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El fútbol, ese botín de la política

Las recientes acusaciones de corrupción de miembros de la FIFA han resaltado su poder político y la cercanía con los gobiernos. ¿Por qué son tan beneficiosas estas relaciones con este deporte?

Juan David Torres Duarte
07 de junio de 2015 - 02:00 a. m.

Si un campo de fútbol fuera (sólo si fuera) un campo de guerra, un balón triunfal equivaldría a una bala de cañón empotrada (certera, impúdica) en el territorio enemigo. Parece más que una mera hipótesis: sucedió en El Salvador, sucedió en junio de 1969. Se enfrentaban El Salvador y Honduras por la clasificación al Mundial de 1970. Los jugadores de Honduras, refugiados en su hotel, tenían la certeza del triunfo del partido de vuelta, uno a cero, y esperaban el partido del día siguiente en el estadio entonces bautizado Flor Blanca. A las puertas del hotel un grupo de fanáticos de El Salvador se apostaron y en breve, después de quebrar las ventanas, convirtieron las habitaciones en un infierno de huevos rotos y carne cruda y ratas muertas y trapos podridos lanzados, como armas de guerra, por la multitud enfebrecida. Abatido por la noche sin descanso, el equipo de Honduras perdió tres a cero. El caos febril de aquella noche tenía todas las singularidades de un síntoma: dos semanas después, por razones políticas y sociales, o por cualquier razón, Honduras y El Salvador se enzarzaron en una guerra de cuatro días y 1.900 muertos.

Ryszard Kapuscinski la bautizó “la guerra del fútbol” y su nombre no es, por demás, ninguna exageración: fútbol y política son dos hermanos que se alimentan uno del otro, casi como caníbales. La investigación que hoy lleva el Departamento de Justicia de Estados Unidos contra la FIFA por corrupción, y que le ha costado el puesto al expresidente de la federación Joseph Blatter, es una verificación espontánea de esa afirmación. Habría que aceptar de antemano una verdad de a puño: la FIFA es, y siempre ha sido, una entidad política. Es una organización no gubernamental cuyo control, hasta ahora, se había determinado por su autosuficiencia: sus reglas, su juicio. La decisión de investigarla tiene que ver con el hecho de que Estados Unidos se ha dado cuenta, después de mucho tiempo y evidencias, de que juzgar a la FIFA no es enfrentarse sólo a una organización: es enfrentarse casi a un país. Y la FIFA es el partido político más popular de esa patria anómala.

Joseph Blatter ha sido, en ese sentido, uno de los políticos más destacados en la última década. Ha sabido que para ser el presidente de la entidad no necesitaba sólo el título sino la amistad interesada, e incluso ilusionada, de los actores más fuertes del mundo del fútbol y ha tenido la capacidad de predecir los movimientos futuros para apuntar en beneficio propio. Un artículo de The New York Times, publicado el 1º de octubre de 2013 y escrito por Sam Borden y James Montague, analizó la faceta política de Blatter. “Mientras que el poder financiero de la FIFA se encuentra en Europa, que es la casa de los jugadores, clubes y ligas más boyantes, Blatter, un suizo, está lejos de ser querido allí. En cambio, es conocido por buscar favores y votos en África y Asia, viendo el futuro del juego en esas dos populosas confederaciones”.

Cuando Blatter fue elegido como presidente de la FIFA por primera vez, en junio de 1998, uno de sus planes insistentes fue abrirle espacio a África y Asia y aumentar el número de equipos participantes en los mundiales. La eficacia de su influencia está reflejada en los números: en 1978, 16 equipos participaban en los mundiales, 10 de ellos europeos; para 1998 ya había 32 equipos, con más participación de Asia, África y el Caribe. Blatter reconoció de inmediato que el poder de las 100 asociaciones de fútbol que suman Asia y África, casi el 50% del total, le sería útil.

