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¿Por qué el mundo es indiferente a Brasil?

Pese a que es la décima economía del mundo, la destitución de Rousseff no caló en el debate público. Sin embargo, deponer un gobierno elegido por voto popular desmoronaría el sueño de reformar la política brasileña.

Beatriz Miranda Cortés *
04 de septiembre de 2016 - 01:07 a. m.
Detalle del rostro de Dilma Rousseff en momentos en que hablaba sobre su destitución en el Palacio de la Alborada en Brasilia.   / AFP
Detalle del rostro de Dilma Rousseff en momentos en que hablaba sobre su destitución en el Palacio de la Alborada en Brasilia. / AFP

Con 61 votos a favor y 20 en contra, el Senado Federal brasileño aprobó la destitución de la presidenta Dilma Rousseff, lo que aparentemente abrirá una nueva era, pero en la práctica podría significar uno de los momentos de mayor retroceso en la historia política y social de Brasil.

Los 54,5 millones de votos de los brasileños fueron sustituidos por 61 votos de los senadores en la etapa final del juicio, que fue cumplido en todas sus fases sin que se pueda cuestionar su manto de legalidad. Como dicta la ley, el vicepresidente, Michel Temer, será presidente hasta que acabe su mandato en 2018. No obstante, su gobierno —debido a las circunstancias nacionales, a la aguda crisis económica y también por convicción— impondrá una agenda de austeridad y disminución del papel del Estado, anclado en privatizaciones y concesiones que jamás serían ratificadas por la población si en este momento tuviera derecho a voz y voto.

En la primera reunión con su gabinete, horas después de su toma de posesión ante el Congreso Nacional, Michel Temer mostró su incomodidad por ser llamado golpista y pidió a su equipo y a los parlamentarios aliados que se mantengan unidos para afrontar los inmensos desafíos. La prensa nacional ha divulgado las medidas urgentes que su gobierno deberá tomar: equilibrio de las cuentas públicas, flexibilización de las relaciones laborales y reforma del sistema de jubilaciones. Este gobierno espera recaudar con concesiones y subastas cerca de 24 billones de reales. En los próximos años se subastarán carreteras, aeropuertos, empresas eléctricas y áreas de gas y petróleo, lo que ya había empezado desde la llegada de Temer como presidente interino (cuando suspendieron a Rousseff en mayo).

Sin embargo, este cuento macondiano no ha terminado. La destitución de la presidenta Dilma Rousseff no ocasionó la pérdida de sus derechos políticos. Es decir, no llevó a su inelegibilidad para cargos públicos en los próximos ocho años, lo que parecía ser una victoria parcial del Partido de los Trabajadores (PT) y lo que en principio demostró una fractura en el interior del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), cuyos célebres integrantes son Michel Temer y Eduardo Cunha, el expresidente de la Cámara de Diputados que encabezó la sesión que aprobó la apertura del juicio en contra de Rousseff.

Con ellos, todos los análisis se quedan cortos y apuntan hacia dónde va la legalidad del Brasil de Temer. En los próximos días se realizará en la Cámara de Diputados una sesión que va a definir si Eduardo Cunha pierde o no su mandato. Este diputado tiene siete procesos en el Supremo Tribunal Federal. Cunha fue el rey Midas de la Cámara de Diputados: todo lo que tocaba literalmente se transformaba en oro, ya que se benefició de varios frentes de los esquemas vigentes de corrupción. Todo esto lleva a creer que Dilma Rousseff no perdió sus derechos políticos por casualidad. El acto humano de los senadores, al final del partido, pretende abrir un precedente que proteja al gran aliado de Michel Temer en esta caminata hacia la Presidencia de la República. Después de la victoria ya empezaron los pagos concedidos por el “banco del impeachment” y no pasa nada, lo que evidencia que la lucha anticorrupción tan difundida en el país empieza y termina con el PT, Lula y Rousseff.

Desde el 31 de agosto, Brasil es gobernado por una élite política anacrónica, retrógrada y desligada de los intereses prioritarios del país y de la sociedad brasileña. El país, a partir de la destitución vía parlamentaria de Dilma Rousseff, no hace nada nuevo sino repetir su costumbre de país: en las peores crisis mantiene su democracia a punta de interrupciones del orden institucional. En el siglo XX, solamente cinco presidentes elegidos por el voto popular terminaron sus mandatos. Esta historia y este manual son bien conocidos y ampliamente utilizados en el país.

De esta forma, los grupos tradicionales se han mantenido y se han reacomodado en el poder sin provocar rupturas bruscas, aplazando por décadas las reformas estructurales tan necesarias para el país.

La destitución de Rousseff va mucho más allá de un enfrentamiento entre dos proyectos distintos de países, o de la división entre el Brasil mestizo y pobre y el Brasil rico y blanco, o del mal manejo fiscal. Los últimos días han demostrado el final de la línea de un sistema político que se desploma por su propio peso, por el inmenso desgaste de sus representantes legítimos e ilegítimos. En su histórico libro Raíces del Brasil (1936), Sérgio Buarque de Holanda criticó la democracia en el país y contribuyó para que los brasileños se conocieran a sí mismos, hasta tal punto que sus palabras siguen siendo verdaderas, como si el país no hubiera avanzado en su cultura política y como si el Estado brasileño no hubiera fortalecido sus instituciones. Sus temas son actuales como nunca: la falta de concertación, el personalismo y el caudillismo, el gana-gana y el servilismo.

Sin sombra de dudas, lo que pasa en Brasil no podrá ser indiferente al mundo. El país aún se ubica entre las 10 mayores economías del mundo, actualmente es el socio comercial más importante de China y de Alemania en América Latina, tiene una relación significativa con Estados Unidos y una alianza estratégica con Francia desde 2005. Además, hace parte del Brics y del IBAS y hasta hace poco lideraba la integración suramericana y creía en el Mercosur.

Si esta complacencia internacional con el gobierno Temer sigue, la pregunta sería: ¿a quién sirve lo que está pasando en Brasil?

Sin armas, sin tanques, con voto público, en un proceso largo y difundido, se sacó a una presidenta de perfil progresista del poder, lo que lleva a un nuevo debate. ¿No se le aconsejó a la izquierda armada buscar una vía democrática para llegar al poder? Ahora otro capítulo se abre: tampoco las elecciones legitiman la permanencia de los gobiernos progresistas en el poder. La vía parlamentaria es el camino más corto y más rápido para destituirlos, cuando se cree que los sueños de un pueblo ya no caben en una urna y cuando estos no lograron alejarse de la corrupción endémica y de alianzas espurias. Fue así en Honduras, Paraguay y ahora Brasil. Simultáneamente, un gobierno interino y un Congreso que carecen de legitimidad toman el poder y son reconocidos. Estas son las venas abiertas de América Latina, tan bien descritas por Eduardo Galeano.

No obstante, en ninguna de las 10 economías más grandes del mundo la destitución de presidentes ha sido el camino para resolver los problemas de un mal gobierno. La democracia brasileña actual no está a la altura del papel que se pensaba que Brasil podría jugar en el mundo.

* Profesora de la Universidad Externado de Colombia.

Por Beatriz Miranda Cortés *

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