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El tsunami que busca refugio en Europa

Desde que el flujo de almas desesperadas a las puertas de Europa se incrementó, los países de la Unión se muestran más divididos frente a la migración: el miedo le gana a la humanidad.

Nicolás Eliades, Madrid
16 de septiembre de 2015 - 03:02 a. m.

Mientras la primavera mediterránea alejaba las tormentas de sus aguas a principios de este año, otra tormenta, que llevaba tiempo gestándose, se acercaba. La Primavera Árabe (movimiento de democratización que parecía expandirse por Oriente Próximo y el norte de África en 2011) desató el caos en varios países, entre ellos Siria y Libia. En Siria la protesta contra el presidente Bashar al Asad desembocó en una guerra fratricida, enfrentando a varios grupos, incluyendo el grupo musulmán fundamentalista llamado Estado Islámico, o Daesh, como se conoce en Oriente.

En Libia, el colapso del régimen de Muamar Gadafi, ayudado por intervención occidental, abrió la puerta a un fenómeno similar de fraccionamiento en la sociedad, que ha provocado una ausencia casi completa de autoridad en todo el país, sobre todo en el litoral, permitiendo a las mafias de trata humana explotar a hombres, mujeres y niños traumatizados por las guerras. Estos conflictos, que llevan más de una década de guerra en Irak y Afganistán, abusos en Eritrea y en Níger, y las aguas menos turbias del verano mediterráneo, abrieron las compuertas al diluvio humano que acecha actualmente a la Unión Europea (UE).

En lo que va de año la Organización Internacional para la Migración (OIM) calcula que unos 350.000 refugiados han llegado a las fronteras de la UE, número que no toma en cuenta los que han logrado entrar sin detección, ni los que han muerto en el intento. En todo 2014 la OIM detectó 280.000. Los ciudadanos de Europa, con sus ojos ya puestos en el drama de Grecia, advirtiendo una amenaza a su estabilidad, e incluso viendo peligrar la existencia de su moneda única, el euro, comenzaron a fijarse en lo que ocurría en las islas del país heleno. Kos y Lesbos, las islas griegas más próximas a Turquía, comenzaron a recibir cantidades desbordadas de refugiados procedentes de Siria, Afganistán e Irak, con el sueño de alcanzar los países en el corazón de Europa.

“Yo voy al aeropuerto a ver si me puedo ir a Alemania”, explicaba Yassir en junio, sentado en un metro de Atenas camino al aeropuerto. Buen mozo, con su ropa sencilla y un morral aparentemente vacío, cuenta un poco de su historia: “Llegué a Kos huyendo de Siria. Soy de la comunidad yazidí y tengo 18 años. Vi cómo Daesh degolló a mis padres, después de que una bomba de Al Asad mató a mis hermanos. No me queda nada. Necesito llegar a Alemania. Allá todo será mejor”, explicó con voz temblorosa ya llegando al aeropuerto. Al entrar, con la boca abierta, miraba el caos ordenado de un terminal aéreo, fascinado con los aeroplanos que veía a través de las ventanas. “No tengo dinero, no tengo papeles, no tengo techo... tengo que irme”. Y así, desapareció entre la muchedumbre de turistas con camisas floridas, elegantes ejecutivos, pilotos y azafatas, todos viviendo sus vidas, mientras Yassir buscaba alguna.

Desde entonces el flujo de almas desesperadas a las puertas de Europa ha incrementado, y Grecia, sumida en una de las peores crisis financieras de su historia, no da abasto. Igualmente, Italia, cuyas expediciones en el Mediterráneo cerca de la costa libia, apoyadas por la agencia fronteriza de la UE, Frontex, han rescatado a miles de refugiados a la deriva en embarcaciones, clama por que Europa comparta de manera equitativa la responsabilidad de acoger a los refugiados.

