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De la Guerra Fría a la época sexy

Un periodista colombiano, corresponsal de El Espectador en Londres y radicado en Europa desde 1989, fue testigo de la transformación de la capital alemana durante los últimos 25 años. Testimonio.

Juan Carlos Rincón / Especial para El Espectador
09 de noviembre de 2014 - 04:04 a. m.
“Ciudad de la paz” y “Libertad y unidad”, son los lemas en 2014.  / Juan Carlos Rincón
“Ciudad de la paz” y “Libertad y unidad”, son los lemas en 2014. / Juan Carlos Rincón

* “Ich bin ein Berliner” (Soy un berlinés), John F. Kennedy, 26 de junio de 1963, Berlín Occidental.

Recién establecido en Bruselas, la caída del muro de Berlín en la noche del 9 al 10 de noviembre me tomó —como a todos— de sorpresa. La dimensión histórica del evento me llamaba y cinco días después, tras un largo viaje en tren del que recuerdo los tanques en el control fronterizo de la RDA y un interminable trayecto en una mañana gris brumosa, llegué con mi hermano Manuel José a la antigua y oscura estación Stadtbahnhof en Berlín Occidental, hoy remplazada por la moderna y funcional terminal central (Berlin Hauptbahnhof) inaugurada en 2006. Nos recibieron nuestros amigos chilenos Gigi y Orlando Lubbert, reconocido cineasta y triunfador en los festivales de San Sebastián, La Habana y Cartagena, quien vivió en Berlín Occidental de 1974 a 1995.

Berlín era una ciudad aún conmocionada y teníamos cuatro días para vivirla. Cruzamos al Este y caminamos el centro (el famoso Mitte), donde me perturbó su color oscuro de tristeza y el abandono realzado por las grietas de balas y el hollín adosado a las paredes de algunos edificios que parecían detenidos en el momento final de la Segunda Guerra Mundial. Almorzamos en un comedor popular para los obreros de la RDA en la plaza central (Alexanderplatz) junto a la imponente torre de televisión (Fernsehturm), y luego recorrimos el famoso bulevar Unter den Linden hasta su final abrupto cortado por el Muro, medio centenar de metros antes de la puerta de Brandeburgo, en la llamada “zona muerta”.

Allí, frente a ese monumento oprobioso, meditando confundido entre sentimientos de rabia y a la vez de alegría por su final cercano, entendí finalmente la libertad recién ganada por los berlineses del Este y la comunión y esperanza que invadía a miles de personas de ambos lados de la ciudad. Luego, a golpe de un martillo prestado, piqué unos pedazos de la losa de concreto para mi historia personal.

Hay que entender que el “muro” de 43 kilómetros de largo que dividió el Este y el Oeste de Berlín eran en realidad dos muros de hasta 3,5 metros de altura que terminaban en alambradas superiores y estaban separados por una zona muerta tan ancha como un campo de fútbol en la que había sectores minados y ametralladoras activadas por sensores.

Aunque finalmente la RDA había abierto sus fronteras y los berlineses del Este podían pasar al sector occidental, el muro seguía allí, omnipresente por más de un centenar de kilómetros, dividiendo la ciudad. Únicamente en Potsdamer Platz y Eberswalder Strasse habían derribado partes y el paso era libre, pero los puntos principales de cruce eran el emblemático Checkpoint Charlie (en el sector estadounidense), Invalidenstrasse, en el británico, y el histórico puente de Oberbaum (Oberbaumbrücke) sobre el río Spree.

Era un momento extraño, y con los pasos de control fronterizo abiertos se podía circular en toda la ciudad. Recuerdo que Checkpoint Charlie era un hervidero humano por el que cruzaban los tradicionales y “poderosos” autos Trabant (de 18 HP) y sus orgullosos y sonrientes ocupantes eran recibidos con flores, cervezas y bananos colombianos. El banano era un lujo en la RDA, pero la fruta más consumida en Alemania Occidental y símbolo del llamado milagro económico del país. Era tan alegórico que la imaginación popular creó una pegatina para los autos con dos bananos formando una D que significaba Alemania (Deutschland) unida.