Y lo fue. En 2002, cuando Corea y Japón se convirtieron en los primeros anfitriones asiáticos de una Copa Mundo, por impulso del entonces presidente de la FIFA, Blatter buscaba su reelección en medio de las críticas por la caída de International Sport and Leisure (ISL, una empresa de marketing ligada a la FIFA) y por las demandas legales de 11 de los 24 miembros del comité ejecutivo por corrupción en la entidad. Blatter, al modo de un político, prometió a numerosas asociaciones recursos para el desarrollo del fútbol en sus países (una estrategia que también utilizó para su reelección en 2011, cuando ofreció para estos fines US$1.000 millones a los asociados) y se salvó de un hundimiento casi seguro. Cada uno de los 209 miembros de la FIFA tiene voto a la hora de elegir presidente. Quizá Blatter fue un pésimo jugador de fútbol (jugó en la primera división suiza), pero tiene habilidades innegables en el ajedrez. Sobre él, el parlamentario británico Damian Collins dijo a The New York Times: “Ese es Blatter. Es muy calculador. Es posible ver cuál es su audiencia: todos los países pequeños que nunca tendrán una Copa Mundo pero que quieren soñar que la tendrán y se quieren sentir importantes”.

Las investigaciones del Departamento de Estado no son sólo un retrato del poder de Blatter en la FIFA: son también una muestra de la capacidad aún viva de Estados Unidos para dirimir conflictos por fuera de sus fronteras y, en palabras del analista Owen Gibson en The Guardian, de la posibilidad de remover las candidaturas de Rusia y Catar en 2018 y 2022. Para otros, es también el modo de hacer frente a las “imposiciones” de la FIFA, desde su punto de vista, en la elección de esas sedes, ambicionadas también por Estados Unidos e Inglaterra. Estos países tienen sendos intereses en estas investigaciones, no sólo en un plano judicial sino también político. La intervención de Putin en Ucrania, donde se han reactivado los ataques de los rebeldes prorrusos en la última semana, y el papel económico que juega Catar en el golfo Pérsico son cartas esenciales en la discusión. La adjudicación de ambas sedes, cuyos orígenes son investigados por Suiza en una búsqueda paralela, es una ventaja para Rusia y Catar y resulta ser una herramienta política bastante útil.

Paul Brannagan, profesor de deporte y política en la Universidad de Birmingham (Inglaterra) y autor de un estudio sobre las intersecciones entre política y fútbol en Catar, dice que este país “quiere ser la sede de la Copa Mundo para mostrarles a las audiencias internacionales que es capaz de manejar una responsabilidad de semejante tamaño y para distanciarse de algunos de sus vecinos en Oriente Medio que han experimentado recientes manifestaciones de malestar político (…). Segundo, Catar quiere cementar su legitimidad como una nación-estado en Oriente Medio porque carece de capacidad militar en una zona atormentada por una larga historia de guerra y conflicto civil, de modo que la única manera de asegurar esa legitimidad es creciendo en importancia política y cultural”. Catar, una nación con riquezas en petróleo y que experimenta un crecimiento en el turismo, será el primer Estado árabe en tener una Copa Mundo, a pesar de los recelos de Estados Unidos e Inglaterra, que plantean también, para Brannagan, una pregunta interesante: “¿Estaríamos siendo testigos de la caída de Sepp Blatter y compañía si Estados Unidos hubiera ganado como sede para 2022?”.

Las razones de Rusia, dice Brannagan, son similares: “Rusia quiere alejarse de su pasado comunista y convertirse en un superpoder moderno en términos militares y culturales”. Sin embargo, esa puede ser un arma de doble filo. “No creo que (los mundiales) encubran problemas sociales. Tienden, en muchos casos, a exponerlos al mundo. Catar es el ejemplo obvio: los Emiratos Árabes Unidos y otros vecinos han tenido problemas significativos con los derechos humanos a través del reforzamiento del sistema kafala (que afecta a los trabajadores)”. Kay Schiller, profesor de la Universidad de Durham (Inglaterra) y editor de una recopilación titulada La Copa Mundo FIFA: Política, comercio, espectáculo e identidades, matiza: “(El Mundial) juega un rol para atraer la inversión y el turismo, pero no tan amplio como los gobiernos dicen. Como el fútbol es enormemente popular, un factor de bienestar doméstico es también parte de las ganancias. Los desarrollos de la infraestructura que benefician a la población (no sólo estadios, sino también carreteras, vías de tren, aeropuertos) usualmente salen de allí, pero esto sería posible y más barato de construir sin necesidad de hacer una Copa Mundo”.