El arroyo de refugiados que sobrevivieron a su odisea particular a través de montañas, desiertos y mares se ha convertido en un auténtico río que amenaza con desbordar a Europa. El problema se convierte en el de la Unión, a pesar de las protestas de algunos países. Como Hungría, cuyo presidente nacionalista, Viktor Orbán, declaró sin pelos en la lengua: “No se trata de un problema europeo, es un problema alemán”. A pesar de las vallas erizadas en su frontera oriental, de cerrar el paso a los migrantes y de la durísima legislación, Hungría se ha convertido en una de las más concurridas puertas de entrada a la zona Schengen de la UE, el área designada de libre movimiento dentro de la Unión, en la cual las fronteras físicas efectivamente dejan de existir. Una vez dentro, los migrantes pueden disfrutar de esta misma libertad para llegar a su destino deseado, que en la mayoría de los casos suele ser el gigante económico, Alemania o Suecia, con su normativa de asilo progresista que promete a los refugiados permisos de residencia.

Los estados miembros de la UE menos ricos ven con cierta reticencia el tener que acoger a refugiados, no sólo por cuestiones económicas, sino también de “valores”, a pesar de que la mayoría de los refugiados tienen la intención de forjarse un futuro en los países más al norte y occidentales. Ante esta realidad, la canciller alemana, Ángela Merkel, tomó las riendas del asunto y pidió encontrar una “solución europea para un problema europeo”. Sin embargo, la política de puertas abiertas cambió el lunes cuando anunció el restablecimiento de varios controles en sus fronteras.

El miércoles pasado, durante un discurso sobre el estado de la Unión, el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, declaró que “nuestra Unión Europea no está en buen estado. No hay suficiente Europa en esta Unión. Y no hay suficiente unión en esta Unión”.

Y esta es la sensación que se percibe entre la ciudadanía europea. Los medios reportan tragedias sin cesar (barcos hundidos con 800 víctimas a bordo en un incidente en abril y 500 en agosto, un camión refrigerado con 70 sirios sofocados encontrado en una carretera austríaca, y la fatídica imagen del niño ahogado boca abajo en la arena de una playa turca), además de muchas reacciones de rechazo y repudio de ciudadanos de los países de tránsito; el último caso, el del video viral de una periodista húngara, Petra Laszlo, quien fue filmada maltratando a refugiados mientras huían de la policía.

Estos casos han inspirado en toda Europa indignación y movimientos ciudadanos, muchos de los cuales son apoyados por municipios, instando a gobiernos a recibir a los refugiados. El papa Francisco ha pedido que cada parroquia de Europa acoja a una familia de refugiados. Ciudadanos alemanes y austríacos han cruzado la frontera con Hungría para recoger a refugiados y acercarlos a su destino. En Alemania, trenes y buses repletos de personas cansadas y traumatizadas son recibidos con flores y carteles de bienvenida. Desde el Ayuntamiento de la capital española, ubicado en la icónica plaza de Cibeles, cuelga un gran cartel dándoles la bienvenida. “¿No nos gustaría que a nosotros nos ayudaran en una situación similar?”, dice la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena.

La gran reacción ciudadana y la insistencia de los medios, además de la urgencia de la situación, provocó que la Comisión Europea, rama ejecutiva de la UE, emitiera un paquete de medidas para hacer frente a la crisis.

El nuevo paquete permitiría aliviar la presión en los países de la UE más afectados, como Grecia, Italia y Hungría, “al proponer la reubicación de 120.000 personas manifiestamente necesitadas de protección internacional en otros estados miembros”. Esta cifra se suma al traslado de 40.000 personas desde Grecia e Italia propuesto por la Comisión en mayo, pendiente de la adopción de una decisión por el Consejo Europeo. Las medidas pretenden, también, confrontar el número creciente de solicitudes de asilo, al permitir tramitarlas con mayor rapidez.

La reunión de ministros del Interior europeos reflejó la división en el continente. Ante el fracaso de la cita, el vicecanciller alemán, Sigmar Gabriel, reconoció que “Europa se cubrió una vez más de vergüenza”. Y agregó: “Alemania no está dispuesta a ser en Europa, por así decir, el que paga”.

En una Europa que aún no logra alzar la cabeza después de la crisis económica iniciada en 2008, surgen informes de militantes infiltrados entre refugiados que pretenden traer la guerra y el terror. Para muchos ciudadanos, la mejor arma contra el odio, el dolor, el temor, la injusticia y la pérdida de dignidad es la solidaridad, la generosidad y, sobre todo, la humanidad. “No es momento de asustarse”, afirmó Juncker en su discurso, “es una cuestión de humanidad”.

Por Nicolás Eliades, Madrid

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