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Cuando un caudillo muere

¿Habrá chavismo sin Chávez? Sin duda. Pero los caudillos son, por definición, fenómenos individuales. Maduro será si mucho una sombra desteñida de quien lo eligió a dedo.

Héctor Abad / Especial para El Espectador
05 de marzo de 2013 - 10:15 p. m.
El presidente Hugo Chávez falleció a los 58 años. / AFP
El presidente Hugo Chávez falleció a los 58 años. / AFP

La muerte de un presidente en ejercicio es siempre traumática para cualquier país. Cuando ese presidente, además de serlo porque fue elegido por votación popular, es también un caudillo que ha acumulado catorce años al mando de su nación, y ha aferrado en su puño casi todas las ramas del poder, el trauma es mucho más hondo, y los efectos de su muerte más difíciles de calcular. Algo que hay que señalar de inmediato como positivo (y esta es una lección que Venezuela le ha dado siempre a los colombianos), es que el vicepresidente Maduro, al anunciar la muerte de Chávez, lanzó un llamado a todo su país para que haya respeto, no violencia y paz.

Esta señal de madurez y este llamado a la convivencia son convenientes para la transición que sigue en Venezuela. Ojalá este sea el tono, y no el paranoico de pocas horas antes, cuando acusó al enemigo de haber inoculado el cáncer de Chávez. Si el tono sereno y conciliador se mantiene, no se vislumbran golpes militares ni enfrentamientos violentos, sino nuevas elecciones.

Según la Constitución será ahora el presidente de la Asamblea, Diosdado Cabello, quien gobierne a Venezuela, mientras se convoca a nuevos comicios. Es probable que este mes se mantenga la ola de conmoción y solidaridad que dejará el fallecimiento de Chávez y eso permite prever que el escenario más probable sea que el chavismo unido consiga mantenerse en el poder. Desde ya empiezan a repetirse, como un testamento a ser respetado, las últimas palabras de Chávez antes de salir para su último y fallido tratamiento en Cuba: Maduro, con un convencimiento pleno como la luna llena, es su sucesor, el ungido. Todo este mes vamos a oír, como un martillo, este testamento político.

Pero para lograr que esa encrucijada de tendencias distintas lleguen unidas a las urnas (única garantía para poder derrotar nuevamente a Capriles, si es que la oposición vuelve a presentarse con un solo nombre), Nicolás Maduro tendrá que jugar con mucha cautela esa partida. Deberá darle mucho juego al hombre favorito de las Fuerzas Armadas, y su íntimo enemigo, Diosdado Cabello. Tendrá que ser muy generoso con la familia Chávez en el estado que por herencia de sangre dominan, Barinas, y donde se han turnado el padre y dos hermanos, compitiendo siempre por el poder. Tendrá que navegar en las aguas turbias de los fundamentalistas, de los negociantes, de los más ideológicos y los más aprovechados.

El chavismo es un entramado de ideales socialistas sinceros (casi siempre más torpes que iluminados), de populismo barato para mantenerse en el poder, de vulgar corrupción boliburguesa (Venezuela está catalogada como uno de los países más corruptos del mundo), de intereses privados y públicos que deben repartirse la sustanciosa marrana del petróleo y de un aparato estatal gigantesco y financiado casi por completo por las exportaciones de petróleo. Sin el petróleo habría sido imposible el populismo perfecto del carismático ex teniente coronel, primero golpista y luego presidente legítimo.

La situación económica interna de Venezuela no es favorable, aunque pudo mantenerse más o menos a flote hasta las pasadas elecciones, como se mantuvo vivo con aparatos, artificialmente, al presidente agonizante. Así como se negó durante meses su gravedad, esa misma negación se aplica a la situación de desabastecimiento que se vive en el país (víveres, energía, bienes de primera necesidad, insumos y materias primas para la maltrecha industria que sobrevive).

Después del moribundo Chávez, habrá que enfrentar la otra verdad de la moribunda economía venezolana. Las anteriores elecciones, ganadas por Chávez con el 55% de los votos, dejaron las arcas aún más secas y maltrechas, por lo mucho que hubo que aceitar las clientelas que reciben beneficios de un régimen eminentemente demagógico.

Es posible que en este mes -apoyado por la paradójica euforia del luto- Maduro consiga mantener unido al chavismo hasta llevarlo a ganar las elecciones. Pero a partir de su triunfo todos los nudos llegarán al peine, todas las dificultades se harán patentes, y será la muerte del caudillo, su ausencia, el nuevo comodín que se usará para explicar todos los desastres que, en realidad, él mismo causó. Los desastres y los logros, me dirán.

Sin duda un hombre que ganó casi todas las elecciones en las que participó, algo sustancioso debió darle a la mayoría de los votantes venezolanos, y es verdad. Pero lo triste está precisamente en ese verbo: dar. Un gobierno no es, o no debería ser (y esto lo estamos viviendo cada vez más en Colombia) simplemente una chequera inmensa que regala y subsidia a los más o a los menos necesitados. Porque el problema del populismo electoral -sobre todo en países rentistas y mineros como Venezuela- es que todo el aparato productivo se resiente, si casi todo se importa y se regala, salvo el petróleo. El modelo del subsidio perpetuo no funciona en un país grande y complejo como Venezuela.

¿Habrá chavismo sin Chávez? Sin duda. Pero los caudillos son, por definición, fenómenos individuales, cuya herencia hay que repartir entre muchos que carecen de su halo. Maduro será si mucho una sombra desteñida de quien lo eligió a dedo en su momento de mayor debilidad física.

Chávez tuvo la suerte de poderse gastar casi hasta la última gota no solo su prestigio sino también la riqueza de un país inmensamente rico e inmensamente ineficiente. Al chavismo heredero le tocará gobernar con lo que queda y con los azares de lo que pueda suceder con la producción y los precios del petróleo. Lo más probable es que en los próximos cinco años nos toque asistir al desmoronamiento de algo que no fue construido sobre la piedra sólida, sino sobre la arena, o, para decirlo a la manera de Bolívar, arado en el mar y edificado en el viento.

 

Por Héctor Abad / Especial para El Espectador

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