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El efecto Obama: una estrategia fríamente calculada

El presidente estadounidense ha sido capaz, al mismo tiempo, de alentar una inmensa reforma a la salud y de rapear frente a la Casa Blanca. Su imagen tiene el aura de una figura pop.

Juan David Torres Duarte
24 de mayo de 2016 - 08:29 p. m.
Barack Obama en su llegada a Ho Chi Minh, la ciudad más grande de Vietnam. / EFE
Barack Obama en su llegada a Ho Chi Minh, la ciudad más grande de Vietnam. / EFE

Barack Obama en un partido de béisbol con Raúl Castro. Barack Obama, junto a su esposa, en el jardín de la Casa Blanca leyendo a los niños. Barack Obama en Hánoi (Vietnam), comiendo en un local barato en compañía de Anthony Bourdain. Barack Obama en su oficina con un niño moreno que acaricia su cabeza, sorprendido de que el presidente tenga la misma calidad de cabello que él. Barack Obama bromeando con perspicacia ante los periodistas en su tradicional cena anual. Barack Obama, el presidente del encanto.

Todas esas postales son producto de su gracia natural y, al mismo tiempo, un esfuerzo reiterado y pensado por alentar la opinión pública a su favor. Cada uno de esos actos, publicitados para retratar la humanidad del presidente, tiene en el fondo un objetivo simbólico y otro práctico: por un lado, tejer una historia con gestos en apariencia simbólicos (como ser el primer presidente en visitar Hiroshima después de que EE.UU. lanzó una bomba atómica sobre la ciudad), y por otro, fomentar proyectos que requieren de la aprobación popular.

Cuba es quizá el caso más diciente. Después de más de 50 años de embargo y de relaciones rotas, Obama decidió reabrir el camino diplomático con la isla, visitó La Habana, dio un discurso público y estrechó la mano de Raúl Castro. Su encanto popular fue tal que Fidel Castro, que no aparecía hacía meses, tuvo que salir en público a reafirmar los valores socialistas de Cuba. Obama tiene ese poder: acaricia las palabras y las maneras mientras es consciente de que aquello que está haciendo no lo ha hecho nadie más.

En La Habana asistió a un partido de béisbol. Se sentó al lado de Raúl Castro y dialogaron. No era una cita diplomática, en absoluto: era el reencuentro de dos viejos amigos que, tras una extensa pelea, prefieren dirimir sus conflictos de la manera en que lo haría un hombre cualquiera. Las fotos sobre sus diálogos diplomáticos fueron las menos extendidas. En cambio, su fotografía en el estadio cayó en buena hora a los medios: daba la buena impresión de que todo había acabado, de que, pese a que el embargo continúa en pie, los amigos se han sabido perdonar. Era un golpe de opinión certero.

Detrás estaba, sin embargo, la fustigación innegable del embargo, la apropiación de Guantánamo, la antiquísima Guerra Fría. La actitud de Obama, delicada y morigerada, actuaba en contra de los republicanos estadounidenses y cubanos que proclamaban el encierro de la isla. Contrario a Bush, la pelea de diplomacia exterior de Obama ha tenido un tono de caricia que termina en golpe, pero el golpe es suave, atenuado por su actitud fina aunque firme.

Tanto así sucederá este miércoles en Hiroshima. Allí estarán, en las fotografías, el primer ministro Shinzo Abe y su contraparte estadounidense, tomados de la mano, sonriendo. Obama podría haber deshecho su viaje a Japón sin mayores remordimientos. Pero eligió hacerlo justo meses después de que se firmara un tratado nuclear con Irán, que por cuarenta años ha considerado a Estados Unidos como el gran Satán. No es sólo un gesto simbólico: es una reafirmación de principios. Visita Hiroshima, donde comenzó la era nuclear, con el recuerdo próximo de que ha logrado terminar (o al menos controlar) la producción de bombas nucleares en un país enemigo.

Así se ha acercado a la comunidad foránea: con actos que parecen inocentes. En 2009, otorgó una entrevista al canal Al Arabiya para acercarse a sus socios del Golfo Pérsico. Tiempo después, dio un mensaje de Año Nuevo al gobierno y al pueblo de Irán (un antecedente pasivo, pero riguroso, del acercamiento posterior). Dio un discurso en Ankara, cuna del mundo musulmán. Fue el primer presidente estadounidense en visitar Kenia, la tierra de su padre. Es uno de los tres presidentes de Estados Unidos que ha ganado un Grammy. Protagonizó con el músico puertorriqueño Lin-Manuel Miranda una sesión libre de rap en frente de la Casa Blanca.

Bush jamás habría hecho eso, ni hubiera tenido la personalidad necesaria para lograrlo. Lo suyo era la guerra. El mensaje de Obama es distinto: es un presidente variopinto, serio y rígido en los momentos fuertes, ligero en otros. Ninguno de los dos adjetivos son calificativos, sino descriptivos. Su actuación en Medio Oriente se ha atenuado hasta el punto de que no se ha atrevido a enviar grandes volúmenes de tropas a Irak o a Siria. Su figura es en parte el resultado de que la política se convierta en ocasiones en farándula. Una transformación que produce titulares como este, publicado en Buzz Feed: “Las caras de la familia Obama mientras lee a los niños son increíbles”.

Todas esas pequeñas ejecuciones, casi caseras, podrían ser consideradas ingenuas o meramente publicitarias, pero apuntan a conceptos esenciales, incluso sensibles. No hay que olvidar que Obama es el primer presidente negro en un país pleno de conflictos raciales. Tampoco hay que olvidar que el matrimonio homosexual se aprobó bajo su gobierno. Cuando se lanzó a la presidencia, calificó como “ridícula” la estrategia de no hablarles a los países que iban en contravía a los postulados de la política estadounidense. Empleó entonces la estrategia contraria: habló con Cuba, habló con Irán. Los que lo calificaron de ingenuo por esas declaraciones tuvieron que retraer su acusación cuando vieron su actitud frente a Corea del Norte o Rusia.

Por definición, la actitud de un presidente no es espontánea: sus gestos están predispuestos, su efecto es estudiado. Sin embargo, Obama formula una nueva doctrina: aunque planeados, sus actos públicos resultan sueltos, empapados de cierta libertad. Es más cercano a los ciudadanos. Es más popular, en el mismo sentido en que una estrella de pop puede ser popular. Ha convertido a la política, al mismo tiempo, en una industria del entretenimiento y en una fábrica de obstáculos. Mientras se divierte, sus proyectos de salud son trabados por autoridades estatales y políticas, sus decretos sobre armas son evadidos. En cierto sentido, su aligerada apariencia pública está en las antípodas de su realidad política más próxima.

Sus gestos, en todo caso, no apuntan a ninguna suerte de plan maquiavélico para convertirse en el presidente más atractivo. Obama es quizás el presidente que más se ha preocupado por los pequeños gestos. Tal vez entendió, desde el primer momento de su presidencia, que su propia figura era ya en sí misma bastante singular. Sólo supo aprovecharlo. No es que carezca de armas: es que sabe dosificarlas.
 

Por Juan David Torres Duarte

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