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EE. UU., entre la guerra y la paz

El histórico encuentro del secretario de Estado, John Kerry, y los jefes de las Farc, para impulsar el proceso de paz en Cuba, representa el último capítulo de una larga cronología de hechos que Estados Unidos ha protagonizado en el conflicto.

Redacción Política
22 de marzo de 2016 - 02:44 a. m.

Cuando triunfó la Revolución cubana, en 1959, y Estados Unidos emprendió su política de bloqueo al gobierno de Fidel Castro, con el apoyo incondicional de la OEA, uno de los aliados fundamentales de Washington fue Colombia. El país rompió relaciones con Cuba y se volvió punta de lanza del programa Alianza para el Progreso, a través del cual, para encarar la amenaza comunista, Estados Unidos buscaba una nueva relación con América Latina. Años después, en Colombia, esta estrategia terminó asociada a los orígenes del conflicto armado que hoy se busca acabar.

En vez de los programas de educación o salud, o del modelo mismo planteado en la Alianza para el Progreso, con el apoyo militar de Estados Unidos se abrió paso finalmente el denominado Plan LASO (Latin American Security Operation), que a partir de 1962 se convirtió en el as para enfrentar a las “repúblicas independientes”, como el entonces congresista Álvaro Gómez Hurtado calificó a los grupos de resistencia comunista en diversas regiones de Colombia. En ese contexto se dio la Operación Marquetalia, que precipitó el nacimiento de las Farc, en 1964.

Como puede concluirse, antes de los orígenes mismos del conflicto armado entre el Estado y las Farc, de alguna manera estaba presente Estados Unidos. A ello se suma que, a partir de los años 70, la lucha antinarcóticos se convirtió en prioridad en la política exterior estadounidense, con lo cual Colombia siguió siendo un foco esencial en los intereses de Washington. Así llegaron los años 80, cuando el entonces embajador de Estados Unidos en Bogotá, Lewis Tambs, acuñó el término “narcoguerrilla”, para advertir de que la financiación de la guerra iba a pasar por el narcotráfico.

No obstante, en ese momento la prioridad de Estados Unidos y Colombia no era la insurgencia y sus cobros a productores de droga, sino la amenaza de los carteles de la droga. Fue la época de la guerra de Pablo Escobar, de los carros bombas de los Extraditables, y también de los Pepes, que sumaron fuerzas legales e ilegales para encarar la redada y el exterminio del jefe del cartel de Medellín y su ejército de sicarios. En esa época dolorosa para el país, las principales operaciones contra el narcotráfico pasaron por los radares de inteligencia de Estados Unidos.

Cuando promediaban los años 90, la sólida relación entre Estados Unidos y Colombia en aspectos de seguridad nacional entró en crisis. El escándalo del Proceso 8.000 y la narcofinanciación de la campaña política del presidente Ernesto Samper en 1994 generaron una tensa relación entre las dos naciones. El primer mandatario terminó sin visa y el país descertificado en su lucha antidrogas, pero, en medio de las presiones de Washington, el Congreso y el Gobierno se vieron forzados a revivir la extradición en 1997, entre otras medidas contra el narcotráfico.

Entonces llegó la era Pastrana y con ella el proceso de paz del Caguán, y en medio de un país en el que la guerrilla y el paramilitarismo ejercían dominio territorial y ya asediaban las ciudades, Estados Unidos entró a fortalecer las políticas del Gobierno en dos frentes esenciales: la negociación con las Farc, que en su primer momento convirtió la zona de distensión en destino de innumerables personalidades nacionales e internacionales, y la configuración del Plan Colombia, como una estrategia militar por si fracasaba la paz.

Fue este doble contexto el que permitió que, en diciembre de 1998, el subsecretario adjunto de Estado para Asuntos Andinos, Philip Chicola, autorizado por el Departamento de Estado de Estados Unidos, se reuniera en Costa Rica con el entonces canciller de las Farc, Raúl Reyes, y otros delegados de la organización insurgente. El hecho fue considerado fundamental como apoyo al proceso de paz, pero en marzo de 1999, tras el asesinato en Arauca de tres líderes indigenistas estadounidenses, el acercamiento se enfrió.

