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El drama de los colombianos deportados desde Venezuela

El Espectador estuvo en la frontera colombo-venezolana para constatar el trato, en muchos casos degradante, que reciben los connacionales deportados desde ese país.

Daniel Salgar Antolínez
12 de mayo de 2015 - 02:32 a. m.
Wilson Castro tuvo que andar en su silla de ruedas desde San Cristóbal hasta Cúcuta, después de que un guardia venezolano le quitara el dinero y algunas de sus pertenencias. / Óscar Pérez
Wilson Castro tuvo que andar en su silla de ruedas desde San Cristóbal hasta Cúcuta, después de que un guardia venezolano le quitara el dinero y algunas de sus pertenencias. / Óscar Pérez
Foto: Oscar Alberto Perez Lopez

Desde el año pasado, las cifras de deportados colombianos desde Venezuela han llegado a niveles que no se veían desde los años 80 y 90. “Eso era cuando Venezuela era un paraíso para los colombianos y había un superávit de indocumentados allá”, dice el italiano Francesco Bortignon, el padre que dirige desde 1996 el Centro de Migraciones, que se ha convertido en el principal lugar de acogida de deportados en la frontera colombo-venezolana en Norte de Santander. Las cifras oficiales indican que desde enero hasta el 6 de mayo de 2015 hubo 2.276 colombianos deportados, 89 expulsados y 48 repatriados (éstos son menores de edad que acompañan a sus padres sujetos a deportación): un total de 2.413 connacionales que han vuelto al país desde Venezuela. De esos, por lo menos 1.350 han llegado a este albergue de los misioneros scalabrinianos.
 
La deportación, entonces, no es nueva y ha tenido altos y bajos históricamente. El problema no es que Venezuela deporte sistemáticamente a colombianos y de hecho las autoridades de ese país tienen el derecho a hacerlo con las personas que no tengan la documentación necesaria para estar en su territorio. Lo problemático es la manera en que se hace. Hay evidencias de tratos inhumanos, crueles y degradantes por parte de las autoridades y varias irregularidades en los procesos de deportación. Se han registrado limitaciones en la alimentación y acceso al agua potable, abuso de menores de edad, restricción a las comunicaciones, entre otros.
 

La salida “voluntaria” de Wilson

 
Wilson Castro vivió hasta 2008 en el pueblo El Capricho, Guaviare. “Allá un día llegó la guerrilla, nos metieron en un camión como marranos y nos sacaron”. Wilson llegó a Bogotá el 4 de abril de ese año y declaró como víctima, por lo que recibe una ayuda económica trimestral —aunque a veces pasa más de un año sin que obtenga el dinero— y la educación de sus tres hijas. Wilson tiene 39 años y es artesano, fabrica y vende bisutería para buscar más ingresos. Anda en silla de ruedas, porque hace 22 años cayó de un caballo y tuvo una lesión medular.
Junto con su amigo y colega Nilson Duarte, un joven de 28 años también discapacitado desde que lo atropelló una volqueta y le partió la columna hace 18 años, han ido varias veces a Venezuela a comprar insumos y a vender su mercancía: “Es más barato. Un carrete de nylon aquí en Colombia puede costar $8.000 (tres bolívares, $36 aproximadamente). Allá compramos, fabricamos, vendemos y nos devolvemos por diferentes ciudades de Colombia también vendiendo”. En esos viajes al país vecino, Wilson y Nilson entraron a través de Arauca sin sellar su pasaporte, se quedaron por lo menos un mes allá y no tuvieron problemas ni para entrar ni para salir.
 
Pero la última vez no fue así. La noche del pasado 22 de abril Wilson y Nilson ya llevaban casi un mes en San Cristóbal, estaban vendiendo sus productos a dos cuadras de la terminal. Planeaban emprender el retorno a Bogotá a primera hora del día siguiente. De repente, oficiales de la Guardia Nacional Bolivariana llegaron a pedir papeles. “A un grupo de por lo menos ocho colombianos los echaron en un camión, arrastrados y a empujones. Entre ellos había mujeres y niños. A mí y a Nilson se nos acercó un guardia de boina roja y nos quitó el dinero que teníamos en pesos colombianos y en bolívares venezolanos y nuestro material de trabajo. Me quitaron unas 20 sondas que utilizo para orinar. Decían que era contrabando, aunque les expliqué que las había comprado en Colombia y las necesitaba para uso propio, como discapacitado. No nos dejaron ni para el pasaje. Lo curioso es que no nos deportaron. El guardia simplemente nos dijo: “Aquí no se pueden quedar” y se fue.
 
