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El pianista de los escombros de la guerra en Siria

Mientras se escuchaban balas y bombas detonar, el músico palestino-sirio Aeham Ahmad tocaba su piano y cantaba frente a las ruinas. El Estado Islámico amenazó con matarlo y hoy es refugiado en Alemania.

María Alejandra Bejarano
04 de abril de 2016 - 09:46 p. m.
Aeham Ahmad. / Tomada de Facebook
Aeham Ahmad. / Tomada de Facebook

El día que Aeham Ahmad cumplía 27 años, un simpatizante del Estado Islámico lo amenazó con cortarle los dedos y después matarlo. Fue la tarde del 18 de abril del 2015. Aeham, como de costumbre, tocaba el piano frente a los escombros, frente a las fachadas de lo que alguna vez fueron casas y frente a las ruinas que dejaba la guerra en el campamento de refugiados palestinos en Yarmouk, un distrito de Damasco (Siria), cuando se vio interrumpido por la voz de un hombre que después de amenazarlo, le aseguraba, de manera desafiante y sujetando un balde de gasolina y una caja de fósforos, que tocar el piano está prohibido porque la música es adoración al diablo. Segundos después y sin mutar palabra alguna, Aeham veía cómo su instrumento ardía en llamas.

Ahmad sabe lo que es padecer el litigio de la guerra. Conoce muy bien la sensación de vacío en el estómago que solo se siente después de varios días de no comer ni beber. Ha vivido sin electricidad y ha sido testigo de cómo mientras sus amigos y sus vecinos morían de física hambre, otros, como él, tenían que alimentarse de hojas, plantas y gatos para sobrevivir. Sólo una cosa no ha podido soportar y ha sido el escuchar el llanto de su hijo de un año llorar de hambre. Por eso decidió llenarse de valor y enfrentar a la guerra que se vivía en su país con dos cosas: un par de canciones que compuso con la inspiración de lo que veía en el día a día en las calles de Siria y su piano.

Pensó que la música podía ayudar a darle esperanza a la gente que permanecía con vida. Que sería una salida para darse valor, para animarse a seguir adelante y creer de nuevo. Entonces pintó su piano blanco con una clave de sol gigante con los colores de la bandera: verde, blanco, rojo y negro. Y fue así como sobre la sangre, entre los escombros y las ruinas que dejaba la guerra, comenzó a tocar el piano y a cantar junto a niños, jóvenes y adultos. Y aunque había escasez de comida, medicamentos y agua, y aunque con frecuencia el sonido de las teclas del piano se veía interrumpido por el estruendo de las balas, de las bombas detonar y el llanto desconsolado de los niños, esas melodías y esas canciones, poco a poco, se fueron convirtiendo en su hogar, en su refugio.

Tal como se lo dijo su padre cuando era joven, un músico ciego de 73 años, originario de Palestina y que junto a su esposa llegó a Yarmouk después de 1957 como refugiado palestino tras guerra entre Israel y territorios palestinos. Al ver a su hijo triste, acongojado y sin motivación por la vida solía decirle: “hijo, somos refugiados y no tenemos un hogar, haz de la música tu hogar porque la música te llevará sobre lo alto”. De su padre, Aeham aprendió lo que es ser buen musulmán. Le enseñó el Islam. El correcto, el verdadero. El Islam que acepta la música. El Islam con amor a las religiones. El de ir a la mezquita o a la iglesia y cantar juntos con amigos y como hermanos.

“Mi padre quería que yo fuera músico porque él también lo es”, comenta y después sonríe: “Mi padre es ciego y toca el violín. Él adoraba instruirme en la música”. Tenía tan solo cinco años y era el estudiante más joven de todo el instituto cuando comenzó a estudiar música con Sulhi Alwadi, uno de los maestros más importantes del país, político de Irak refugiado en Siria y quien años más tarde llegó a ser el líder de la orquesta nacional. Estudió hasta los 18 años en el instituto árabe de música y continuó su educación en la facultad de música de la Universidad de Albaath en Homs, hasta el 2011 que comenzó la guerra en Siria. El campamento donde vivía en Yarmouk fue bloqueado y con ellos llegó el hambre, la sangre, la guerra y huir.

Huir a Alemania

La decisión de emigrar llegó luego de ver a su piano fundirse entre las llamas y hacerse polvo. “Decidí viajar a Alemania porque a mi madre le daba miedo que me pasara lo mismo que le pasó a mi hermano menor”. Entonces baja la mirada y con la voz entrecortada dice: “mi hermano fue arrestado hace tres años. Hoy no sé si está vivo o muerto”. Tres meses después, junto a su esposa y sus dos hijos de uno y tres años, decidió comenzar el viaje. Llegaron a la ciudad de Homs, y allí fue detenido durante nueve días. La razón: el régimen del presidente Assad le negó su salida. Entonces su esposa y sus hijos tuvieron que regresar al campamento de Damasco. “Afortunadamente ellos no continuaron el viaje”, cuenta. “Es una travesía muy difícil. Yo estuve en riesgo de morir un par de veces”. Después de recobrar la libertad, la única opción que tenía era salir por medio de contrabandistas por la ruta de los Balcanes.

