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El viaje penitente de Almotaz Khedrou

A sus 27 años, atiende un carro de comida árabe y espera que el Gobierno colombiano interceda por su familia, que continúa en Damasco.

Juan David Torres Duarte
04 de octubre de 2015 - 02:33 a. m.
Almotaz Khedrou, de 27 años, en su casa al noroccidente de Bogotá. En agosto de 2014  llegó a Colombia y obtuvo refugio. / Andrés Torres - El Espectador
Almotaz Khedrou, de 27 años, en su casa al noroccidente de Bogotá. En agosto de 2014 llegó a Colombia y obtuvo refugio. / Andrés Torres - El Espectador

El inmigrante Almotaz Khedrou soñó que el sexo de su hijo sería varón. Hacía algunos meses había formulado un augurio semejante cuando le dijo a su esposa, Jéssica Díaz, que quedaría embarazada. Por eso confiaba en su criterio onírico. Entonces, con la certeza revelada por un dios cercano y en el español breve que ha aprendido, se lo anunció: “Es niño”. La ecografía que le tomaron esta semana confirmó la predicción. Dos años atrás, Khedrou vagaba hambriento por Estambul y pagaba US$300 por una habitación que compartía con otros tres hombres. Trabajaba de vez en vez sin recibir un peso: su condición de sirio le prohibía la queja. Desesperado por la estrechez de su economía y temeroso por la suerte de su familia, Khedrou comió espaguetis por un mes. “Gracias, Italia. La pasta es barata”. A sus 25 años, la premura de la salvación lo había forzado a abandonar en Damasco a su familia, propietaria de un mercado desgraciado, y a ejecutar en numerosas escalas su viaje penitente.

Tres años antes, el griego Demetrio, que surtía el mercado de los Khedrou de vituallas de Turquía y Líbano, tenía una cercanía con su padre y también con el círculo de su futura esposa. Almotaz Khedrou encontró cierta naturalidad en Díaz.

—Hablé con ella porque quería viajar a Turquía y me gustaba hablar inglés —dice arrellanado sobre un cojín en el segundo piso de su casa en Bogotá: hay una cama doble y un estudio casi vacío—. Le dije: “Tú eres muy linda”. Tengo una cosa diferente en mi corazón con Jéssica.

La guerra y el afecto comenzaron en tiempos similares. La Primavera árabe, que produjo una serie rotunda de protestas en los países de Oriente Medio, descorrió el inconformismo de los sirios: querían —quieren— que Bashar al-Asad saliera del poder. Después de 40 años, con la sombra de las represiones de su padre, rector de la revolución de 1961, Al-Asad principió una rebatiña voraz contra los manifestantes y opositores en 2011. Los soldados marchaban y asesinaban en la vecindad y cada tanto, aplacados contra el suelo o sometidos a las dentelladas atrabiliarias de los perros, cadáveres de niños colmaban las calles. Nadie podía recogerlos: los cuerpos permanecían al aire y el polvo sin piedad. Las jornadas del desastre fatigaron la paciencia de los Khedrou el día en que una bomba —o diez: la aniquilación fue masiva— destruyó el mercado familiar. Khedrou frasea con la rigidez de un puño de hierro:

—Damasco tiene olor de sangre.

Un soldado llegó a casa de los Khedrou. Por esos días, la familia poseía dos carros —uno para el padre, otro para la madre— y dos casas. Casi todo se perdería. El soldado recordó que Khedrou había llegado a la edad para prestar el servicio militar y con la visita fúnebre anunciaba su próximo reclutamiento. Como garantía, decomisó su pasaporte. El padre desesperó y abrigó sólo una posibilidad: la huida. Con la intervención de un amigo en el Gobierno, que conoció en sus días como mercader, Khedrou se granjeó un pasaporte —que costó US$12.000, mientras que su precio ordinario es de US$50— y tomó camino hacia Beirut. Terminaría en Bogotá, tiempo después, como cocinero en un carro de comida árabe.

En el viaje por tierra lo detuvieron en incontables puntos para cobrarle una suerte de peaje. En algunos pagaba US$3.000, en otros US$5.000. La fortuna de los Khedrou conoció la ruina.

—Pregunté en la Embajada de Colombia en Beirut por visa de turista. Después de tres días me llamaron y me negaron la visa. Me cerraron las puertas y no tenía nada: no sabía qué hacer. Si volvía a mi país, me mataban.

Como Díaz quería aprender inglés en Turquía, sugirió a Khedrou que se encontraran en Estambul. Con US$3.000 para el tiquete y US$2.000 más para argumentar su periplo como turista, Khedrou arribó a Estambul. La experiencia de las primeras semanas, cuando lo rechazaron en trabajos indignos de un economista y evadieron el pago de sus servicios si lo empleaban, lo desesperanzó: le dijo a Díaz que no viajara. A los pocos meses, la misma visita militar llegó a su casa en busca de su hermano Almotásem. El padre recurrió a la misma estrategia. En una habitación compartida, Almotásem y Almotaz vieron por meses cómo el dinero del pasaje y la suma de la venta de los brazaletes de oro de su madre desaparecían.

Resistió el hambre y en ocasiones cierto modo de la nostalgia. Ignoraba el turco y carecía de amigos. En Damasco permanecieron sus padres y su hermano menor, Abdulla, ahora cortejado por el ejército. En Colombia, Díaz reparaba en que la única solución sería el matrimonio, pues si estaban casados su viaje a Colombia sería inminente. Con un poder en mano, que Khedrou certificó en Ankara, Díaz anduvo de notaría en notaría mientras las secretarias y los notarios la atisbaban con curiosidad cuando decía que ella, una colombiana de 22 años y estudiante de historia y filosofía, se casaría con un sirio exiliado de la guerra. Nadie aceptó los papeles por razones burocráticas.