Según la ley, el oficial venezolano debió haber deportado a Wilson y a Nilson. Debió trasladarlos a la frontera y entregarlos a las autoridades migratorias colombianas. Lo que hizo, sin embargo, fue tomar sus pertenencias y abandonarlos, dejando a ambos discapacitados en una situación de extrema vulnerabilidad.
 
Con unas monedas en los bolsillos e intimidados por la Guardia Nacional Bolivariana, Wilson y Nilson contemplaban dos opciones: aguantar hambre en Venezuela o andar en sus sillas de ruedas hasta la frontera con Colombia, en un trayecto que toma alrededor de hora y media en carro. Optaron por la segunda y hacia las 11:00 p.m. empezaron a rodar por la carretera que va de San Cristóbal a San Antonio, hasta cruzar el puente Simón Bolívar y llegar a Cúcuta a las 10:00 a.m. del día siguiente. Durante el trayecto fueron alumbrando con una linterna y corriendo un enorme riesgo de ser atropellados.
 
“Lo más cruel fue al principio. A la salida de San Cristóbal hay una subida muy empinada de unos ocho kilómetros. En los últimos dos o tres kilómetros ya no dábamos más. En cada brazada sentía que avanzaba un metro y retrocedía dos. Cuando llegamos, nos sentíamos humillados, con la moral muy baja”, recuerda Wilson.
En territorio colombiano Wilson y Nilson interpusieron una queja ante la Defensoría del Pueblo y algunas personas les dieron dinero para comprar un almuerzo y el pasaje de vuelta a Bogotá. Wilson llegó enfermo, débil, con fiebre y escalofríos. Estuvo hospitalizado y hasta el fin de semana pudo volver a su casa. Todavía se siente agotado. 
 

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El de Wilson es uno entre muchos testimonios que dan cuenta del maltrato por parte de las autoridades de Venezuela contra colombianos. Existen otros casos extremos, como el de violación sexual de una menor, el de un joven operado de la columna que fue golpeado y tuvo que ser remitido a un hospital, y organizaciones del Gobierno y civiles han documentado también casos de discriminación contra afrocolombianos. Además del maltrato, se ha registrado una larga serie de equivocaciones en el proceso de deportación.
 
En el Centro de Migraciones, en Cúcuta, el padre Franesco Bortingnon describe la razón de tantas equivocaciones en la deportación: “Es porque los tratan como mercancía. Los reclutan en las tiendas, en los buses o camino al trabajo. Echan a la gente en un camión como si fuera mercancía, sin mirar la situación de cada uno. Si la persona está bien, es secundario”. 
 
Por estos días al albergue no llegan sólo colombianos que no tienen los papeles requeridos para estar en Venezuela, sino colombianos que tienen sus papeles en regla y no fueron escuchados, o colombo-venezolanos que tienen doble registro de nacimiento, o personas que no están registradas ni aquí ni allá. El Centro incluso ha recibido a por lo menos 4 colombianos que son solicitantes de refugio en Venezuela y que no deberían ser deportados según el principio de no devolución consagrado en el derecho internacional. Estos casos son graves porque la devolución a Colombia de cualquier individuo que esté solicitando protección internacional en Venezuela, como consecuencia del conflicto armado en Colombia, pone en riesgo la vida de ese individuo o familia. Además, al albergue han llegado incluso dos venezolanos deportados por error.
 
