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Bromear sobre el presidente turco es arriesgarse a ir a la cárcel

El mandatario Recep Tayyip Erdogan demandó a un comediante alemán que se burló de él con un poema satírico. No es el primer caso.

Juan David Torres Duarte
13 de abril de 2016 - 05:17 p. m.
El presidente Recep Tayyip Erdogan (izquierda) y el comediante Jan Boehmermann. / EFE
El presidente Recep Tayyip Erdogan (izquierda) y el comediante Jan Boehmermann. / EFE

El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, ha convertido cualquier broma en su contra en un delito de lesa majestad. Su gobierno formuló una demanda legal en contra del comediante alemán Jan Boehmermann, quien recitó en su programa de televisión, Neo Magazin Royale, un poema satírico contra Erdogan. En el poema, Boehmermann acusaba al presidente turco de maltratar a las minorías kurdas y cristianas, de ver pornografía infantil y de practicar la zoofilia. Quizá nadie había ido tan lejos al opinar sobre Erdogan. Y nadie, hasta ahora, ha salido bien librado.

Su caso recuerda una escena real, que ocurrió durante los años más cruentos de la Unión Soviética. En su extensa crónica sobre los campos de concentración en ese país, Archipiélago Gulag, el escritor Alexander Solzhenitsyn apunta que un hombre fue encarcelado por cinco años luego de que no aplaudiera al final de un evento que presidía un alto mando soviético. Considerado como una falta de respeto (y por esa misma vía una afrenta al poder), el hombre fue a dar a prisión. Lo que une a ambos casos, a pesar del paso del tiempo, es el dominio del poder y su representación: aquel que gobierna debe ser respetado. El respeto, en ese sentido, es sinónimo de veneración. Erdogan no es inmune a ese influjo.

En diciembre, Erdogan llevó también ante un juez al médico Bilgin Çiftçi bajo el cargo de difamación. Çiftçi publicó en la red un montaje en el que comparaba a Gollum, la especie extraña del Señor de los anillos, con el mandatario: en algunas escenas, Erdogan masticaba una pierna de pollo y Gollum, una piedra. La argumentación del proceso se basaba en demostrar si Gollum, en ocasiones bondadoso y en ocasiones maldito, era una representación irrespetuosa del presidente. Es decir, el proceso se basaba en analizar la naturaleza de un personaje ficticio para determinar si Çiftçi hablaba bien o mal de Erdogan. Los paralelos absurdos entre esta historia y el aplauso ausente de la Unión Soviética son evidentes.

La constitución turca reza que cualquier “expresión de pensamientos” que se constituya como crítica no será juzgada. Sin embargo, es el gobierno de Erdogan quien define la calidad de cada crítica con la ley de su lado: el artículo 297 del Código Penal estipula que “cualquier persona que calumnie al presidente” enfrentará penas de entre uno y cuatro años de cárcel. Quienes deformen los símbolos nacionales, “humillen” el himno nacional o hieran cualquier aspecto de la “naturaleza turca” son sometidos a penas similares. ¿Cómo es posible definir la naturaleza de todo un país que es, en realidad, la frontera cultural entre Europa y Oriente Medio?

Meses atrás, en su editorial, el diario Le Monde afirmó que el gobierno de Erdogan se convertía poco a poco en una monarquía constitucional. Dicho de otro modo: un gobierno en apariencia democrático, pero tentado por la figura del rey. El Estado es una persona, aquel que gobierna, y cualquier ofensa contra esa persona cuenta como ofensa nacional y viceversa. Erdogan, cuyo gobierno se acerca Europa después de acordar un pacto sobre migrantes —con sendos beneficios para la diplomacia turca—, es en teoría más cercano a monarquías como la saudita, donde un insulto contra el rey equivale a un acto de terrorismo.

En el último año, el gobierno turco ha fomentado cinco procesos contra ciudadanos que se burlaron o lo criticaron a través de medios públicos. En marzo del año pasado, una periodista turca fue condenada a cinco meses de cárcel por “insultar” a Erdogan a través de su cuenta en Facebook. Un estudiante de 16 años que llamó a Erdogan “jefe de los ladrones” fue llevado ante un juez. El gobierno turco, con un claro barniz religioso, potencia el insulto al estado de blasfemia. Por esa razón, a través de la fiscalía de Estambul, el gobierno logró controlar al diario Zaman, uno de los más grandes del país y crítico de Erdogan. El diario es administrado hoy por el gobierno y dos de sus periodistas fueron encarcelados, y luego liberados, porque según el gobierno conformaban una red terrorista. El medio Al Jazeera aseguró que, desde el primer momento en que el gobierno tomó lugar en Zaman, su línea editorial cambió por completo a su favor. La cadena Koza-Ipek, con 23 filiales, también fue tomada por autoridades locales. El gobierno dice que nada tiene que ver con ello.

El caso de Boehmermann, ahora bajo custodia policial en su casa, es singular. Lo juzgaría la justicia alemana, que podría darle tres años de cárcel por “ofender a representantes y órganos extranjeros”. El gobierno de Merkel decidirá en los próximos días si la causa continúa; en un discurso reciente, la canciller sugirió que la libertad de expresión no está determinada por las ligazones diplomáticas. Boehmermann reconoció, desde que recitó su poema, que aquello “no está permitido en Alemania”. Su sátira era, sobre todo, un esfuerzo por reconocer los límites de la libertad de expresión en su país. En ese sentido, logró su objetivo. El trato entre Turquía y la Unión Europea, para someter el flujo de migrantes hacia Europa y contenerlos en Turquía, está de por medio. Merkel tendrá que trabajar con sutileza antes de tomar cualquier decisión: validar la demanda de Erdogan es, al mismo tiempo, dejar al descubierto un derecho esencial que, por extensión, es uno de los valores más apreciados de la unión.
 

Por Juan David Torres Duarte

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