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Las cicatrices de Atenas

GRECIA PADECE una crisis económica que algunos de sus habitantes le atribuyen a un complot de Francia y Alemania; otros, a maniobras de los Estados Unidos, y unos pocos, a la corrupción.

El Espectador
11 de noviembre de 2012 - 09:00 p. m.
Las cicatrices de Atenas

Las piernas de tres jóvenes calientan la noche en Kolonaki, Atenas. Las últimas luces del verano se extinguen en medio de la música a todo volumen de este lugar. Algunos jóvenes fuman y toman cerveza; más allá un grupo de mujeres baila animadamente. A sólo pocos metros de aquí, en uno de los edificios que rodean la plaza Syntagma, un grupo de emisarios de la llamada Troika (representantes del FMI, la Comisión Europea y el Banco Central Europeo) intenta mantener a Grecia dentro de esa idea de continente unido exigiéndole recortes, por tercera vez en menos de dos años, en los gastos públicos, para pagar su enorme deuda. La noche avanza allá y acá.

“Los jóvenes no se dan cuenta de lo que está pasando en Grecia”, me dice Dimitrios Michalopoulos, un ingeniero de sistemas con quien me he encontrado en un bar de Kolonaki, una de las zonas rosas de Atenas. Dimitrios estudió su maestría en Londres y, aunque podría haber continuado con su vida en Inglaterra, decidió volver, porque éste, su país, era el lugar donde quería vivir. Es miércoles y parece que la mejor manera de paliar esta situación es venir a tomar un café con los amigos. La música y la bulla simulan una noche de viernes.

Parece que Grecia está en crisis. Parece. Desde hace más de un año, el país no deja de figurar en las noticias como un Estado a punto de caer en un abismo, pero después de quince días de pasearme por acá, esa imagen apocalíptica resulta un poco lejana: Grecia parece, más bien, caminar sobre baldosas rotas. Todos saben que están así, todos saben que hay que repararlas y, lo que es peor, tienen la certeza de que nadie las va a cambiar.

“No creo que podamos solucionar este despelote”, confiesa Dimitrios mientras le da otro sorbo al café frío. Es octubre.

“Grecia funciona por temporadas: en el verano, todo el mundo se dedica al turismo y vamos disfrazando las cosas”, resopla Dimitrios. “Pero en el invierno es cuando suceden las huelgas, los paros. Es cuando de verdad se siente la crisis”.

La crisis. Es una palabra que camina por las calles de las ciudades griegas como un fantasma aterrador, pero que, de tanto nombrarla, se ha convertido en una especie de amenaza habitual. Omnipresente, pero invisible. A pesar de que hay un desempleo rampante del 20%, que los recortes presupuestales alcanzan los 17.000 millones de euros, que los jubilados están a punto de estallar, los griegos han sabido maniobrar en este tipo de momentos: ellos mismos inventaron el concepto. La palabra crisis tiene su origen en el verbo krinea, que significa separar o decidir.

Es mediodía y el sol cae sobre Atenas revelando su verdadero color: blanco percudido. Sobre esta ciudad, que crece hacia el noreste del histórico puerto de Pireo, una mancha blanca de casas y edificios se desparrama bajo el brillo de septiembre. Camino por el peripathos rumbo a la cima de la Acrópolis, como buen turista. En la entrada una de las guías reconoce mi español y se acerca para ofrecerme un tour en un castellano dificultoso. Se llama, apropiadamente, Atenea. De apellido Koukouvadis y atuendo cual Katharine Hepburn en La Reina de África, con un sombrero enorme que le permite evitar el sol calcinante de la capital en estos días veraniegos. Después de mostrarme el Odeón, el teatro de Dionisio y ese vestigio majestuoso del Partenón de Pericles, terminamos hablando del país, de la Grecia que poco o nada se parece a sus ruinas lustrosas.

“La Unión Europea fue una mala elección, nos pusieron a vivir como los alemanes, cuando nosotros aquí producimos nada... aceite de oliva, a lo sumo”, me cuenta al frente del templo del Erecteion. “Y eso nos llevó a esta situación insostenible, e imposible de superar como las cosas sigan así, creo yo”.