El pasado sábado, El Espectador visitó a un grupo de deportados colombianos recién llegados desde Caracas. La mayoría estaban en el país sin los documentos en regla, pero no todos. Abel Antonio Gutiérrez, un hombre originario de Sitio Nuevo, Magdalena, se agarraba la cabeza y mostraba su pasaporte: “Mire, entré legal el 12 de marzo, con el sello que le permite a uno estar allí durante 90 días. Así he entrado y salido durante años. Ahora el jefe del Saime (Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería) me dijo que eso no importaba. Me detuvieron y no me dejaron ni hablar. Los de la Guardia nos insultaron, nos dijeron que los colombianos llegamos a robar y a acabar con la comida de los venezolanos. Nos trajeron hasta la frontera en un bus, custodiados como si fuéramos delincuentes. Lo más bravo es que lo deporten a uno estando legal”.
 
Entre los deportados, esperando el bus para ir a Maicao, también estaba Marlene Ayola, una cartagenera que llevaba 36 años viviendo en Venezuela. Trabajaba como empleada doméstica y había adoptado a un joven venezolano que ahora tiene 15 años.
 
“Hasta donde entendía, yo soy venezolana”, dice. Cuando Hugo Chávez entregó cédulas a los colombianos residentes en Venezuela, Marlene fue una de las beneficiarias de la cédula amarilla. Sin embargo, su documento se venció el año pasado y no lo renovó. A Marlene la detuvieron en un retén en la capital venezolana cuando iba camino a su trabajo. “Mostré mi cédula al guardia y me la quitó y nunca me la devolvió. Me dijo que eso no sirve, que yo no soy venezolana, que me tenía que ir. Nos tuvieron casi sin comer hasta que nos trajeron a la frontera. No nos dejaron ir ni al baño. Les dije que necesito medicinas, porque soy hipertensa y tengo tres quistes en los riñones, pero no me escucharon. No me dejaron si no lo que llevaba puesto. ¿Sabe qué es lo peor? Que el problema no soy yo, lo que más me preocupa es mi hijo, no tengo quién lo atienda”.
 
En la sala donde estaba Abel Antonio y Marlene había alrededor de 35 deportados originarios de Arauca, Sucre, La Guajira, Norte de Santander, Cauca, entre otros departamentos del país. Esta escena tan plural se repite y se está incrementando a este lado de la frontera.
 
La creciente cantidad de deportados pone a prueba la capacidad estatal para recibirlos y enrutarlos según sus necesidades. Unos son desplazados por la violencia y volver a sus tierras representa un riesgo, por eso algunos buscarán migrar a un tercer país; otros quieren rehacer su vida mediante un proyecto productivo en algún pueblo remoto, estudiar y capacitarse para el trabajo. Hay menores no acompañados que necesitan reunificarse con sus familias. Hay víctimas no declaradas del conflicto armado en Colombia, que desconocen sus derechos en el país por el número de años que llevan viviendo en Venezuela. Otros simplemente no tienen a dónde ir y están en la extrema pobreza. Todos necesitan conocer sus derechos y tener un acompañamiento psicológico y jurídico que resulta limitado en la actualidad.
 
La Cancillería colombiana y Migración Colombia han hecho esfuerzos para recibir a cada colombiano y enrutarlo según sus necesidades. Cuando llega un connacional, los funcionarios de Cancillería le hacen una entrevista y se activa la red de atención al migrante, conformada por 20 entidades. La Cancillería también financia algunos días de alojamiento y alimentación en el Centro de Migraciones. Durante este año ha dado ayuda humanitaria a 1.644 colombianos que la han aceptado y para ello ha invertido $286 millones. Además, la canciller colombiana ha ido personalmente a la frontera a pedir a las autoridades venezolanas un trato digno a los colombianos deportados. 
 
La articulación institucional que el problema requiere va más allá de los que pueda hacer la Cancillería o Migración Colombia. Se trata más bien de la necesidad de diseñar una política nacional en materia migratoria para abarcar a la cantidad colombianos que llegan y tienen que rehacer sus vidas. Esa cantidad  puede ser mayor a la estimada oficialmente, teniendo en cuenta que hay aproximadamente más de 100 trochas por donde se puede cruzar la frontera en Norte de Santander —que es una de las más extensas de América Latina, con 2.200 kilómetros— y que no hay un registro concreto del tránsito en esos pasos ilegales, porque en general están controlados por actores armados no estatales y la presencia del estado colombiano en esas zonas no es permanente.

Por Daniel Salgar Antolínez

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