Caminó por más de 10 horas, viajó en bus por otras 20, durante días y noches durmió en el suelo y vio como otros refugiados dormían en las calles. Atravesó el mar mediterráneo en la oscuridad y en silencio absoluto en un bote inflable de goma con capacidad para 40 personas, pero que al final viajó con más de 50 con exceso de peso y equipaje. Vio a varios tiburones que rodeaban el bote al amanecer. Recorrió Turquía, Grecia, Hungría, Serbia, Macedonia y después de casi un mes de viaje, por fin llegó a Alemania. Después de haber estado en distintos lugares de acogida, finalmente se instaló en un lugar en la ciudad de Wiesbaden junto a otros seis refugiados en donde vive actualmente.

Hace seis meses de esa travesía que desde entonces le cambió la vida. Porque al llegar, en septiembre del 2015, su nombre comenzó a figurar en la prensa alemana. Medios nacionales e internacionales se interesaron por su música y su historia. Después llegaron las presentaciones en bares, en escenarios pequeños y grandes que al día de hoy suman más de 120 en todo el país. En diciembre de ese mismo año fue galardonado con el primer premio internacional de Beethoven en Bonn, la ciudad de origen del gran pianista alemán. Y aunque para él todo parece un sueño hecho realidad, no puede evitar sentir nostalgia y culpa por no tener a su familia junto a él. “Mi familia está en peligro. Yo solo le pido al Gobierno alemán que tramite el permiso de asilo lo más pronto para poder tenerlos aquí”, confiesa.

***

Es viernes y hay una presentación de Aeham en Berlín. La cita es en un bar al noroeste de la capital. Faltan cinco minutos para las ocho de la noche. En el lugar hay un poco menos de cien personas y el concierto está a punto de comenzar. Las luces se encienden y se abre el telón. Aeham, sentado frente al piano, se presenta y en un inglés que cuesta entender, aclara que no habla alemán, pero que lo está estudiando por su cuenta. Dice que le place estar aquí y poder transmitir el mensaje de sus canciones y que el poder de las redes sociales es enorme, al aglomerar en un solo lugar a tantas personas de distintas culturas y nacionalidades interesadas en una sola cosa.

Después hace un silencio que se prolonga por un par de segundos y con la mirada distraída como si estuviera socabando entre su mente algún recuerdo perdido, rompe el silencio y pide al público aplaudir y cantar en eco la canción que sonará a continuación. “Ésta canción es muy importante para mí” confiesa. “Porque esta canción era interpretada por los niños en Yarmouk cuando cantábamos frente a los escombros que había dejado la guerra. Cantábamos frente al piano, y Zainab, una niña adorable de siete años que cantaba con nosotros, murió después de un disparo en la cabeza”. El silencio vuelve a adueñarse de sus palabras. “Me duele mucho pensar en ella”.

Acto seguido comienza a cantar: ¿Qué está pasando en estos días? No podemos dormir y juramos por Dios que es terrible. El mundo envía delegaciones que vienen y se van. Hacen promesas y mientras tanto nuestra gente sigue muriendo” mientras canta no puedo evitar pensar en su niñez. En los recuerdos de Yarmouk. En los niños que murieron víctimas de la guerra. Pienso en su hermano, en su gente, en su pueblo, en sus amigos. Pienso en las valientes razones que lo motivaron a tocar el piano en los escombros que dejó el conflicto en Siria. En lo que pasó después, y en el motivo y la travesía que vivió para que hoy estemos frente a frente, en una misma ciudad y bajo un mismo techo.

La canción termina y Aehmad hace la introducción de la canción siguiente: “Yo canto por la gente en Yarmouk. Esa gente vive en condiciones de miseria, no hay ayuda humanitaria y los niños están muriendo de hambre”. La gente, en silencio, lo observa atónita. Nadie aplaude, nadie dice nada. Unos acentúan con la cabeza, como reafirmando sus declaraciones. Y así transcurre el concierto que duró dos horas. Ciento veinte minutos en los que las manos de Aehmad se entrelazaron entre sí formando melodías a gran velocidad. En los que se recordaron a los niños y jóvenes inocentes que murieron en Siria y a los otros que en su travesía hacia Europa huyendo del hambre, de las balas y la sangre, murieron ahogados en el mar Mediterráneo.

El concierto termina y Aehmad se despide del público con tres venias y una sonrisa. La gente aplaude, grita, silva. Se ponen de pie y se acercan a manifestarle palabras de solidaridad, admiración y respeto. Abre la palma derecha de su mano y la ubica en su corazón y vuelve a agradecer. Vuelve a sonreír. Ahora son las diez de la noche y es momento de partir. En poco más de media hora, Aehmad deberá tomar un tren hacia Frankfurt e iniciará un viaje de regreso a casa que durará cinco horas. Y allí hará lo mismo de todos los días: pensará en su familia. En su esposa y en sus dos hijos. En si tendrán hambre o frío. Mirará las fotos que guarda en su celular y rozará lentamente sus dedos por la pantalla táctil. Después cerrará sus ojos e imaginará el día en que los vuelva a ver.

Por María Alejandra Bejarano

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