Publicidad

Brasil, en la encrucijada

Después de una historia marcada por el ascenso económico, hoy el país afronta el despertar insatisfecho de la clase media.

Beatriz Miranda Cortés
26 de junio de 2013 - 10:00 p. m.
Una joven participa en la más reciente jornada de protestas en Belo Horizonte. / AFP
Una joven participa en la más reciente jornada de protestas en Belo Horizonte. / AFP
Foto: AFP - CHRISTOPHE SIMON

Hace más de una semana, Brasil explota en múltiples manifestaciones por todo su territorio. A diferencia del Movimiento de los Caras Pintadas de los años 90, jóvenes nacidos en plena dictadura militar, los de ahora han conocido un país distinto. Han sabido por allí que transcurrieron años difíciles, de una inflación crónica de hasta 1.000% al año, tiempo en que el Fondo Monetario Internacional imponía los recortes, sobre todo en el área social; en que la deuda externa era considerada histórica e impagable y Brasil era señalado como uno de los responsables de retrasar el crecimiento de América Latina. Han sabido que en 1992, pacíficamente, miles de brasileños presionaron para que el presidente Collor de Mello, el primer presidente elegido por voto directo, dejara la Presidencia por estar acusado de corrupción.

Los brasileños se sentían extenuados de esperar el futuro que se les había prometido desde que eran niños, cuando veían en el mapa un país gigante de 8’500.000 km², que tenía frontera con 10 países en América del Sur, y que en la Amazonia brasileña cabían hasta 12 países europeos. Brasil era inmenso y en algún momento despegaría con toda su fuerza y grandeza. En aquella época, los brasileños soñaban con ser el país del futuro, pero el presente se les escapaba de las manos.

Los del Passe Livre nacieron en otro país, gracias al ingenio de Fernando Henrique Cardoso, ministro de Hacienda, y su plan de estabilidad macroeconómica que poco a poco derrotó la inflación, el fantasma que había asustado a generaciones de brasileños, impidiéndoles hacer planes a largo plazo y fomentando la especulación financiera desmedida.

El Plan Real del ministro de Hacienda lo llevó a la Presidencia por un partido de centro —Partido Social Demócrata Brasileño (PSDB)—, liderado por exiliados de la dictadura militar instaurada en 1964 que habían luchado por un Brasil diferente, un Brasil libre, con derechos humanos, y en donde el milagro económico fuera para todos. El estadista y académico fue transformando la cara de Brasil a pesar del alto costo social del Plan Real. La prioridad de su política exterior fue concertar una agenda positiva con Estados Unidos y Europa.

Sin embargo se posicionó firme en contra del ALCA: “El ALCA era una opción, el Mercosur un destino histórico”. Convocó a la primera cumbre de presidentes y jefes de Estado suramericanos, pero para sostener su plan de estabilidad macroeconómica tuvo que recurrir nuevamente al FMI y sacrificar los salarios. Hubo un intento de democratizar la tierra, pero no ocurrió. La gente, cansada, sin entender toda la representatividad de la estabilidad macroeconómica y ocho años sin incremento de salario, clamaba por cambio. El perfil del estadista y su impecable diplomacia presidencial no lograron minimizar los efectos sociales del modelo neoliberal que sostenía la estabilidad.

Después de su segundo mandato, en las elecciones de 2002 reapareció un eterno candidato a la Presidencia del Brasil democrático: Lula, el mítico presidente del sindicato de metalúrgicos que en plena dictadura militar había paralizado el ABC paulista durante tres días, cuyo discurso hacía temblar a la élite política y económica del país. No obstante, Lula ya no era el mismo en 2002. Su trayectoria política, su experiencia partidaria, su contacto con el Brasil profundo lo habían transformado en un candidato posible y necesario. Sin embargo, ¿en un Brasil jerarquizado, en donde el voto aún denotaba la ausencia de conciencia democrática y muchas veces era comprado, cómo llegaría un obrero al poder?

Lula, fundador del Primer Partido de los Trabajadores (PT), tuvo que hacer alianzas espurias con partidos políticos tradicionales y aprender a ser pragmático. Llevado por los brazos gigantes de más de 50 millones de brasileños, Lula llegó al Palacio de Planalto, con dos compromisos explícitos con el pueblo brasileño: combatir el hambre y disminuir la vulnerabilidad externa del país, y un acuerdo inaplazable con el sistema financiero internacional para mantener la política económica ortodoxa de su antecesor.

El PT en el Planalto dejó de ser catalizador de las demandas sociales del país, se apropió de una agenda de gobierno, se distanció de las comunidades de base y de sus aliados originales. El Brasil de Lula se benefició de los resultados favorables de la estabilidad macroeconómica, fortaleció el compromiso del Estado brasileño con la democracia y sacó a millones de brasileños de la línea de la pobreza, fortaleció el mercado interno, inauguró varias universidades públicas, incrementó el salario mínimo, creó el Programa de Aceleración de Crecimiento (PAC) para mejorar la infraestructura del país.

En este período, Brasil descubrió sus grandes reservas de petróleo y gas, pagó su deuda externa, pasó a ser acreedor del Fondo Monetario Internacional, disminuyó la pobreza y se tornó en un país de clase media, pero la desigualdad continuaba. En su política exterior, priorizó a América del Sur y aspiró a ser jugador global. Ganó el respeto del mundo y fue reconocido como modelo. Sin embargo, ese Brasil cayó en las trampas del poder, no logró apartarse de la corrupción y el PT perdió a sus adeptos históricos.

En sus ocho años de gobierno, el presidente Lula se tornó en el héroe de las clases vulnerables, pues las insertó dignamente en la pirámide social; de los grandes empresarios, ya que internacionalizó sus empresas y multiplicó sus capitales, y de los banqueros, que siguieron siendo los grandes beneficiados del extraordinario crecimiento del país. No osó hacer una reforma tributaria, fiscal, política ni agraria en el país. Se le olvidó la clase media tradicional, que nunca lo apoyó y sostuvo durante décadas a los detentadores del poder. La misma clase media que ahora sale a las calles, con nostalgia de los viejos tiempos, a pesar del rechazo a los partidos políticos tradicionales.

Protestar es legítimo. Lo que no se vale es desconocer cuántos sueños fueron destruidos por el ruido de las armas para lograr ese Brasil democrático que ahora les permite expresarse libremente. Ojalá sus cantos libres en esos días y noches difíciles del país no traigan de regreso, en los brazos del pueblo, las sombras de ayer.

 

Por Beatriz Miranda Cortés

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar