El consenso de La Habana

El postulado es que las naciones de la región pueden coexistir con un gobierno violador de los derechos humanos como el régimen venezolano.

Ibsen Martínez
04 de marzo de 2014 - 11:34 p. m.
La oposición sigue llamando a marchas y manifestaciones.  / AFP
La oposición sigue llamando a marchas y manifestaciones. / AFP
Foto: EFE - MIGUEL GUTIERREZ

Durante los años noventa cristalizó en el mundo de los organismos multinacionales el llamado Consenso de Washington: un decálogo de recomendaciones a los países en aprietos económicos que condicionaban el auxilio financiero del FMI, los aportes del Banco Mundial y las provisiones de la Secretaría del Tesoro de los Estados Unidos.

Dichas recomendaciones, que los detractores del sistema financiero multilateral dieron en llamar “recetas del Fondo” (monetario), era un conjunto de políticas económicas configurador de un “paquete” estándar de reformas específicas para los países en apuros. Se atribuye esa locución a un economista inglés, John Williamson, quien acuñó el término en 1989, seguramente sin imaginar que, muy pronto, sus tecnocráticas palabras cobrarían en todo el planeta un segundo sentido, más político; un sentido más abiertamente peyorativo, contestatario y denunciador de toda orientación gubernamental encaminada a promover una economía de mercado.

Denunciar el Consenso de Washington se convirtió en el santo y seña de quienes adversaron (y aún adversan) una bestia negra bautizada como neoliberalismo. Y a quienes propugnasen dichas reformas (disciplina fiscal, flexibilización del mercado laboral, eliminación de barreras proteccionistas, suspensión del financiamiento monetario de los déficits, autonomía de los bancos centrales, etcétera) se les tuvo por fundamentalistas del mercado.

Si tengo tan presente todo esto del Consenso de Washington es porque en el trecho de historia política venezolana que fue de 1989 a, digamos, 1992, en más de una ocasión escribí, con toda la sañuda sorna de era capaz, en contra de quienes, en nuestro país, adelantaron, si bien a trancas y barrancas, esas reformas.

Fueron, sin duda, tiempos paradójicos, como ha sido todo tiempo en nuestra América. Una paradoja, y no la menor, consistió en que fuesen precisamente líderes históricos de los populismos colectivistas de centro izquierda, los partidos nacionalistas y estatistas de más abolengo en el continente quienes acometieron, con resultados disímiles, las reformas implícitas en el consenso de Washington.

Víctor Paz Estenssoro, por ejemplo, fundador del boliviano Movimiento Nacionalista Revolucionario, quien fuera cuatro veces presidente de aquel país y artífice de la nacionalización de toda su minería en los años cincuenta del siglo pasado, hizo suyo en 1985 el programa neoliberal contra el cual había hecho feroz campaña y lo echó adelante, aun al costo de despedir a más de 35.000 mineros de la estatal del estaño. Pero la adopción de las recetas propugnadas por Milton Friedman logró abatir la hiperinflación más descomunal registrada desde los tiempos de la Alemania de los años veinte e hizo de la boliviana una economía todavía hoy muy saludable.

Fue quizá siguiendo el ejemplo de Paz Estenssoro que el otrora populista Carlos Andrés Pérez ensayó, en su segundo gobierno, seguir su ejemplo con los resultados que conocemos. No fueron ellos dos los únicos políticos latinoamericanos de raigambre populista que abrazaron, cada quien a su modo, el Consenso de Washington: el proteico y camaleónico peronismo argentino nos dio nada menos que al más arrebolado de los neoliberales suramericanos: Carlos Saúl Menem.

La otra paradoja, que da pretexto a esta bagatela, tiene que ver con el advenimiento de la democracia a escala continental que, se acepte o no, era un inexcusable requisito, implícito en el Consenso de Washington. Es un hecho que en la década de los noventa , ¡pronto hará un cuarto de siglo!, la democracia logró afianzarse hasta el punto de que, con excepción de Chile y Cuba, todo el continente vivía en democracias, con seguridad imperfectas, pero debatiblemente funcionales.

Sin embargo, con enigmática regularidad, cada toma de posesión pacífica de un presidente elegido en libres comicios tenía invariablemente un invitado de honor, una vedette que movilizaba la simpatía de los medios y de la opinión pública: el dictador cubano Fidel Castro.

La “coronación” de Carlos Andrés Pérez, en 1989, tuvo como atracción especial al hombre que cinco meses más tarde fusilaría, luego de un juicio amañado, al general Arnaldo Ochoa. Tengo para mí que la presencia de Fidel Castro en las ceremonias de toma de posesión democráticas de los años noventa tiene un recóndito sentido ritual para la resentida tribu latinoamericana, ante el indiscutible éxito de los Estados Unidos como sociedad y como nación. El respeto y la unción reverencial que la Cuba de los Castro suscita en el ánimo de tantos gobernantes latinoamericanos es un síntoma de que la politología, por sí sola, no sabe ni podría explicar.

Es un tópico del antinorteamericanismo de nuestro continente, desde los tiempos de José Enrique Rodó y Rubén Darío, hasta los de Rubén Blades, señalar las innúmeras intervenciones militares y el innegable apoyo que Washington dio a golpes derechistas durante todo el siglo XX en nuestro continente. Pero, bien visto esto de la injerencia en asuntos ajenos, sólo la Cuba de los Castro compite con los Estados Unidos en descarado intervencionismo. Desde las guerrillas guevaristas de los años sesenta, pasando por las guerras de Centroamérica, hasta el “protectorado” que hoy padece Venezuela.

La cumbre de la Celac (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños), sostenida en La Habana a fines de enero pasado, reunió a 29 de los 33 mandatarios de la región. Tan sólo el presidente de Panamá rehusó la invitación, indignado por el apresamiento de un buque norcoreano que intentó pasar armamento cubano de contrabando por el canal panameño.

Cito un fragmento del despacho publicado por el diario español El País: “El gobierno de Raúl Castro no recibió críticas directas de ninguno de los asistentes a la cumbre por el asunto de los derechos humanos en la isla, tal y como sucedió por ejemplo en 1999, cuando los reproches del presidente mexicano Ernesto Zedillo por la situación de las libertades en la isla terminaron por congelar la especial relación de su país con Cuba”. Añado solamente que, en la declaración final de la cumbre, los mandatarios vecinos obviaron con cruel desparpajo el tema de las libertades a cuya defensa los obliga la Carta Democrática de la OEA.

El consenso de La Habana postula que las naciones de la región pueden coexistir con un gobierno sistemáticamente violador de los derechos humanos como, con largas pruebas, lo es el actual régimen venezolano. En la hora presente sobra todo llamado del tipo “¡no nos dejen solos!”. Nada debemos esperar los venezolanos de los mandatarios de la región; todo ha de depender de nosotros mismos.

Por Ibsen Martínez

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