Pero mientras avanza en las explicaciones de la debacle griega, recurre a un argumento que escucho por segunda vez en menos de dos días: la teoría de que la crisis es una conspiración para adueñarse de los recursos naturales y patrimoniales de Grecia. La noche anterior, Dimitrios me había advertido que esta situación fue “ocasionada por Estados Unidos para quedarse con el petróleo”, que según él descansa bajo las aguas del mar Egeo. Ahora, Atenea cambia los verdugos.

“Esto fue un plan de Europa, de Alemania y Francia. Todo viene de ellos, por eso nos quieren quebrados y con una deuda impagable, para llevarse nuestros tesoros”, replica.

Lo cierto es que caminando por las calles de Atenas también se tiene la impresión de que, más que ruinas, lo que uno está observando son cicatrices. Grecia, desde que se supo Grecia, ha caminado abatida por sus enemigos cercanos y lejanos y, aunque esa teoría conspiratoria parezca una alucinación exagerada de los locales, no es ajena a su historia: los persas y los turcos los arrasaron por millones y los ingleses y franceses los saquearon para llenar sus museos.

Bajando de la Acrópolis a la plaza de Monastiraki se observa otro detalle simbólico de Atenas: sus grafitis. Están en todas partes: en las columnas de la biblioteca de Adriano, en las estaciones de tren, en los vagones del metro, en los barrios de las afueras. Atenas parece una gran pared decorada sin permiso. Así, en varias esquinas se puede ver el rostro de jóvenes tristes con una pintura roja alrededor de la boca, como el Guasón, el famoso enemigo de Batman. Debajo se lee: “All you need is Joke” (lo único que necesitas es bromear). Otro muestra a un cerdo con un uniforme policial blandiendo un bolillo en contra de las personas que caminan frente al dibujo: el arte es para todos, como hace mil años la ciudad era para todos. La polis. Antes de partir camino por las calles de Omonia, un barrio central al norte de la plaza principal de la ciudad, Syntagma, y el lugar donde hace un año Dimitris Christoulas, de 77 años, se disparó un tiro en la cabeza desesperado por la situación en que vivía. “No encuentro otra forma de morir dignamente antes de buscar la comida en la basura”, escribió a manera de testamento. Mientras intento llegar al lugar, la calle se enrarece con una disputa de jóvenes: el movimiento es extraño, desde la acera de enfrente la gente se detiene para observar cómo un grupo de muchachos intentan arrebatarse algo parecido a una pastilla de Mareol. Resulta que desde hace unos 20 años, en Atenas y en Grecia se implementó un programa de sustitución de drogas para la rehabilitación de los adictos que circulan por las calles de la ciudad.

La idea era entregarles, cada mes, una dosis de metadona con la idea de que evitaran drogarse, en especial con jeringas. Pero debido a la crisis esas ayudas se han reducido a un tercio de lo que eran. Ya no alcanza para todos. Y ahí es cuando comienzan las peleas, las protestas. Un grupo bloquea la calle y exige que les entreguen a todos su dosis. Nadie responde. La calle hierve. Atenas queda atrás.

Sin preguntarle nada, Giorgos, el taxista que me lleva al aeropuerto, comienza con su descarga: porque aquí nadie se queja sino que “intenta explicarse”, como si al mundo le hiciera falta un traductor para el griego moderno. Giorgos, que a pesar de la crisis sigue conduciendo su taxi y sigue teniendo un sustento, cree que lo mejor es salirse del euro. “Yo no quiero que me gobierne Ángela Merkel”, sentencia, y reafirma una idea que tengo de la ciudad, del país: que los griegos quieren seguir siendo griegos, como han sido desde siempre. Que la mayoría desea pagar de nuevo sus frappés en dracmas, que quieren ser gobernados por griegos, corruptos o no, pero griegos. Ellos tienen claro que su cuota con la humanidad ya fue saldada hace siglos y que ahora sólo quieren vivir tranquilos, con veranos felices, con pascuas sentidas y con inviernos reflexivos. Que Atenas, una ciudad de contrastes entre su herencia y su realidad, ya soportó suficientes saqueos y no quiere perder lo único que le queda: la felicidad de pertenecer a su país.

Por El Espectador

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