¿EE. UU. debe pedir perdón por Hiroshima?

Uno tras otro, los gobiernos estadounidenses han defendido la bomba atómica con el argumento de que sólo de ese modo se rendiría el Imperio japonés y se salvarían numerosas vidas. Sin pedir disculpas, el mandatario evocó ayer a las más de 120.000 víctimas y su tragedia posterior.

Juan David Torres Duarte
27 de mayo de 2016 - 10:30 p. m.
El ejército de EE. UU. fotografió el domo de Hiroshima (hoy llamado Memorial de la Paz) tres meses después de la caída de la bomba. / AFP
El ejército de EE. UU. fotografió el domo de Hiroshima (hoy llamado Memorial de la Paz) tres meses después de la caída de la bomba. / AFP
Foto: AFP - HIROSHIMA PEACE MEMORIAL MUSEUM

Barack Obama visitó ayer Hiroshima, la ciudad que quedó casi arrasada por la bomba atómica que Estados Unidos le lanzó en agosto de 1945. Desde que anunció la visita, su gobierno aclaró que no pediría perdón ni revisaría la decisión del entonces presidente Harry S. Truman de lanzarla. Con la explosión de las dos bombas atómicas —otra más fue lanzada sobre Nagasaki tres días después— terminó la Segunda Guerra Mundial, feneció el Imperio japonés y los Aliados se declararon ganadores irrebatibles. Pero las razones éticas y militares para producir la muerte de entre 120.000 y 300.000 personas en los dos ataques son todavía debatidas. Tres argumentos defienden el ataque aliado: la bomba ayudó a terminar la guerra —y, por ende, redujo el número de muertos que habría habido si la guerra continuaba—, obligó al Imperio de Japón a rendirse y, por último, su lanzamiento ayudó a salvar las vidas de cientos de miles de soldados y civiles.

El ejército estadounidense tenía previsto invadir Japón en 1945. Los reportes de ese entonces preveían entre 40.000 y un millón de soldados aliados muertos en una campaña semejante: la diferencia es astronómica y depende de numerosos factores que ningún ejército puede predecir. Las cifras siguieron fluctuando en los primeros meses de ese año. De hecho, los estimados que aceptaron los generales George Marshall y Douglas McArthur fueron de 40.000 muertos, tres o cuatro veces menos que los muertos en Hiroshima y Nagasaki.

Dado que era imposible precisar la cantidad de muertos que la invasión produciría, los militares y políticos a cargo acudieron al argumento del porvenir: detener a Japón significaba salvar las vidas de aquellos que perecerían si la guerra continuaba. Detener a Japón era detener la guerra y, por lo tanto, su rastro fúnebre. Quienes apoyan el lanzamiento de la bomba atómica comparan el número de muertes en Hiroshima —unas 120.000— con los millones que fueron asesinados y torturados por el Imperio de Japón entre 1937 y 1945, año de su rendición. El mal menor. Para ellos, de no haberse impuesto el régimen atómico en dos ocasiones, el Imperio de Japón habría continuado con impunidad sus asesinatos. En ese sentido, la bomba atómica no sólo salvó, en su opinión, las vidas de los estadounidenses y británicos que se embarcarían en la invasión, sino también las de millones de asiáticos que sufrían el yugo japonés. Como acostumbra, Estados Unidos fue el encargado de salvar al mundo entero.

Estados Unidos abundaba en razones para atacar al Imperio japonés: además del desafío directo que implicó el bombardeo en Pearl Harbor, donde murieron más de 2.400 estadounidenses, el imperio de Hirohito había invadido Tailandia y atacado territorios británicos en Hawái, Guam y Filipinas. Había asesinado y torturado a millones, esclavizado hordas enteras de asiáticos desamparados y prostituido a cientos de miles de mujeres de países atacados para que sirvieran como esclavas sexuales de sus tropas. Los civiles japoneses eran víctimas; el Imperio japonés no. Los muertos en Hiroshima y Nagasaki eran niños, mujeres y ancianos, porque la mayoría de los hombres habían sido reclutados para la guerra. La bomba atómica falló al conjugar, sin un examen delicado, ambas esferas. Sería válido preguntarse si había algún modo de escindirlas.

