiles, escritos directamente en japonés, le parecen poco para lo que todavía puede dar. La mayor alegría y la mayor tristeza de su estadía en Japón es abrir en su computador una carpeta titulada “Literatura” y confirmar que tiene muchas cosas todavía por publicar.

Con un dejo de sorna se ufana de ser “el único colombiano que ha sufrido dos accidentes nucleares”. La crisis nuclear de Fukushima le asustó menos que la de Chernóbil, pues confiaba más en la tecnología japonesa y en el manejo que haría el gobierno del accidente.

Ha logrado entender a los japoneses lo suficiente para describirlos con frases como “son gente que usa el silencio con gran elocuencia”. Lo mejor de Japón es la dieta. “En Colombia comemos muchos carbohidratos y el menú es repetitivo. Si yo viviera allá estaría panzón”, precisa. Se autodefine como un “colombiano sin fronteras”, está casado con una médica uzbeka de origen coreano y el regreso no está en su horizonte. Asegura que si estuviera en Colombia tal vez tendría “más cosas” en su casa “y mi nivel de vida sería el mismo de todos los colombianos que no pueden caminar con tranquilidad por las calles”.

La seguridad y el alto nivel de civismo son el mayor atractivo de Japón para Rigo Villamarín, ingeniero industrial que cuando vivía en Sídney (Australia) en 2002 se enamoró de Oriente y, sobre todo, de las orientales. Allí conoció a su actual esposa japonesa. Cuando viajó a Tokio a conocer a su familia política se sorprendió de la calidez de la acogida. “Me ofrecieron su casa y el suegro me dijo que me tomara dos años de descanso para conocer el país”. Hizo oídos sordos a la oferta, se puso a dar clases de idiomas en una academia hasta que encontró un aviso en el periódico en el que al parecer lo buscaban a él, pues bastó con presentarse para que le dieran el trabajo en una empresa de informática pionera en Japón en diarios digitales. La empresa, Yappa, es una referencia en el sector editorial digital y sus programas están instalados en muchos de los teléfonos celulares de Japón.

El gran civismo, la tolerancia y la seriedad del japonés en la vida diaria los atribuye a una moral “construida” entre todos y que todos cumplen. La moral colombiana, que nadie cumple, es impuesta desde arriba y la gente, al no estar muy convencida, no la cumple. Se declara seguidor de Hora 20, Caracol Radio, para estar al tanto de la actualidad del país. Considera que en las negociaciones de paz la guerrilla “tiene al Estado postrado” y se identifica con el ideario del expresidente Álvaro Uribe. “La paz no es (solo) carecer de guerrillas”, argumenta. “Es que los seguidores del Millonarios y del Santa Fe puedan ver tranquilos (y sin violencia) un partido entre sus equipos”.

El idilio con Japón de la diseñadora bogotana Mónica Fernández empezó por el idioma. Un viajero japonés que le enseñaba vocabulario y gramática se convirtió también en el hombre de su vida. Se casaron, se instalaron en Tokio en 2005 y hoy, además de ser madre de una niña de 4 años, es la autora de Los silabarios japoneses Kana, un popular método mnemotécnico en español para aprender la escritura japonesa. Al libro le siguió la exportación de productos japoneses a Colombia y una página de Facebook llamada “Hola Japón”, que ha conseguido casi seis mil “me gusta”.

Su hija Elisa asimila costumbres japonesas como sorber la sopa o levantar los platos para comer. Mónica, que está decidida a que la niña sea bicultural y bilingüe, le explica que fuera de Japón esos usos no están bien vistos. La niña asiste a un jardín infantil católico “para que conozca la religión mayoritaria de Colombia”. La parte japonesa de su familia la tiene en contacto con los credos locales, el sintoísmo y el budismo.

Le ha tocado mimetizarse con las otras madres del jardín infantil y en su vestuario prescinde de colores que no sean café, azul o negro. Como en Japón se cumple a rajatabla la sentencia “Todo cliente es dios”, cuando va a Colombia echa de menos el casi sumiso servicio de las tiendas niponas. Se lamenta de los números telefónicos colombianos de “Atención al cliente”, en los cuales nadie contesta nunca.

Aunque el ambiente laboral nipón es frío (felicitar el cumpleaños de un colega es algo que Mónica encontró inusual), la seguridad es el principal atractivo de este país. Episodios extremos en Bogotá, como verse rodeada de cinco asaltantes, uno armado con pistola, al frente a su casa familiar en el barrio La Soledad, convierten la estadía en Japón en un oasis de quietud que no sabe cuándo terminará, pues no descarta volver algún día a Colombia. “Pero a un pueblito pequeño. Algo más sencillo y natural”.

Otra bogotana, Camila Plata, es la embajadora de la comida colombiana en Tokio. Cada mes recibe en su casa a decenas de japonesas que ataviadas con delantal y armadas de cuaderno y cámara o celular, indagan los secretos del ajiaco, los tamales, la bandeja paisa y los patacones. Las clases son parte de una academia de cultura internacional que convoca a estudiantes a través de internet.

De vez en cuando hacen masato, arequipe y dulces de frutas. Se atreve a darles arroz con coco, pero ya confirmó que los platos del interior de Colombia, en especial los boyacenses, son los más afines al paladar japonés. Camila confiesa que nunca ha estudiado culinaria y que prepara a ojo. Pero como cocinar sin calcular al milímetro es anatema en Japón, les entrega una hoja impresa con los ingredientes medidos.

Conoció a su marido Hiro en Bogotá hace 27 años y aunque se casó el Día de las Brujas, puso como condición el matrimonio católico y bautismo para los futuros hijos. Viven en Japón desde hace 19 años. Para mantener el contacto familiar más allá de su propio núcleo hogareño (algo raro en las grandes urbes japonesas), Camila celebra todos los cumpleaños posibles y echa mano de cuanta fiesta budista o sintoísta existe en el calendario nipón para reunir a los abuelos, tíos y primos japoneses de sus hijos.

Sus dos hijos, una odontóloga devota del reloj y un médico con una visión más latina y relajada del tiempo, resumen la dualidad que domina la vida de Camila y de muchos latinos en Japón. Admira en los japoneses el alto sentido de la responsabilidad que los lleva a cumplir lo prometido sin recurrir a ninguna excusa. Por eso en Colombia se maravilló cuando en su última consulta con un oculista tuvo que esperar casi cinco horas pese a haber llegado media hora antes de la cita, porque le habían dicho que sería “la primera paciente de la tarde”. Amoldarse al orden y al respeto extremo de los japoneses le atrofió su capacidad para algunos comportamientos colombianos. Explica, por ejemplo, que nunca volverá a tomar el volante en Bogotá porque “deja uno quince centímetros de distancia con el carro de al lado y se le mete una tractomula”. Desde que falleció su madre, Colombia ha dejado de ser la tierra a la que un día regresará. “Voy a hacer ‘huesos viejos’ en Japón, porque aquí tengo a mis hijos”, asegura, pero confiesa que antes quiere “pasar unos seis meses allá” para despedirse de su tierra natal.

 

* Documentalista y periodista colombiano radicado en Japón.

Por Gonzalo Robledo, Especial para El Espectador

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