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El fin de la seguridad absoluta

Lo que pasa todos los días constituye la historia, con minúscula, y la Historia, con mayúscula. La Historia se hace de lo ínfimo y lo excelso, de lo cotidiano y lo extraordinario, de lo que se mantiene y lo que cambia. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra Nueva York y Washington D.C. son una de las fechas que asociamos a una gran transformación, sin que hubiese en realidad —casi— nada nuevo en ellos.

Miguel Benito Lázaro *
11 de septiembre de 2016 - 02:00 a. m.
El presidente de Estados Unidos, George W. Bush, visitó la zona de los ataques terroristas el 11 de septiembre de 2001.  / Foto: AFP
El presidente de Estados Unidos, George W. Bush, visitó la zona de los ataques terroristas el 11 de septiembre de 2001. / Foto: AFP
Foto: AFP - PAUL J. RICHARDS

El terrorismo internacional ya había sido un fenómeno clave en el final del siglo XIX y el principio del XX. Los años sesenta y setenta del siglo XX estuvieron dominados por el terrorismo aéreo, con secuestros y bombas que explotaban en aviones en vuelo. Las primeras formas del yihadismo estaban activas aproximadamente en esas décadas. Al Qaeda, la organización directamente responsable de los atentados de hace quince años, operaba desde la década de los noventa y ya había atentado contra objetivos estadounidenses —las embajadas de Nairobi y Dar Es Salaam, el USS Cole, etc.— e incluso en 1993 había realizado una primera tentativa de atacar las Torres Gemelas. Su modus operandi ya era claro: acciones coordinadas y muy espectaculares.

Todas las piezas estaban sobre la mesa y, aun así, el 11 de septiembre de 2001 nos sorprendió y nos transformó. Por dos motivos: porque lo vimos todo en directo por televisión. Sin intermediación, sin explicación, vimos cómo los vuelos 11 de American Airlines y 175 de United Airlines chocaban contra las torres y cómo el vuelo 77 de American Airlines dejaba una columna de humo infinita en el mismísimo Pentágono. La relación simbiótica del terrorismo con los medios de comunicación, como propaganda de la acción, nunca lo fue más que en el 11-S.

El colapso de las Torres Gemelas y la nube de polvo, escombros y cenizas que siguió grabaron un mensaje en nuestras mentes: ni los centros financiero y político-militar de la nación más poderosa pueden ser protegidos contra todo y contra todos. El terror puede aparecer en cualquier momento. Entonces, el mundo se convirtió en muchas mentes en una interminable sucesión de amenazas.

El miedo se convirtió en la emoción dominante después del 11-S. Un miedo que reaparece cada vez que tenemos noticias de un nuevo atentado. Porque otros han seguido. Los grupos terroristas no paran. Su propia naturaleza los obliga a adaptarse y a buscar las nuevas oportunidades para lograr sus objetivos y exponer un mensaje que intenta hacernos creer que son organizaciones muy poderosas con capacidad cuasi infinita. La realidad es otra: son pocos y, como son débiles, sólo con acciones terroristas pueden maximizar su influencia.

Pero ese fue un detalle que una sociedad en estado de choque no comprendió y respondió con políticas antiterroristas de choque —no en balde con operaciones que se denominaban de shock and awe—. Los terroristas consiguieron que a su acción siguiera una reacción emocional y excesiva. Los Estados Unidos querían recuperar la sensación de seguridad absoluta que el fin de la Guerra Fría y la geografía les habían conferido.

Un mito que no podía ser reconstruido, pero que cambió la agenda internacional para conseguir ese fin imposible. La agenda internacional pasó de la globalización, la transnacionalización de la economía y la proliferación de acuerdos comerciales a los temas de seguridad y defensa, a las armas de destrucción masivas, y se decretó la “guerra global contra el terrorismo”, consolidando una especie de estado de excepción global permanente. Un fin imposible supone una victoria inalcanzable y, por tanto, la permanente necesidad de combatir. La guerra se convierte en la norma.

Así, las medidas excepcionales se extendieron. Las guerras de Afganistán —reactiva— y la de Irak —preventiva— le dieron a Al Qaeda, y luego al ISIS (Estado Islámico), el escenario para desarrollarse y crecer. Lo que el antiterrorismo occidental quería estabilizar, Oriente Medio y el mundo árabe, se ha vuelto caos inagotable y general en Siria, Yemen e Irak, desde donde se ha ido extendiendo al cuerno de África, Libia, Malí, Nigeria, etc. El caos creado por las invasiones ha dado a los yihadistas pretexto y posibilidad de abrir un conflicto sectario entre suníes y chiitas, como guerra civil intraislámica. Una guerra que combaten poco, pero que afecta a muchos musulmanes, convertidos en víctimas —porque en realidad son las primeras y más numerosas víctimas del yihadismo—.

Al mismo tiempo que el contraterrorismo tomaba la forma de guerra exterior, las políticas de seguridad buscaban al enemigo interior —lobos solitarios, células terroristas conectadas con sus organizaciones por internet—. Esa búsqueda de las posibles nuevas amenazas ha resultado en una peor democracia para Occidente.

Hay menos libertad por el uso de programas de interceptación masiva de comunicaciones y menos garantías judiciales, que han llegado a detenciones y traslado a lugares donde la tortura —denominada eufemísticamente “técnicas de interrogación endurecidas”— no suponen ningún problema, y a la existencia de Guantánamo. La legitimidad de las democracias occidentales ahogada por el waterboarding.

Con el tiempo, el paroxismo inicial tras el 11-S parece haberse diluido un poco. O tal vez nos hemos acostumbrado a estas realidades. La guerra contra el terrorismo ya no mueve —tantos— soldados, sino que en las sombras y en las distancia se hace con drones, espías y unidades reducidas de operaciones especiales. Niveles de conflicto poco visibles que sólo se nos vuelven a hacer patentes tras cada nuevo atentado.

¿Recuerda lo que estaba haciendo el 11 de septiembre de 2001? Si no puede responder a esta pregunta, no había nacido o era usted muy joven. El resto de los lectores seguramente podrá responder sin problema. Ese recuerdo indeleble es la gran transformación real del 11-S. Pero es un recuerdo que se hace vago e indefinido, con el que se corre el riesgo de olvidar lo único que debe permanecer: hace 15 años, más de 3.000 personas fueron víctimas de Al Qaeda.

Y después muchas más han sido víctimas en Londres, Garissa, Mumbai, Túnez, Orlando, Ankara, Boston, Madrid, Niza y tantos otros lugares.

Cada nuevo video de ISIS o cada acción de Boko Haram nos sitúan entre la apatía de lo frecuente y la sensación de miedo permanente. Un miedo con el que habrá que convivir, porque la seguridad absoluta no existe. El 11-S lo demostró.

* Historiador e internacionalista. Profesor de la Universidad Sergio Arboleda.@mbenlaz

Por Miguel Benito Lázaro *

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