Poco a poco, Estados Unidos se distanció de los diálogos del Caguán y priorizó su participación en el Plan Colombia. La idea era fortalecer las Fuerzas Armadas y el plan de ayuda superó los US$800 millones. El Ejército también se involucró en la lucha antinarcóticos y, de paso, sus modernizados equipos quedaron adecuados para la lucha contrainsurgente. Eso explica por qué cuando Álvaro Uribe llegó al poder tenía unas Fuerzas Armadas con asesoría norteamericana dispuestas a cambiar el curso de la confrontación con las Farc.

Además, en 2001, luego del ataque a las Torres Gemelas en Nueva York, en el contexto del terrorismo como nuevo enemigo de Estados Unidos y su política exterior, las Farc fueron incluidas por Washington en la lista de organizaciones terroristas. Asimismo, el Departamento de Justicia aceleró sus peticiones de extradición de jefes insurgentes y líderes de las autodefensas. Era una época en que las Farc se sentían victoriosas y entre sus prisioneros incluyeron a tres contratistas estadounidenses secuestrados en 2003.

Al año siguiente, en Ecuador, fue capturado el jefe guerrillero Ricardo Palmera, alias Simón Trinidad. El 30 diciembre de 2004 fue extraditado a Estados Unidos. Cuatro meses después, el Tribunal del Distrito de Columbia acusó formalmente a 50 de los principales mandos superiores y medios de las Farc, señalándolos de ser los responsables del 70% de la coca cultivada en Colombia. A la ofensiva de las Fuerzas Armadas contra esa guerrilla, con participación estadounidense en cruciales operaciones, como Fénix y Jaque, se sumó la presión de la justicia norteamericana contra sus comandantes.

Pero como la política es cambiante, llegó el gobierno Santos, se abrió paso el proceso de La Habana y, consecuentemente con las realidades en Colombia, el gobierno de Estados Unidos entró a apoyar la iniciativa. Primero, 62 congresistas anunciaron su respaldo. Después fue la propia Casa Blanca en el mismo sentido. A comienzos de 2013, el secretario de Estado, John Kerry, reconoció públicamente el interés de su nación por contribuir al proceso de negociación. Días después fue nombrado el diplomático Bernard Aronson como enviado especial de Estados Unidos en el proceso de paz en Cuba.

El pasado 5 de febrero, en desarrollo de una visita del presidente Santos a Washington, ambos gobiernos sacaron a relucir su nueva estrategia después de 15 años del Plan Colombia: Paz Colombia. Una estrategia por ahora estimada en más de US$400 millones para que Estados Unidos se vincule a la paz a través de programas en seguridad, reintegración de la guerrilla, expansión del Estado, acceso a la justicia y atención a las víctimas. Es claro que, además de lo social, también hay intereses económicos, políticos y obviamente militares.

En el desarrollo de este contexto y esta historia se produjo el encuentro entre el secretario de Estado de Estados Unidos, John Kerry, y los jefes de las Farc. Aunque el gesto del canciller estadounidense también incluyó, en reunión separada, a la delegación del gobierno colombiano, por tratarse de la primera vez que un funcionario estadounidense de su nivel político se reúne con la guerrilla, se concretó un diálogo histórico. Se sabe que la posición de Washington es más que un formal impulso al proceso de paz para que no se siga dilatando.

Sin embargo, también es claro que, a pesar del hermetismo en torno al encuentro, hay temas comunes entre Estados Unidos y las Farc que con seguridad salieron a relucir. La situación judicial de Simón Trinidad, por ahora sin mucho interés por parte del gobierno de EE. UU. para abogar en esta causa, la solicitud de exclusión de la organización del listado de movimientos terroristas, la insistencia de Washington en que haya “justicia significativa” para castigar abusos de derechos humanos, y lo que afirman los jefes guerrilleros: que así como Estados Unidos fue crucial para la guerra, ahora sea determinante para la paz.

Por Redacción Política

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