Brasil y sus tres presidentes

En un solo día, el país tuvo tres Jefes de Estado: Rousseff, destituida definitivamente del poder; Michel Temer, investido ayer mismo y el diputado Rodrigo Maia, quien asumirá la presidencia interina mientras Temer está de viaje.

Juan Sebastián Jiménez Herrera
01 de septiembre de 2016 - 04:10 a. m.
Michel Temer, enemigo acérrimo de Dilma Rousseff, fue investido ayer como presidente de Brasil.  / EFE
Michel Temer, enemigo acérrimo de Dilma Rousseff, fue investido ayer como presidente de Brasil. / EFE
Foto: EFE - FERNANDO BIZERRA JR

Parece una obra de Jorge Amado. Pero en este caso no se trata de Doña Flor y sus dos maridos, sino de Brasil y sus tres presidentes. Como estaba cantado, la presidenta Dilma Rousseff fue separada definitivamente de su cargo y su vicepresidente, Michel Temer, quien se desempeñaba como presidente interino, fue confirmado como mandatario y ya puede trastearse al Palácio da Alvorada, en Brasilia.

Sin embargo, debido a que Temer va a estar en China, asistiendo a la cumbre del G-20, Brasil quedará temporalmente en manos del presidente de la Cámara de Diputados, Rodrigo Maia. Maia, con menos de dos meses al frente de esta entidad, a la que llegó en reemplazo de Eduardo Cunha, quien renunció por un proceso en su contra, va a ser ahora presidente interino de Brasil, hasta que Temer regrese.

Mejor dicho: Brasil va a tener, en menos de una semana, tres presidentes. Y ello ejemplifica, a la perfección, la situación en la que Brasil se encuentra: de inestabilidad política, polarización, desconfianza en las instituciones y crisis económica. Valga una cifra: mientras 61 senadores votaban a favor de sacar a Rousseff del poder, el Banco Central anunciaba que el país acumula ya siete meses de déficit fiscal.

En plata blanca: en lo que va del año, las arcas de ese país han perdido 36.592 millones de reales, o US$11.085 millones. Y a todo esto hay que sumar el zika y el descontento de la gente tras unos Juegos Olímpicos agridulces. Pero si uno se remonta en el tiempo, puede ver que este momento representa, en general, las dificultades que han tenido que sortear los brasileños tras el regreso de la democracia, en 1985.

No es gratuito que el golpe de 1964, con el que los militares sacaron del poder a João Goulart para quedarse durante 21 años, haya sido mencionado una y otra vez durante el proceso en contra de Rousseff. Lo hicieron opositores como el diputado Jair Bolsonaro, quien dijo que votaba contra Rousseff para honrar la memoria del coronel (r) Carlos Alberto Brilhante Ustra, uno de los torturadores de la dictadura.

Y lo hicieron los parlamentarios hasta ayer oficialistas, quienes recordaron que Rousseff fue víctima de la dictadura y no dudaron en calificar este proceso como un nuevo golpe, aunque blando. En las calles fue lo mismo: unos hablando de golpe y otros pidiendo el regreso de los militares, como pidiendo que se borraran, de golpe, 31 años de democracia, aunque frágil.

El sino trágico de la democracia brasileña empezó, de hecho, el primer día: en 1985, Tancredo Neves, el primer presidente elegido democráticamente tras 21 años de dictadura, murió antes de posesionarse, quedando como presidente su segundo a bordo, José Sarney, cuyo mandato estuvo marcado por una crisis económica que opacó lo obtenido en materia política, por ejemplo, la promulgación de la Constitución de 1988.

Luego vino Fernando Collor de Mello, actual senador y quien votó a favor de la destitución de Rousseff. Como presidente, Collor de Mello protagonizó uno de los mayores escándalos de corrupción en la historia de Brasil, revelado, curiosamente, por su hermano, Pedro Collor de Mello, quien en 1992 dio a conocer la existencia de una red de corrupción liderada por el tesorero Paulo César Farias.

Collor de Mello se retiró del cargo ese mismo año, dejando en el poder a su vicepresidente, Itamar Franco, quien le puso fin a la crisis económica. Lo hizo de la mano de su ministro estrella, Fernando Henrique Cardoso, quien se convirtió en su sucesor al derrotar en las elecciones de 1994 a Lula da Silva. Pero lo que Cardoso hizo como ministro no lo pudo hacer como presidente, y la crisis económica volvió.

Quizás por ello, Cardoso no logró que un protegido suyo, el hoy canciller José Serra, quedara de presidente. El vencedor fue su antiguo rival: Lula da Silva, cuya llegada al poder fue histórica. Poco a poco, gracias a su carisma y a sus aciertos políticos, Lula se convirtió en todopoderoso. Hasta el punto de ser reelegido pese a un escándalo de corrupción que por poco acaba con su partido, el de los Trabajadores.

Precisamente fue este escándalo de corrupción el que llevó a la salida de quien hasta ese entonces era el ministro estrella de Lula da Silva: su jefe de gabinete, José Dirceu. Lo reemplazó la entonces ministra de Minas y Energía, Dilma Rousseff. Para muchos de sus copartidarios, Lula no sólo había elegido a una nueva jefa de gabinete, había elegido a su sucesora.

Y así fue: el 1º de enero de 2011, con la promesa de seguir con las políticas con las que Lula da Silva había sacado de la pobreza a 28 millones de brasileños, y venciendo a José Serra, Rousseff se convirtió en la primera presidenta de Brasil. Y como su antecesor, fue reelecta, en 2014.

Pero dicen que las segundas partes no son buenas, y a Rousseff su segundo período le llegó con un escándalo de corrupción, al conocerse la existencia de una presunta red de lavado de activos y enriquecimiento ilícito, conformada, de acuerdo con la justicia brasileña, por miembros tanto del oficialismo como de la oposición.

Este expediente, conocido como el caso Petrobras, fue el inicio de una crisis de la que Brasil no sale. Fue en estas condiciones que, en diciembre de 2015, la Cámara de Diputados decidió investigar a Rousseff por, supuestamente, maquillar balances. El anuncio lo hizo el entonces presidente de esa entidad, Eduardo Cunha, uno de los tantos mencionados en el caso Petrobras.

Y entonces, si París fue una fiesta, Brasil fue un circo: el proceso tuvo de todo: desde acusaciones mutuas entre el oficialismo y la oposición, hasta audiencias en las que congresistas investigados por corrupción invocaron a Dios para votar por la destitución de Rousseff.

Y en las calles de Río de Janeiro y São Paulo millones de brasileños marcharon a favor o en contra. Pero todos estupefactos al ver en lo que se había convertido la democracia brasileña. Y ahora llega la destitución de Rousseff con más preguntas que respuestas, como si 31 años de democracia hubieran sido un espejismo.

Por Juan Sebastián Jiménez Herrera

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