Al someter el fútbol como un arma política (a pesar de las nobles declaraciones de Sergei Lavrov, ministro de relaciones exteriores ruso: “Los deportes no deben ser un instrumento de influencia política en las relaciones internacionales”), los países acuden a la FIFA como a una región más que permite que la mecánica de esa conjugación funcione de modo rutilante. Quizá, según Schiller, la FIFA no tenga un poder directo en las decisiones políticas de los países, como ha dicho Jack Warner, implicado por corrupción, pero sí tiene la capacidad de distribuir recursos a los países más pobres y, aunque no siempre, sumar apoyos incondicionales.

La experiencia de los mundiales desde 1998, desde el momento en que Chuck Blazer, exmiembro del comité ejecutivo de la FIFA, asegura haber recibido sobornos, permite retratar las intervenciones propias de un mundial en la vida política y económica. En Francia 1998, el triunfo de la selección anfitriona, recuerda Schiller, “permitió mostrar que el país de Jules Rimet (el más longevo presidente de la FIFA) tenía el poder económico y la infraestructura para respaldar tal evento (…) y permitió a Francia lustrar su imagen porque el equipo anfitrión ganó con un personal multiétnico que refundaba las visiones sobre ciudadanía e identidad nacional”.

Corea y Japón 2002 sirvió para redistribuir el comité ejecutivo de la FIFA y apuntar la importancia de Asia. Su elección estuvo además influida por las relaciones diplomáticas de estos países y su apertura económica. También ayudaba a renovar la relación de Blatter con sus asociaciones. Catar, Arabia Saudita, Tailandia y Corea del Sur apoyaron a Alemania en su elección como sede en 2006, justo al mismo tiempo en que empresas alemanas, algunas de ellas patrocinadoras del mundial, como Daimler Chrysler, Bayer, BASF y Siemens, anunciaban inversiones en esos países por cerca de US$2.000 millones. Sudáfrica fue elegida en 2010 como parte de una vieja promesa de Blatter a ese país y como apoyo a las numerosas confederaciones africanas, determinantes en su reelección de este año. Brasil 2014, a pesar de las protestas sociales, era necesario para que Dilma Rousseff impulsara su reelección ese año y reafirmar sus relaciones con los presidentes de China e India, invitados especiales a la final del Mundial. No asistieron, pero la foto final es diciente: aparecen en estricta fila, con el gesto rígido, los presidentes de Rusia, Brasil y Alemania. Y en medio, Joseph Blatter.

Prácticas en la sombra en la FIFA

La confesión de Chuck Blazer, exalto cargo de la FIFA, sobre los sobornos que recibió en 2004 y 2012, promete ampliar la polémica sobre el manejo económico de esa entidad. La justicia también sospecha que el trinitense Jack Warner, entonces presidente de la Concacaf, se embolsó US$10 millones a cambio de tres votos en favor de Sudáfrica.

Jack Warner

La Interpol emitió una orden de detención contra Warner, también exvicepresidente de la FIFA. El viernes, Warner se presentó como víctima. Detrás de su caída estaría la primera ministra, Kamla Persad, que habría decidido “castigarle para que sus protegidos puedan avanzar”.

¿Qué será de Blatter?

Joseph Blatter ha adoptado un perfil bajo a la espera de la elección de su sucesor. Según una fotografía de su cuenta de Twitter, Blatter estaría “trabajando duro sobre las reformas” que quiere impulsar antes de abandonar definitivamente la presidencia.

Por Juan David Torres Duarte

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