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La calle castiga a Rousseff

El gobierno brasileño envió al Congreso un proyecto de plebiscito para calmar las protestas. La consulta se basará en el financiamiento de las campañas y el sistema de votación.

Francisco Peregil, Río de Janeiro
02 de julio de 2013 - 10:08 p. m.
La presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, enfrentó con rapidez extraordinaria las manifestaciones en su país. Sin embargo, no ha podido acabar con ellas y su popularidad sigue cayendo. / AFP
La presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, enfrentó con rapidez extraordinaria las manifestaciones en su país. Sin embargo, no ha podido acabar con ellas y su popularidad sigue cayendo. / AFP
Foto: AFP - PEDRO LADEIRA

La presidenta Dilma Rousseff quizás haya sido la jefa de Estado que con mayor presteza y de forma más sistemática ha respondido en lo que va de siglo a las protestas de la calle. Y sin embargo, la calle la ha castigado con una caída de popularidad como no se recordaba en Brasil desde la llegada de la democracia en 1985. Una encuesta efectuada el viernes y el sábado entre 4.717 personas en 196 municipios revela que su índice de aprobación se desplomó desde un 57% a un 30% en sólo tres semanas. El 81% de los entrevistados apoya las manifestaciones y el 65% cree que esas protestas trajeron más beneficios que perjuicios. Pero nada de esos avances se atribuye a la gestión de Rousseff.

En abril de 2012, cuando llevaba 15 meses al mando del Gobierno, Rousseff batió su récord de popularidad con un 77% de aceptación, algo sin precedente en los últimos 20 años en Brasil. Era la presidenta que había destituido hasta 10 ministros envueltos en casos de corrupción, casi a un ritmo de uno por mes. Sin embargo, la inflación y el descenso en el crecimiento económico, entre otros factores, hicieron que en marzo cayera su popularidad hasta el 65% y en junio hasta el 57%. Ahora su imagen se encuentra 17 puntos por debajo del 47% que tenía cuando asumió la Presidencia.

Sin embargo, no se puede decir que a Rousseff le haya temblado la mano a la hora de atender el mensaje de la calle. Cuando aún resonaba la definición de “vándalos” con que medios y autoridades en São Paulo habían tildado a los manifestantes, Rousseff declaró que había entendido el mensaje. Y reconoció que la mayoría de quienes protestaban lo hacían de forma pacífica. Sus detractores alegaron que sólo había humo detrás de sus palabras. Pero dos días después, en Río de Janeiro y São Paulo se derogó la subida del transporte.

De poco sirvió. La gente no se había manifestado por 20 céntimos. Así que el jueves 20 de junio salieron a la calle 1,2 millones de personas, cifra que —una vez más— no se conocía en Brasil desde la lucha por la democracia. Rousseff volvió a asegurar que había entendido el mensaje. Y planteó cinco puntos para una ambiciosa reforma política. Comenzó a reunirse con líderes de los movimientos sociales, con alcaldes, gobernadores y presidentes del Supremo, la Cámara de Diputados y el Senado. Sus detractores volvieron a decir que había echado una cortina de humo. Sin embargo, en la madrugada del miércoles los diputados rechazaron la PEC-37, la propuesta de enmienda constitucional conocida como la “ley de la impunidad”, que limitaba los poderes de investigación de la Fiscalía en casos de corrupción. Fue otra gran victoria de la calle.

El rechazo al proyecto de ley habría sido impensable sin las protestas que comenzaron el 6 de junio. Pero también sin la firme decisión de Rousseff de promover su rechazo. Al día siguiente, el pasado miércoles, el Tribunal Supremo Federal decretaba la prisión para el diputado Natan Donadon, del centrista Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB). Donadon, después de fugarse y entregarse el viernes, a la misma velocidad de vértigo en la que se suceden ahora los acontecimientos en Brasil, es el primer diputado preso en ese país desde 1974. Algo parece estar cambiando en el panorama brasileño. Pero la calle quiere más. Y la que más ha perdido ha sido la que más capital político y buena imagen tenía para perder.

La encuesta revela datos muy interesantes sobre las contradicciones que se viven estos días en Brasil. La presidenta inició la semana sorprendiendo a todo el mundo con la propuesta de una reforma política a través de un “proceso constituyente”. Sin embargo, reputados juristas, la oposición en pleno y los medios periodísticos con mayor audiencia se le echaron encima alegando que una vez que se designa una asamblea constituyente esta no puede limitarse a hacer una reforma política, sino que tiene potestad de cambiarla de arriba abajo. Rousseff no tuvo más remedio que dar marcha atrás en menos de 24 horas. En el sondeo de Datafolha un 73% de los encuestados se muestra partidario de convocar esa asamblea constituyente.

Rousseff decidió entonces seguir adelante con la reforma política a través de un plebiscito. Decidió que aunque no se convocase a unos legisladores para transformar la Constitución, habría que plantear al pueblo una serie de preguntas sobre financiación pública o privada de las campañas electorales, sobre listas abiertas o cerradas y otra serie de elementos. O sea, que el pueblo apoyara o rechazara directamente los puntos de la reforma.

De nuevo, la oposición y los principales medios de Brasil criticaron la iniciativa del plebiscito. Algunos analistas consideran que es como someter al pueblo a un examen de física. Y sin embargo, la encuesta de Datafolha revela que el 68% de los entrevistados quiere que se les consulte en plebiscito. Dicho de otra forma: Dilma Rousseff es el principal aliado que tienen ahora mismo los ciudadanos para conseguir la anhelada reforma política tal como ellos quieren que se haga, a través de un plebiscito. Por si no fuera suficiente con esos objetivos comunes entre Rousseff y la mayoría de los manifestantes, aún hay otros. El 65% de los encuestados se opone a que el transporte público sea gratuito, tal como exige el Movimiento por el Pase Libre, convocante de las primeras protestas. Y Rousseff también considera inviable esa idea. Sin embargo, en una escala de 0 a 10, los entrevistados puntúan a Rousseff con un 5,8, frente al 7,1 de hace tres semanas.

¿Por qué, entonces, se ha desgastado tanto Rousseff en tres semanas a pesar de todas sus iniciativas? Tal vez los electores hayan interpretado que actuó demasiado tarde, cuando no le quedaba más remedio. Quizás no confíen en que vaya a ser capaz de sacar la reforma política adelante. Puede que los ciudadanos hayan sido ahora más conscientes de los gastos que supone organizar el Mundial de 2014 y no terminan de ver los beneficios. Quizás aún perdura el eco de los gritos en la calle y sea demasiado pronto para valorar sus medidas. Lo único claro es que terminó la Copa Confederaciones, pero el partido en Brasil no ha hecho más que comenzar.

Por Francisco Peregil, Río de Janeiro

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