Orlando Lubbert recuerda que la noche del 9 de noviembre, “luego del anuncio del portavoz de la RDA abriendo las fronteras, el tráfico y los teléfonos se colapsaron, los berlineses del Este empezaron a cruzar, mientras en el Oeste los negocios volvieron a abrir, las pastelerías regalaban sus panes y nosotros salimos a abrazar a nuestros amigos del Este. Mi hijo Valentín, que vivía con su madre en Berlín Este, se quedó a dormir por primera vez con sus amigos en la parte occidental”. Me dijo entonces que había sido una noche “increíble y emocionante, una fiesta recibiendo a los berlineses del Este que con su carné de identidad en la mano entraban deslumbrados al Oeste. Parecían zombis enseñando su pasaporte a la felicidad”.

Berlín Este era un universo de edificios sombríos y edificaciones sin pintura (algunas de las cuales persisten un cuarto de siglo después), con áreas vedadas, como la céntrica estación subterránea de Friedrichstrasse (en pleno centro y en el sector soviético), en la que el metro no se detenía y los pasajeros no podían salir a la superficie. Recuerdo que en esos días de noviembre hubo mucha luz natural y que los vagones del metro eran, y lo siguen siendo, del color de Berlín: amarillo. Los berlineses del Este tenían ahora libertad y visitaban por fin a sus familias divididas, descubrían maravillados un nuevo mundo, que incluso, por decisión del gobierno en Bonn, los recibía con 100 marcos por persona. “En esa época era un buen dinero, porque con 20 podías comerte una buena pizza con una cerveza”, dice Orlando Lubbert.

Viajamos mucho en metro y tranvía, tuvimos tiempo para un minipaseo en barco por el Spree (nada que ver con los cruceros turísticos de hoy), recorrer Potsdamer Platz, caminar en cercanías del histórico y semiabandonado Reichstag (hoy sede del Parlamento), con su cúpula destruida, visitar el bellísimo y antiguo Palacio Real de la Ópera (Staatsoper), que en la época de la RDA fue sede de la ópera estatal, y constatar el deterioro en la catedral de Berlín (Berliner Dom) y otros sitios históricos del Este de la ciudad. Mientras Berlín Occidental estaba poblado de luces de neón y de opulencia capitalista y modernidad, el Este de la ciudad era un mundo detenido en otra época, con gran riqueza intelectual y muchas carencias materiales y cotidianas.

Regresé a Bruselas con la sensación de que Berlín eran dos mundos opuestos y paralelos en busca de rumbo y en medio de muchas incertidumbres y contrastes. En los años siguientes desapareció la RDA, se produjo la reunificación alemana (1990), terminó la Guerra Fría, el Muro fue desmontado físicamente, Berlín fue consagrada como la capital del país (Bonn era la sede del Gobierno) y la Cancillería, los ministerios y el Parlamento fueron trasladados. La ciudad empezó a renacer y reinventarse.

Volví a Berlín 12 años después, en junio de 2001, gracias a una invitación de Renault para hacer las pruebas de ruta y el lanzamiento mundial de su exclusivo modelo Avantime, convertido hoy en un auto de colección. Llegué por aire al hexagonal y congestionado aeropuerto de Tegel, al norte de la ciudad y a 8 kilómetros del centro. Tuvimos la fortuna de hospedarnos en el histórico y recientemente reconstruido hotel Adlon (1997), al final de Unter Den Linden y en la esquina de la plaza Pariser, casi justo al frente de la puerta de Brandeburgo.

Y allí, ¡el Muro ya no existía! Había desaparecido y la llamada Puerta de la Paz era un símbolo de la reunificación y se podía cruzar. Pero, además, el Reichstag había sido restaurado y renovado por el famoso arquitecto Norman Foster, con una imponente cúpula transparente y abierta al público, que es una de las atracciones turísticas de la ciudad. Además se acababa de inaugurar la colosal y posmoderna sede de la Cancillería (Bundeskanzleramt), en el Este, junto al río Spree.

