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Cuando la política se vuelve drama

Estados Unidos enfrenta desde mañana un proceso para elegir a los candidatos a la Presidencia. En él se verá si existe correspondencia entre la ficción que desglosan las series dedicadas a la política y la política de los pasillos.

Juan David Torres Duarte
31 de enero de 2016 - 02:00 a. m.

En el primer capítulo de la cuarta temporada de Homeland, el exagente de la CIA Saul Berenson se sienta a la mesa con un militar que coordina la estrategia de Estados Unidos en Afganistán. Han pasado 14 años desde la intervención de las tropas estadounidenses y, en realidad, los avances son precarios a pesar de la insistencia obtusa de los políticos. Entonces Berenson frasea sin titubeos una idea que envidiaría cualquier analista político: “Si en 2001 hubiéramos sabido que estaríamos todo este tiempo en Afganistán, habríamos tomado decisiones muy distintas, ¿verdad? En cambio, nuestros planes nunca se proyectan más allá de un ciclo de 12 meses, de modo que esta no ha sido una guerra librada por 14 años, sino una guerra de un año librada 14 veces. Creo que no estamos yendo con la mitad del trabajo hecho”.

La afirmación de Berenson demuestra que, de tanto en tanto, es posible alumbrar en la ficción algunas verdades que se resisten a aparecer en los análisis más rígidos. Estados Unidos enfrenta desde mañana un proceso extenso para elegir a los candidatos principales para la Presidencia (el ganador asumirá el 20 de enero de 2017), en el que se verá justamente si existe correspondencia entre la ficción que desglosan las series dedicadas a la política y la política de los pasillos, que también suele estar embarazada de hipocresía, realpolitik y un sentido inherente de supervivencia.

Según Christiane Eilders y Cordula Nitsch, investigadoras en medios masivos de la Universidad de Düsseldorf (Alemania), el grado de influencia que pueden tener estas series en la perspectiva política de un ciudadano sería mayor que el que se piensa. Al ser uno de los pocos medios, junto con el cine, que retrata el esqueleto de la política (ya sea de manera exacta o imprecisa), las series se convierten en referencias, en prácticas que, a pesar de su desidia, resultan ser comunes y creíbles. Las audiencias masivas de series como Homeland, House of cards, Scandal y Veep demuestran, sobre todo, que el interés en la política aumenta mientras más cercano, incluso íntimo, es el punto de vista. “Los jóvenes en particular tienden a eludir los programas de información y a confiar en programas de entretenimiento para actualizarse sobre los eventos actuales en la política”, escribieron en 2014.

Un resultado que respaldaría ese argumento ocurrió durante un experimento que realizó Philip Habel, profesor de la Universidad del Sur de Illinois: después de que un grupo de voluntarios vio el filme Wag the dog ,donde un ficticio presidente de Estados Unidos intenta tapar un escándalo sexual al crear una guerra artificial contra Albania, la mayoría se declaró más propenso a creer en las teorías conspirativas. En la ficción todo encajó con precisión, pese a que la realidad suele ser más volátil. Audun Engelstad, maestro de la Universidad Lillehammer (Noruega) y quien dedicó un estudio a la política en los dramas televisivos, dice: “Sí, creo que las series pueden mostrarnos los mecanismos de la política. Pueden mostrarnos las deliberaciones, las negociaciones y el juego de poder que da forma al proceso político, y pueden hacerlo en maneras que profundizan la comprensión que tienen los televidentes de lo que pasa a puerta cerrada”.

Por ejemplo, en House of cards (escrita por Beau Willimon), el codicioso Frank Underwood decreta que el único modo de hacer política es dejar la suavidad a un lado: si hay que hacerlo, hay que hacerlo sin importar los medios (justo ahora, al comienzo de la cuarta temporada, Underwood se juega su puesto en las primarias). En el proceso, Underwood tiene que acudir al asesinato, el engaño y la hipocresía para llegar a donde quiere llegar: la Presidencia. Sin embargo, cada tanto, Underwood habla a la cámara, como una suerte de conciencia, y explica qué quiere y por qué lo quiere. En House of cards, el televidente es testigo del hecho, pero también de su raíz sucia y devastadora.

Para T. A. Frank, periodista de The New Republic, el éxito de las series podría radicar en que, de algún modo, sirven como manual de instrucciones y de explicación. “En la última década —escribe—, las élites que gobiernan Washington nos dijeron mucha bazofia. Caímos como presas en sus falsas afirmaciones en una variedad de temas (guerras, burbujas económicas, etc.) , y la experiencia nos dejó algo pervertidos. (…). Queremos una historia que imponga algún orden explicativo sobre el horror de Washington”.

Las series también aprovechan su hálito de ficción para ampliar la perspectiva de la realidad política. Mientras los atentados de París han obligado a los analistas a recordar que no todos los musulmanes son terroristas, el argumento de Homeland plantea más dilemas: un marine estadounidense es encontrado vivo diez años después de que fuera secuestrado por las fuerzas de Abu Nasir (un personaje similar a Osama bin Laden). Adoctrinado, el marine se ha vuelto yihadista, pero vuelve a Estados Unidos como héroe de guerra. En algún punto, cuando un dron mata a numerosos niños en un aldea iraquí, Nasir dice con seriedad: “Y nos llaman a nosotros terroristas”. Dice Engelstad: “Creo que una de las lecciones importantes en estas series es que en la mayoría de los casos no se trata de blanco o negro, ni tampoco de correcto o incorrecto, sino de demostrar que muchos dilemas son complejos, que muchos intereses distintos tienen que ser balanceados. El mundo no puede ser gobernado a partir de ideales”.

El intento de comprender cómo es la política en Washington a través de las series es aún más complicado si, como anota Frank, se tiene en cuenta que los políticos dicen mentiras a los demás pero también se dicen mentiras. En ese doble juego de falsificaciones, la confusión se segrega. “Es imposible entender los pecados de Washington a menos que se comprenda que, para mal o para bien, Washington piensa muy bien de sí mismo”, dice. En House of cards, Underwood tiene que captar los votos de sus opositores para pasar una ley en el Congreso. Al acercarse a ellos, no considera que haya traicionado sus propios principios: sólo siente que es una gran estratega. Es su creencia, ha puesto su fe en él mismo.

Ajustadas a las reglas del drama, a la conveniencia de cierta cadena de sucesos, las series también pueden viciarse con arquetipos: el musulmán terrorista, el político astuto, el espía asesino, el presidente resignado. Hubo quien dijo, por ejemplo, que Homeland es una historia islamofóbica. Por lo general, dice Engelstad, dejan por fuera el impacto que la política tiene sobre los ciudadanos de a pie. Su interés es de alto nivel: la CIA, la Casa Blanca. Cuando 40 civiles afganos inocentes son asesinados por dar de baja a un terrorista, la directora de la operación, Carrie Mathison, se sorprende por haber calculado mal el número de personas que lo acompañaban. Luego se va a dormir.

Por Juan David Torres Duarte

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