—En la cara se me reían —dice Jessica—. Yo ni loca la caso a usted, me dijeron. A esto le hacen falta muchas firmas.

Un notario sibilino consagró su matrimonio en mayo de 2014. Pero Khedrou tenía tres problemas cuya solución desconocía: era sirio, era musulmán y era —según se cree— terrorista. La visa fue negada. Khedrou esperó tres meses ordinarios, tristes. Un día, Jéssica le avisó que un hombre en Estambul —que había contactado por medio de una mezquita en Bogotá— tenía una solución. Khedrou lo buscó. La solución era, como de costumbre, el exilio: podía viajar hasta Ecuador. El dinero se había acabado, de modo que Khedrou devolvió sus pasos hasta su habitación y pensó que se quedaría en Estambul. Un amigo que había hecho en el lugar le preguntó un día si quería viajar. Él asintió desesperanzado. “Dios es grande”, le dijo. Las palabras, en cierto sentido, eran similares a aquellas que formuló su padre cuando se enteró de que una bomba había volado el mercado: “Dios da, Dios toma”. Poco después, su amigo le dio el dinero para el pasaje y, con un préstamo que pidió Díaz y la venta del anillo de matrimonio de su hermana, Khedrou abordó hacia Ecuador.

Hasta entonces había sometido a un examen obsesivo la contabilidad del horror que le dejó la guerra. El cuerpo del cuñado de su hermana colgado de un árbol, a la vista de su familia. Su madre casi desnuda, sin hijab, vulnerable ante los hombres que entraron en su casa a desvalijar cada cuarto. El cadáver solitario, abandonado por dos días, de uno de sus amigos.

Hizo escala en Abu Dabi y de allí viajó a Brasil. Un funcionario feliz, cuyo nombre olvidó, lo dejó entrar al país. Esperó un día en el aeropuerto y partió hacia Ecuador. Era agosto. En los últimos días, no se había comunicado con su esposa y ella pensaba, fatalista, que Khedrou estaba estancado en Brasil. De modo que cuando aterrizó en Ecuador, nadie lo esperaba. Sabía decir hola en español y nadie hablaba una palabra de inglés. Un abogado contratado por Díaz llegaría sólo ocho días después, y entretanto Khedrou fue a hospedarse a la casa de un amigo del abogado, un iraní de la escuela chií del islam. El taxista que lo llevó hasta su casa sí barruntó con precisión el costo de la carrera: “Fifty dollars”. El sunita Khedrou fue ajeno al descanso durante ocho días, por miedo a que el iraní quisiera asesinarlo.

En Ipiales, después de que le negaran de nuevo la visa, tomó una flota con Díaz con el temor presente de que en cualquier momento podría ser deportado. Khedrou acusó un milagro inédito durante su viaje: en cuatro retenes del Ejército, nadie le pidió papeles. Cuando llegó a Bogotá, abrumado por el viaje infinito, Khedrou acudió al Acnur y siete meses después obtuvo el estatus de refugiado.

En la mañana, Khedrou y su esposa preparan quibes y empanadas, arroz con leche y shawarmas. De seis a diez, estacionan el carro de comida en un parque del noroccidente de Bogotá y esperan. El negocio casi cumple tres meses: Khedrou ha eludido las clases de español, en la tarde, por falta de tiempo.

—Yo soy solito aquí —dice—. No tengo amigos, no tengo nada. Yo hago todo solito. No tengo seguridad ni salud.

El inventario macabro de la guerra vuelve en sus palabras. Los cuerpos que ocultaron en su casa sin que nadie pudiera moverlos, con el rastro infértil de la sangre. Los 3.000 muertos que produjo el gobierno en 1983 sin que nadie lo notara. Los 300 que inauguraron el desangre báquico de este tiempo. La imagen desolada de su hermano menor, Abdulla, encerrado en casa en espera del ejército.

Cronología del conflicto en Siria

2011

Marzo
Comienzan protestas sociales seguidas de violentos enfrentamientos y disturbios en la ciudad de Deraa. El 30 de marzo el presidente Bashar al-Asad denuncia una conspiración en su contra.

2012

Enero
El fortalecimiento del opositor Ejército Libre Sirio (ELS) y su lucha frontal contra las fuerzas de Al-Asad convierten los levantamientos sociales en una guerra civil, en la que empiezan a aparecer facciones yihadistas.

2013

Marzo
La ciudad de Al Raqa se convierte en la primera capital provincial en manos de los rebeldes. El Estado Islámico de Irak comienza a actuar en Siria. Los intentos por condenar a Al-Asad son vetados por Rusia y China en el Consejo de Seguridad.

Septiembre
Obama y Putin logran un acuerdo para destrucción del arsenal químico sirio, con lo cual se alejan las posibilidades de una intervención militar de Occidente. Mientras tanto, el Estado Islámico se apodera de zonas petrolíferas.

2014

Enero - octubre
El Gobierno sirio y la oposición negocian en la primera ronda de la conferencia de paz de Ginebra 2. Ante el avance del Estado Islámico, una coalición internacional liderada por EE.UU. comienza a intervenir en Irak y Siria con bombardeos.

Por Juan David Torres Duarte

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