Berlín se estaba reiventando tras un costoso proceso de reunificación. Sobrevivían a la espera de decisiones políticas símbolos de la antigua RDA, como el horrible Palacio de la República (hoy desmontado) y el monumental aeropuerto de Tempelhof (ahora clausurado y reconvertido en un gigantesco parque al aire libre). Seguían erguidos los inmutables edificios de viviendas multifamiliares de la época comunista, persistía algo de ese color gris del antiguo Este, y quedaban en pie sectores del Muro.

Aunque se había ido desmontando, eran y son hoy visibles, como parte de la memoria colectiva de la ciudad, secciones de más de un kilómetro en Bernauer Strasse (Memorial del Muro) y el tramo de la calle Mühlenstrasse llamado la Galería Este, que consta de 103 murales pintados por artistas de todo el mundo rindiendo homenaje a la libertad. Y el famoso Checkpoint Charlie convertido en un atractivo turístico, porque las tropas estadounidenses se habían ido de Berlín y el cruce original había sido reemplazado por una caseta de madera con actores uniformados.

La ciudad estaba en un segundo proceso de reconstrucción y de lenta renovación urbana, la catedral se había restaurado y el antiguo sistema de transporte urbano había crecido e integrado metro, tranvía, trenes de cercanías y trenes rápidos (U y S-Bahn), en tanto que las 16 “estaciones fantasma” del metro de Berlín que estuvieron clausuradas durante la época del muro —Rosenthaler Platz, Potsdamer Platz y Nordbahnhof, entre otras—, habían sido reabiertas y renovadas. Berlín tenía un nuevo ritmo.

A finales de julio de este año volví y encontré una ciudad en plena ebullición, próxima a celebrar 25 años de la caída del Muro con el lema Freiheit und Einheit (libertad y unidad). Llegué nuevamente por avión al cada vez más pequeño y obsoleto aeropuerto de Tegel, a la espera de que finalmente se inaugure el moderno Berlin-Brandenburg, que estaba previsto para 2010 y que debido a fallas de planeación y corrupción se ha retrasado tanto que los alemanes dicen en broma que “es el aeropuerto al que por más largo tiempo sólo se puede llegar por tierra”. Ahora se habla de su apertura en 2019.

Esta vez estuve hospedado en el barrio noroccidental de Tegel, donde vivió el sabio explorador y geógrafo Alexander von Humboldt con su familia. La zona es equidistante del aeropuerto y del centro berlinés y bien comunicada por línea de metro, en pleno proceso de renovación.

Encontré que la ciudad ha crecido en el Este, recuperando los espacios urbanos y las zonas verdes (un 44% de Berlín son bosques y zonas fluviales), con grandes parques y lagos, y el río Spree se ha convertido realmente en una arteria vital y cultural de la ciudad alrededor de la cual gira buena parte de la nueva Berlín, con sus áreas de esparcimiento, ciclovías, las nuevas sedes gubernamentales y de corporaciones internacionales, la casa museo John F. Kennedy (complejo en construcción entre Washingtonplatz y la moderna estación central, Hauptbahnhof, frente a la sede de la Cancillería), y la llamada Ciudad Europea, un área de 40 hectáreas alrededor del canal de Spandau, junto al conjunto gubernamental, en que están planificadas viviendas, oficinas, galerías de arte contemporáneo, un gran bulevar y espacios abiertos.

Se puede decir que Berlín Occidental se reencontró con la naturaleza del otro lado del Muro, mientras el antiguo Este se ha ido renovando, restaurando y llenando de color, tras asumir gradualmente el costoso capitalismo. Berlín es hoy la capital más liberal de Europa, con un energético alcalde desde octubre de 2001, Klaus Wowereit, que se declaró abiertamente homosexual y quien se retira del cargo el próximo 11 de noviembre tras haber liderado el proceso de transformación de la ciudad con un eslogan simple y directo: Berlin ist arm, aber sexy, Berlín es pobre pero sexy.

