Cerca de 500.000 personas, calcula el Vaticano, llenaron la Plaza de San Pedro, mientras que más de 400.000 siguieron la ceremonia en las 19 pantallas instaladas en las calles aledañas, entre ellas la Plaza del Pueblo y el Foro Imperial.
Durante la homilía de la misa pronunciada en italiano, el papa Francisco dijo que los dos nuevos santos “restauraron y actualizaron la Iglesia según su fisionomía originaria” y que “fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresia (término griego que significa ‘libertad’) del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia”.
El pontífice argentino terminó su homilía pidiendo que “ambos nos enseñen a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, a adentrarnos en el misterio de la misericordia divina que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama”.
Con el papa Francisco celebraron la misa 150 cardenales llegados de todo el mundo y 700 obispos. Estuvo presente el papa emérito Benedicto XVI, quien renunció al trono de Pedro en 2013, además de 870 sacerdotes que se encargaron de dar la comunión a los miles de fieles. A la derecha del altar se situaron los invitados extranjeros, representados en 93 delegaciones de todo el mundo, 17 de ellas procedentes de estados latinoamericanos, como el presidente de la República de Ecuador, Rafael Correa, de cuyo país fueron las 30.000 rosas de colores variados que se emplearon para decorar los aledaños del altar.
Después de la proclamación, las reliquias de los nuevos santos fueron colocadas junto al altar mayor. La de Juan XXIII —un trozo de piel extraído en 2001 durante la exhumación para su beatificación— fue llevada por un sobrino y la de Juan Pablo II —una ampolla de sangre— por Floribeth Mora, la costarricense de 51 años cuya curación de un aneurisma cerebral fue considerada el segundo milagro del papa polaco.
La decisión de Francisco de proclamar al mismo tiempo santos a Juan Pablo II, fallecido hace nueve años, y a Juan XXIII, cuyo proceso de canonización parecía no avanzar, suscita de nuevo preguntas sobre las señales que el papa actual envía al mundo católico y abre el debate sobre qué debe ser la santidad en el siglo XXI, un reconocimiento de un comportamiento humano excepcional para el que la atribución de lo que el catolicismo califica como ”milagro” parece no ser ya tan esencial como para la Iglesia de las centurias precedentes.