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Bajo los misiles en Tel Aviv

Israel vive momentos de tensión debido al conflicto con los palestinos en los últimos días. Mientras el mundo se enfoca en las imágenes que salen de Gaza, pocos se preguntan cómo viven los israelíes la realidad de la guerra en su día a día.

Nicolás Eliades Vesga / Tel Aviv
20 de julio de 2014 - 02:00 a. m.
Israelíes se refugian en el principal centro comercial de Tel Aviv. Vienen misiles desde Gaza. / EFE
Israelíes se refugian en el principal centro comercial de Tel Aviv. Vienen misiles desde Gaza. / EFE
Foto: EFE - ABIR SULTAN

Al bajarse de un avión en el afamado aeropuerto Ben-Gurion de Tel Aviv, hay un detalle que indica que no todo anda con total normalidad. Acompañando a los usuales carteles de recogida de equipaje y conexiones, hay uno con un hombre corriendo. Debajo de las curiosas letras hebreas se lee en inglés la palabra “refugio” y una flecha que indica dónde encontrarlo.

En el control de pasaportes, las colas para residentes israelíes son considerablemente más largas que para no residentes. Y las oficiales de inmigración son más simpáticas de lo usual. El turista es un gran lujo para esta tierra en estos momentos.

El taxista, en vez de comentar el clima de los últimos días, exaltadamente comenta los ataques al corazón financiero israelí en los últimos días, cosa que no se había visto desde la Guerra del Golfo en 1991, cuando Saddam Hussein envió sus bombas al país judío.

“Hay que reconocer el logro de Hamás, pues nunca había llegado tan lejos con sus misiles… han bombardeado sitios que ningún ejército ha logrado desde que se creó este país en 1948, poniendo a 5 millones de israelíes (63% de la población) en riesgo”, comenta Yanai Porat, residente de un suburbio de Tel Aviv. “Nadie quiere la guerra aquí, pero si nos atacan, ¿qué podemos hacer? ¿Dejar que nos manden esos 200 misiles diarios sin hacer nada?”. Como todo israelí, sea mujer u hombre, ha servido tres años en el ejército y aún existe la posibilidad de que lo llamen en cualquier momento a defender su patria.

De repente se llena el cielo sobre Tel Aviv con lo que parece un coro de ambulancias gigantes. “Vienen misiles”, declara calmadamente Yanai. La gente que se pasea por la calle, a pie o en carro, para tranquilamente y se acerca a los portales de los edificios. Tienen exactamente 90 segundos para refugiarse, un tiempo que pasa a cuentagotas. Reina el silencio. Toda la calle mira hacia el cielo y ve cómo una serpiente de humo blanco caza un punto negro que avanza más rápido que el sonido. Un estallido rojo y amarillo, silencio y, después, un trueno distante. Luego otro. Y otro. Y uno más cercano.

“Ahora tenemos que esperar unos minutos por si caen pedazos de misiles…”, advierte Yanai. Dos minutos después los transeúntes vuelven a sus pasos, a sus carros, móvil en mano, escribiendo frenéticamente a sus seres queridos y leyendo sobre las consecuencias de lo que acaban de presenciar. Lo más grave: una cocina destruida por la caída de restos en un suburbio gomelo de Tel Aviv.

La mayoría de los ataques no van a más gracias a la espectacular “cúpula de hierro” que protege a los israelíes y sus visitantes. Se trata de un sistema antimisil que detecta la entrada en el espacio aéreo de armas y, en cuestión de segundos, calcula su trayectoria. Si parece que va a caer en una zona poblada, la amenaza es destruida, con un margen de error de sólo el 10%. Si el misil palestino, en cambio, se dirige a campo abierto, el sistema lo deja caer, para ahorrarse los US$60.000 que cuesta cada antibalístico. Los gobiernos de Estados Unidos y Corea del Sur ya están haciendo pedidos a Israel para obtener esta milagrosa tecnología protectora.

“Nuestras vidas consisten en trabajar, trabajar y trabajar para mantener a nuestras familias y pagar impuestos para que construyan cúpulas de hierro”, dice Ligad Granit. “No temo por mi vida, pero no quiero vivir con la angustia de las sirenas, ni de la guerra, ni que a mi esposo lo manden al frente. Siento como si se tratase de un juego en el que, poco a poco, se va agotando mi suerte. Quién sabe qué pasará mañana. Lo único que sé, y a pesar de la insistencia de mis padres, es que no quiero un hijo varón. ¿Para qué invertir tanto amor, dinero y tiempo para que luego me lo maten?”. Con estas palabras empiezan las sirenas, y Ligad sube a la habitación donde duerme su hija para bajarla con susurros de mamá al refugio de su casa.

Por Nicolás Eliades Vesga / Tel Aviv

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