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El escape de Corea del Norte

Jake, un refugiado norcoreano en Canadá, compartió con El Espectador la historia de su salida hacia China, cuando huyó del hambre y para reencontrarse con su madre.

Diego Alarcón Rozo
10 de abril de 2013 - 12:06 a. m.
Miles de personas concentradas en la plaza Kim Il-sung, de Pionyang, rinden homenaje al fallecido  líder Kim Jong-il. / EFE
Miles de personas concentradas en la plaza Kim Il-sung, de Pionyang, rinden homenaje al fallecido líder Kim Jong-il. / EFE

A los 21 años de edad, Jake tiene historias suficientes para escribir un libro. Quizá algún día lo haga, para contar la “verdadera situación” de Corea del Norte. Quizá lo haga en inglés, cuando termine de estudiar la lengua. Entonces en su país, si es que alguna vez llegan allá esas historias, dirán que fueron escritas por el enemigo. En inglés, el lenguaje del diablo. Si se lo dicen, él pensará que lo más cerca que ha estado del infierno es en su país de origen.

Jake aprende inglés todos los días en Toronto, Canadá. Lo hace desde mayo de 2011 y los recuerdos de su adolescencia todavía lo visitan a menudo. De la niñez guarda pocos. Sólo se acuerda de que el hambre se había instalado en su pueblo durante esos años de la “Gran Hambruna”, como él la llama. Niños muriendo de inanición. Es como si su cabeza se resistiera a guardar detalles. Es difícil describir el sentido de su viaje. No es posible decir con certeza si mayo de 2011 fue el momento que marcó su llegada a Canadá o el momento en el que terminó felizmente su escape de Corea del Norte.

Jake se crió muy cerca de la frontera con China, cerca a Rusia también. Sus padres trabajaban en una fábrica, llevando una vida sencilla de familia, hasta que su madre decidió probar suerte por fuera del país, agobiada por la realidad, y cruzó la frontera hacia China. Los planes fueron ideales en un principio: ella abriría el camino, establecería contactos y conseguiría el dinero para traer a su familia. El primero en seguirla sería su esposo y los dos juntos trabajarían para sacar a sus dos hijos, Jake y su hermana menor. Los primeros pasos del plan los siguieron al pie de la letra, pero una falla inmensa cambió la historia: el padre fue atrapado en China y enviado de regreso a Corea del Norte. No podía ir a un lugar diferente que a la cárcel. El intento de abandonar el país sin permiso es un acto de traición a la patria.

Vinieron los días de pobreza para Jake y su hermana. Sin padres, intentaban sobrevivir con los granos que de vez en cuando encontraban para comer. Ahora, desde Toronto, escribiendo las respuestas a las preguntas, no sin antes excusarse por su mal inglés (una mentira), Jake cuenta que alguna vez un granjero lo golpeó por dos horas tras su intento fallido de robarle un par de papas. ¿A dónde estaba yendo Jake? ¿Qué sería de su vida y de la de su hermana? No podía responder a sus propias preguntas. ¿Cuándo vendrá el Ejército a buscarme? Al menos las tropas tienen comida.

La historia comenzó a cambiar. Del otro lado de la frontera, la madre continuaba trabajando para cumplir con lo trazado. Pagó a los guardias fronterizos para que dejaran salir a sus hijos hacia el río Tumen. “De otro modo, nos habrían disparado. Es la regla”, comenta Jake al rememorar su viaje. Fue gracias al dinero y a su insuperable poder para abrir puertas, una paradoja dentro de las tropas más fieles y poderosas del mundo.

Tomaron un viejo neumático de camión y lo usaron como bote. Al final estaban en China, aunque debían tener cuidado con los controles. La historia de su padre no debía repetirse. Jake dejó su país atrás, se fue sin haber salido de su pueblo, sin conocer Pionyang, que es la ciudad emblemática. Tal vez ahí están las razones de por qué Toronto lo impactó desde el principio, de por qué se sentía mareado cuando se montaba a una de esas cosas que la gente llamaba ascensores. Jake aprende inglés y además informática, porque antes de llegar a Canadá no sabía qué era un computador.

Ahora es uno de los cerca de 1.000 refugiados de Corea del Norte que viven en Canadá. De ellos, 450 ya tienen su estatus aprobado por el gobierno canadiense, mientras que el resto aguarda respuesta después de realizar los trámites. Termina sus estudios de secundaria porque su objetivo es ser ingeniero. Tiene 21 años y estudia los temas de un muchacho más joven. Por supuesto que fue a la escuela, pero no tenía cómo probarlo en un país lejano, sin certificados, sin diplomas.

De Kim Jong-un tiene poco que decir, como de su padre, Kim Jong-il, y su abuelo, Kim Il-sung, la Gran Familia, como se los conoce en Pionyang y en el canal de televisión oficial y en la radio oficial: los medios de comunicación de Corea del Norte.

No los odia. Simplemente piensa que ojalá la gente de su país viviera tan feliz como lucen sus líderes, orgullosos de pertenecer a la mejor nación del mundo y de estar en contra de los surcoreanos, los japoneses y los estadounidenses, “los enemigos más grandes del universo”, como le enseñaron en la clase de historia de la escuela. A veces Jake se pregunta si incluso Kim Jong-un, El Brillante Camarada, sabe que existe el hambre o si alguien le ha dicho que la pobreza en su país, lejos de la capital, también es parte de la realidad. La ONU dice que el 28% de los niños sufre de desnutrición. Es probable que ni la misma población lo sepa, totalmente aislada del mundo exterior, recogida en su cultura y sin acceso a contenidos, incluso los provenientes de una patria de hermandad comunista como China. Deben sentirse plenos de ser norcoreanos, de amar al Brillante Camarada y de haber amado también a Kim Jong-il, El Querido Líder y de tener el más poderoso de los ejércitos, como dice la televisión.

Jake tuvo la fortuna de establecer buenos nexos con Canadá desde China, para preparar su viaje. Recibió el apoyo de Han Voice, organización defensora de derechos humanos para Corea del Norte, y hoy vive en Toronto junto con su madre y su hermana. Rompió todo contacto con su país, no habla con sus familiares, ni puede mostrar su rostro, y es prudente al ocultar su apellido. Teme que ellos sufran el castigo por su escape.

¿Qué pasó con su padre? “Después de que me fui de mi país, no ha habido manera de ponerme en contacto con mi familia, especialmente con mi padre. Él tuvo que quedarse. No tengo idea de cómo está. Sólo espero que esté bien, porque algún día nos reuniremos de nuevo”.

dalarcon@elespectador.com

@Motamotta

Por Diego Alarcón Rozo

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