Dos caras de la bomba atómica

Yoshitaka Kawamoto tenía 13 años cuando la bomba atómica cayó sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Para avisar que estaba vivo, cantó el himno de su colegio. Esta es su historia.

Redacción Internacional
07 de agosto de 2015 - 03:15 a. m.
Varias personas encendieron lámparas de papel junto al río Motoyasu (Hiroshima), en memoria de las víctimas de la bomba atómica.
Varias personas encendieron lámparas de papel junto al río Motoyasu (Hiroshima), en memoria de las víctimas de la bomba atómica.

El hombre tenía 13 años de edad en ese entonces, y estaba en su salón del colegio cuando un compañero se asomó a la ventana y lanzó un grito: “¡Miren… un B-29!”. Los demás niños se agruparon frente al cristal y lo vieron perfecto: el avión volando sobre la ciudad como un pájaro solitario, brillante en el cielo azul de las 8:15 de la mañana. Entonces el avión soltó algo pesado que se precipitó a tierra, destellando en la luz del sol, y mientras los niños miraban por la ventana de pronto un relámpago fulminante los derribó al suelo. Era 6 de agosto de 1945, y lo que aquel hombre vio caer del cielo era la bomba atómica.

Su nombre era Yoshitaka Kawamoto, y lo escuché hace años cuando era director del Museo de la Paz de Hiroshima. Cada 6 de agosto lo recuerdo, y lo veo en mi memoria como si lo tuviera delante de mí, evocando lo sucedido ese día. No hubo ruido, afirmó. Sin embargo, al abrir los ojos, percibió algo imposible: el techo del salón había desaparecido y el cielo estaba en llamas. De inmediato sintió un dolor terrible en el brazo, y descubrió un pedazo de madera atravesado en la carne, como una flecha. En seguida, escuchó un sonido desconcertante: cantos. Tardó segundos en comprender: debido a la mentalidad espartana del Imperio japonés, a los niños les habían enseñado que gritar para pedir ayuda era un acto indigno y cobarde, de modo que, quienes podían, cantaban el himno del colegio para avisar que estaban vivos, y para señalar en dónde estaban. De modo que Yoshitaka, en medio de su terror, también empezó a cantar. No obstante, las voces a su alrededor se fueron apagando. Uno por uno sus compañeros de clase morían cantando, y a lo último él quedó solo. Entonces el niño salió a lo que supuso sería la calle, tropezando entre los escombros, y se encontró con el infierno.

Yoshitaka Kawamoto estuvo perdido durante varios días, deambulando entre las tinieblas. Por poco muere incinerado, pues se desmayó en la calle y, creyéndolo muerto, lo arrojaron sobre una pila de cadáveres que estaban a punto de ser quemados; no obstante, su cuerpo resbaló del montón y el hombre que lo recogió del suelo por suerte le palpó el pulso. Al poco tiempo de la explosión, el niño perdió el cabello y empezó a sangrar por todos los orificios del cuerpo. Su familia vivía en una aldea de pescadores, en las afueras de Hiroshima, y su madre buscó a su hijo durante días, hasta que de milagro lo encontró, perdido entre las ruinas. La mujer asumió el reto y a lo largo de un año luchó sin tregua, cuidando al niño y curándole las heridas, velando su sueño plagado de horrores, hasta que su hijo se recuperó por completo. “El amor de mi madre triunfó sobre la bomba atómica”, concluye el señor Kawamoto, recordando sereno esa vivencia atroz. Habla de los Estados Unidos sin rencor, y dice que su filosofía consiste en perdonar.

Describir el daño que hizo la bomba es imposible. La ciudad fue borrada del mapa, y la única estructura que permaneció en pie, un edificio semejante a un observatorio abandonado, todavía yace intacto, medio demolido, y sugiere una realidad escalofriante. La temperatura en el epicentro dobló la requerida para fundir el hierro, y los vientos que derrumbaron las casas como si fueran naipes triplicaron la potencia del tifón más devastador de la historia del Japón. Las casas que soportaron los vientos ardieron en las llamas, pues la gran mayoría estaban hechas de madera. Muchos cuerpos jamás se encontraron porque se evaporaron, y a raíz del calor infernal las sombras de varios objetos quedaron estampadas en donde estaban. Yo no entendía este fenómeno hasta que lo vi con mis ojos: la silueta de una escalera inexistente, la sombra grabada sobre los restos de una pared, como si la hubieran tatuado.

Como digo, escuché a Yoshitaka Kawamoto hace años, y recuerdo que al salir del salón de conferencias, abrumado por su historia, conocí a otra sobreviviente de la bomba atómica: una mujer mayor, con el rostro todavía hermoso, hasta que giró el cuerpo y le vi la otra mitad de la cara, desfigurada como hecha de cera derretida. Ese costado fue el que sufrió los efectos de la explosión. Quedé impresionado, pero a la vez pensé que esa doble faz, en últimas, simboliza la condición humana: porque nuestra especie puede fabricar una bomba atómica y la puede soltar sobre una población civil, inerme y vulnerable, pero también puede producir un ejemplo de grandeza como el señor Kawamoto, alguien que después de sobrevivir una tragedia de esa magnitud es capaz de sonreír, hablar sobre el amor y el perdón, y, ante todo, seguir viviendo.

Por Redacción Internacional

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