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El dilema del emperador Xi

El rector de la Universidad de Oxford, quien fuera gobernador británico de Hong Kong y comisionado de la Unión Europea para asuntos externos, analiza el futuro inmediato del gigante asiático.

Chris Patten
14 de enero de 2015 - 02:29 a. m.
El presidente chino, Xi Jinping, es lo que en su país llaman un “principito”, hijo de un héroe militar y líder del Partido. Aquí con su colega de Venezuela, Nicolás Maduro, la semana pasada.  / AFP
El presidente chino, Xi Jinping, es lo que en su país llaman un “principito”, hijo de un héroe militar y líder del Partido. Aquí con su colega de Venezuela, Nicolás Maduro, la semana pasada. / AFP
Foto: AFP - ANDY WONG

Una vez conversé con una académica china cuyos padres huyeron de China en la década de 1930, horrorizados por la codicia y la corrupción que asolaban el país antes de la revolución comunista. Después de 1949, los dos dejaron cómodos puestos de trabajo en universidades californianas y regresaron para ayudar a construir una nueva China.

El padre de mi interlocutora padeció las campañas antiderechistas de los cincuenta y la Revolución cultural de los sesenta y setenta; murió destruido después de una condena a prisión. Pero la madre nunca perdió la fe en el liderazgo del Partido Comunista de China (PCC). Consideró que los sufrimientos de su esposo habían sido un precio personal a cambio de un bien mayor.

Pero el avance de la corrupción le amargó los últimos años. Murió convencida de que ella y su marido habían sacrificado sus vidas para nada. La ponzoña inmoral de los años treinta había vuelto a China.

Para finales de 2014, la lucha contra la corrupción había consumido (y con razón) buena parte de la energía y la atención del presidente chino, Xi Jinping. Transparency International, un organismo dedicado a vigilar la corrupción en todo el mundo, sitúa a China como el 80º país más corrupto del mundo, entre Grecia y Túnez. Con cada nuevo caso que se conoce de funcionarios públicos que exhiben relojes Rolex, andan en Maserati y saben mucho de paraísos fiscales en el extranjero, crece la desconfianza del pueblo chino hacia el PCC.

¿Tendrá el líder más poderoso que hubo en China en toda una generación peso suficiente para detener la corrupción?

Tras la muerte de Mao Zedong, su sucesor, Deng Xiaoping, decidió que la concentración de poder en una sola persona era demasiado peligrosa para China, porque la exponía a los caprichos de una tiranía. De modo que desde que Deng se retiró, en 1992, y hasta la designación de Xi en el puesto más importante del país, hace dos años, el liderazgo de China ha sido colectivo y consensuado. Los presidentes Jiang Zemin y Hu Jintao fueron menos emperadores que primi inter pares.

Pero ahora el péndulo volvió a oscilar hacia un estilo de liderazgo “imperial”, después de que una percepción creciente de inercia en la cima del partido hiciera temer a muchos que se estuvieran evadiendo decisiones importantes, sobre todo las referidas a las reformas económicas. En poco tiempo desde que asumió el cargo, Xi se adueñó de los principales resortes del poder y empujó a segundo plano a su ineficaz primer ministro, Li Keqiang.

Además, el arresto de Bo Xilai, un funcionario de primer nivel sospechoso de tramar una toma del poder, espantó a muchos miembros del PCC. Y es probable que estén todavía más asustados tras el arresto de Zhou Yongkang, quien fue por mucho tiempo jefe de las fuerzas de seguridad chinas y es el miembro de más alto rango del politburó detenido hasta ahora.

El éxito de la campaña de Xi contra la corrupción es crucial para el futuro de China. Es el único modo de asegurar que el mérito valga más que el favoritismo y así poner fin al colosal derroche de recursos del país. Cuando el otorgamiento de crédito está politizado, las prioridades de inversión se distorsionan rápidamente. El soborno y la venta de empleos agravan la situación.

Xi es lo que en China llaman un “principito”, hijo de un héroe militar y líder del Partido. Se conduce con la confianza en sí mismo de un aristócrata. Pero hasta él tuvo que obedecer la primera regla del juego: no dar nombres de corruptos hasta que el Partido decida quiénes son.

Digamos que es un combate a la corrupción con características chinas: lo más sencillo (aunque políticamente arriesgado) hubiera sido exigir que los funcionarios públicos declarasen sus fuentes de ingreso. En cambio, el Gobierno arrestó a los activistas que pedían que hiciera precisamente eso.

Cuando Bloomberg y el New York Times expusieron los chanchullos en que andaban metidas las familias de algunos altos funcionarios (incluido Xi), los dos medios fueron blanco de un intenso ataque oficial y se vieron obligados a limitar su cobertura en China de un día para el otro. Algunos sospechan que una de las razones por las que Xi designó al exvicepremier Wang Qishan para liderar la lucha contra la corrupción es que él y su esposa no tienen hijos: su misión no se verá obstaculizada por una prole codiciosa.

Es evidente que Xi no pretende cambiar la cultura política de China, aunque esta es contraria a la tarea que se propuso. La transparencia, el pluralismo, el Estado de derecho, la libertad de prensa y la rendición de cuentas democrática son las mejores garantías de honestidad en la vida pública, y el camino más seguro hacia la clase de reformas económicas que busca Xi.

China no cesa de promover el éxito de su modelo de desarrollo, mezcla de mercado con mandarinato, pero cuando su economía se desacelere en 2015 es probable que el líder imperial descubra que realmente hay un vínculo entre el grado de apertura de una sociedad y la sostenibilidad de sus triunfos económicos.

 

 

 

*Especial para El Espectador, Londres

* Traducción: Esteban FlaminiCopyright: Project Syndicate, 2014.

Por Chris Patten

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