Para los críticos de la bomba atómica, existía un modo de separarlas. El uso de la bomba atómica también se remite a una táctica de guerra simple: presentar al enemigo el mayor poder destructivo. La disuasión. Sin embargo, el ataque fue directo y sin aviso. No fue una muestra, sino un acto riguroso. Aquellos que piden la revisión histórica del lanzamiento de la bomba atómica arguyen que, además de haber sido arrojada con argumentos de poco peso, Estados Unidos también hubiera podido lanzarla en una ciudad japonesa ya destruida, como Tokio, donde murieron 100.000 personas en una noche infinita de bombardeos, o en otra de las 67 ciudades sometidas al gobierno de la dinamita, donde murieron 300.000. Un emplazamiento desierto habría sido suficiente para desglosar el poder atómico.

Enseguida viene una pregunta esencial. Si bien la bomba que flageló Hiroshima podría justificarse en razones bélicas, ¿era necesario lanzar la segunda sobre Nagasaki? La consternación de la primera bomba, que cayó en Hiroshima el 6 de agosto de 1945, resultó insuficiente pese al testimonio evidente de su poder: en Hiroshima, John Hersey recuerda las sombras humanas estampadas en las paredes por el poder de la bomba, la destrucción general, los hombres que sangraban por los ojos. En las calles había gente quemada, su cuero cabelludo se quebraba como si fuera un trozo húmedo de papel. Hubo que lanzar una segunda bomba en Nagasaki, tres días después, bajo el argumento de que el emperador japonés dudaba sobre la rendición. Los aliados debían alentar ese paso.

Quizá la primera bomba se sostenga sobre los postulados morales que Harry Truman, el entonces presidente de Estados Unidos, y Winston Churchill, primer ministro del Reino Unido, arguyeron en cuanto fue lanzada. La segunda bomba, sin embargo, afianza a quienes piensan que el uso de la fuerza fue excesivo y que, si en principio no era claro que la bomba produciría la rendición japonesa, un segundo lanzamiento no era más que una reafirmación innecesaria de la fuerza aliada.

El historiador Gar Alperovitz, profesor invitado en las universidades de Harvard y Cambridge, escribió en The Nation: “Los más altos estamentos militares de Estados Unidos que pelearon la Segunda Guerra Mundial (…) tenían claro que la bomba atómica era innecesaria, que Japón estaba cerca de la rendición y que la destrucción de cientos de civiles era inmoral”. En su artículo, Alperovitz recuerda las palabras de Henry Arnold, entonces general de las Fuerzas Aéreas: “Los japoneses estaban desesperanzados incluso antes de que cayera la bomba porque habían perdido su espacio aéreo”. Dwight Eisenhower, general de cinco estrellas y comandante supremo de los Aliados, tenía una posición similar a Arnold: “Expresé mis recelos (de lanzar la bomba atómica) porque creía que Japón ya estaba derrotado y que arrojar la bomba era por completo innecesario. En segundo lugar, pensaba que nuestro país debía eludir el choque que produciría en la opinión pública una bomba cuyo uso, pensé, no era ya necesario para salvar las vidas de los estadounidenses”.

El argumento de que la bomba atómica serviría para la rendición de Japón es quizá uno de los más populares. Sin embargo, se basa en una presunción que es imposible de refutar hoy y era imposible de refutar en esa época, dado que nadie sabe qué consecuencias tendrá una estrategia política o militar. Ninguno de los mandos militares de aquel entonces tenía la certeza de que Japón caería de rodillas ante los aliados. El resultado final ayudó a que las causas fueran coherentes. Pero el estamento militar de los aliados jugaba la ficha del desastre: un ataque de este tipo, más que impulsar la derrota japonesa, pudo haber escalado la violencia, dado que ni Hiroshima ni Nagasaki eran centros militares de importancia mayor. Eran industrias militares, es cierto, pero allí no sucedía ni se sustentaba la guerra. No era un golpe militar.

Había rumores de que Japón avanzaba en la creación de armamento nuclear. El ejército estadounidense apenas recogía murmullos sobre el uranio que Japón le compró a Alemania, su aliado. Hoy se sabe que su progreso era lento; sin embargo, ¿el lanzamiento de la bomba atómica no hubiera sido capaz, acaso, de fomentar una guerra nuclear que habría producido, a su vez, millones de muertos? Había demasiadas variables: el número de muertos pudo sostenerse, parar o incrementarse, las hostilidades podían replicarse. Estados Unidos daría una muestra de potencia, de nervio, como aquel que vuelve añicos una mesa de madera, en medio de una camorra de bar, para avisar a su contrincante de su fuerza. Pero no fue un golpe estratégico o territorial: los museos de Estados Unidos que recuerdan la historia atómica apuntan que las bombas “tuvieron poco impacto en el ejército japonés”. Lanzó los dados y ganó.

Por Juan David Torres Duarte

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