La ciudad es la capital más barata de Europa comparada con Londres, Moscú, París, Madrid o Roma (una salchicha con cerveza cuesta 2 euros), pero un 22% de los berlineses viven de las ayudas sociales del Gobierno. “Berlín es un centro de servicios y una gran capital cultural y turística, pero no tiene industria y los ingresos en general no son altos”, explica Burkhard Birke, exdirector de informativos de la cadena de radios alemanas Deutschlandfunk (DLF). Los recursos públicos no alcanzan para las necesidades de renovación y los capitales externos han aprovechado la ocasión para comprar vivienda a bajo precio, renovar y vender o arrendar al triple del valor.

Berlín es socialmente multicultural, pero cada barrio tiene su identidad y no hay una dinámica única. Prenzlauer Berg, que escapó a la destrucción de la guerra y al desarrollo de la arquitectura comunista, es tal vez el distrito favorito —central y más tranquilo que Mitte— para los intelectuales, la bohemia y los nuevos burgueses, mientras que Friedrichshain es el de los jóvenes artistas, anarquistas y squatters, y Kreuzberg el del partido verde, inmigrantes y la segunda generación de origen turco.

Es una ciudad con una larga historia de sufrimiento, en la que conviven las arquitecturas de la preguerra, de la posguerra, de la RDA y del posmuro, mientras la modernidad y famosos arquitectos de todo el planeta dejan su impronta en la nueva urbe de casi 3,5 millones de habitantes. Hoy es la capital mundial de la música electrónica, palpita con el arte, la música, el respeto de la libertad individual y, como señala Birke, “está creciendo para ser una pequeña capital, superando la herida del Muro y dejando atrás la mentalidad insular”.

Su percepción la refuerza Moritz Schuller, editor del diario liberal berlinés Tagesspiegel, quien recuerda que la ciudad “fue tradicionalmente de clase obrera altamente subsidiada (tanto en el Este como en el Oeste), de migrantes y artistas y sin las élites burguesas de Múnich o de Hamburgo. Es una ciudad en proceso, una metrópoli provincial con carisma global en la que las diferencias siempre contaron menos que en otras partes y en la que todos quieren sentirse bien”.

En ese sentido, Berlín conserva hoy más de su fuerza cultural que el resto del país y continúa su progresión recobrando parte de su historia, como la reconstrucción del antiguo y barroco Palacio Real (de la época prusiana), que fue dinamitado en 1950 por el régimen comunista de la RDA para erigir el Palacio de la República, ahora desaparecido. En el sitio, a orillas del Spree y junto a la catedral de Berlín, las grúas avanzan en la reconstrucción —con base en los planos originales— que albergará el Foro Cultural Humboldt y debe terminar en 2019 si se cumple el cronograma. El edificio conservará las fachadas originales, tendrá biblioteca y centro cultural, una estación de metro en su interior, y en su momento será otro logro del resurgimiento de la ciudad.

Queda en pie menos de un 10% de la infame estructura del Muro y, para preservar el pasado, un camino demarcando su ubicación original. Checkpoint Charlie es una parada turística con un restaurante McDonald’s a su lado y un museo del otro. La Puerta de Brandeburgo ha recuperado su esplendor y el bulevar Unter den Linden su prestigio, Potsdamer Platz es un moderno centro urbanístico de viviendas y edificios de primer nivel arquitectónico, Friedrichstrasse una estación luminosa, Alexander Platz es un centro neurálgico y... no terminaría de relatar la metamorfosis.

El Muro es hoy el recuerdo lejano de una pesadilla. Lo esencial es que Berlín ha entrado y avanza unida en el nuevo siglo, plena de ideas y transformaciones, optimista, luminosa y vibrante. Igual que el amor, Berlín está en construcción perpetua.

 

Por Juan Carlos Rincón / Especial para El Espectador

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