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Ese otro Brasil

El salario mínimo es casi igual al de Colombia, pero los productos de la canasta familiar pueden ser cuatro veces más caros.

Camila Moreno Camargo
23 de abril de 2014 - 04:07 a. m.
Abril 15 de 2014: protestas contra la realización del Mundial  que se celebrará en Brasil en junio y julio.  / EFE
Abril 15 de 2014: protestas contra la realización del Mundial que se celebrará en Brasil en junio y julio. / EFE
Foto: EFE - Sebastião Moreira

La tan sonada bonanza económica brasileña es una mentira para los mismos brasileños y una verdad sólo para los periódicos internacionales. Lo primero lo sé porque viví en Río de Janeiro durante casi un año. Lo último lo sé porque como extranjera creí todo lo que decían (y dicen) los medios sobre Brasil como potencia económica global dentro del exclusivo grupo de los Brics y sobre cómo su enorme importancia lo llevó a ser sede indiscutible del Mundial de Fútbol 2014 y de los Juegos Olímpicos 2016.

Estos dos eventos han hecho que todo el mundo quiera viajar a Brasil, por eso nadie entiende por qué me devolví a Colombia tres meses antes del Mundial. “Qué bobada, debiste haber aguantado”, me dicen. Sin embargo, la palabra “aguante” adquiere todo un nuevo significado en la tierra de Pelé, donde el salario mínimo es de unos $623.000 ($7.000 más alto que el colombiano) y los productos de la canasta familiar pueden llegar a ser cuatro veces más caros que en nuestro país.

Llegué a Brasil con el suficiente dinero para vivir durante seis meses, según mis cuentas, pero al tercer mes ya me estaba quedando sin plata y busqué trabajo como vendedora o mesera porque mi portugués todavía no era muy fluido. Me contrataron en una de las más grandes librerías del país con un sueldo que, sumando comisiones y más comisiones, podía llegar a $1’200.000. Esa cantidad me sirvió en un principio, pero los precios comenzaron a subir desde la Copa Confederaciones de junio y no bajaron.

Mi primera queja sobre los precios brasileños se la llevó la leche: en mayo de 2013 podía comprar un litro por $1.800, en julio pagaba $2.400 y en abril de este año $3.200. Entrar a cine cuesta $21.000, el corte de cabello básico para mujeres en promedio está a $55.000 y la única vez que fui a un restaurante para turistas me costó $39.000 comerme dos pedazos de pizza y una soda. En marzo de este año me pidieron $900.000 mensuales por alquilar la parte de arriba de un camarote en una habitación que debía compartir con cinco mujeres más en un apartamento en el que tenía que vivir con otras 12 personas.

Cada vez que les preguntaba a mis compañeros de trabajo cómo hacían para sobrevivir con sueldos tan bajos en un país dispuesto a cobrarles a sus nacionales como si los 365 días del año fueran turistas, me respondían con un triste “la vida es así”. Intenté varias veces hacerles entender que la situación no era tan normal como ellos la veían, muchas veces comparé sus precios con los de Bogotá. Los brasileños me escuchaban y decían impresionados “¡es muy barato!”, pero al final subían los hombros como quien está acostumbrado a esas cosas.

Mi vida se volvió austera. El café semanal que me tomaba con mis amigas en Juan Valdez era un lujo que no podía tener en Brasil; a pesar de que también es un país cafetero como el nuestro, no pude encontrar ninguna cafetería más barata que Starbucks. Además, rara vez entré en un bar: los locales me enseñaron que la cerveza sale más barata si se compra en tienditas y se toma en la calle; ni siquiera es muy usual tomarla en la casa de un amigo porque no hay mucho espacio para recibir a la gente. Allá, quienes viven bien son pocos, mis amigos cariocas más cercanos, que en Bogotá podrían estar viviendo en un estrato cuatro o cinco sin ningún problema, en Río no pueden arrendar un apartamento que pase de los 50 metros cuadrados. De hecho, nunca entré a ninguno que superara ese tamaño.

Cuando el gobierno de Dilma Rousseff decidió subir el pasaje de bus de $2.350 a $2.600, el “aguante” de los brasileños no dio más y comenzaron las protestas en junio de 2013, con el país lleno de periodistas internacionales que cubrían la Copa Confederaciones. De un día para otro los mismos que me decían “la vida es así” estallaban en indignación, y sus razones eran tan válidas que era fácil contagiarse.

La plaza Marechal Floriano, lugar histórico de las protestas en Río, quedaba a una cuadra de donde yo trabajaba. Desde allí me di cuenta de que estaba en medio de las manifestaciones más alegres que había visto: la gente tenía narices rojas de payaso, se arrodillaba en el piso y cantaba a ritmo de tambores. Pero desde allí también vi cómo llegaba la policía y lanzaba gases lacrimógenos al centro de la multitud, segundos antes de disparar balas de hule.

Después de semanas enteras de protestas que se tornaron violentas, Rousseff decidió no elevar el costo del pasaje de bus. Sin embargo, la decisión duró poco más de seis meses. Esta es la hora en la que subirse a un bus en Río cuesta $2.600, el mismo valor que hizo nacer las manifestaciones. Aunque de ellas, después de Carnaval, ahora casi no queda nada.

La decisión que sí va a durar es la que el Gobierno tomó para el siguiente gran evento internacional: la visita del papa Francisco a Río de Janeiro durante la Jornada Mundial de Juventudes, en julio del año pasado. Para acabar con la desigualdad del país y con el aumento de la inseguridad ante los ojos de la comunidad internacional, las autoridades sacaron a los indigentes de los lugares más concurridos de la ciudad. Cuando se fue el papa, ellos volvieron. Esa es la misma estrategia que se vislumbra para el Mundial: tener menos indigentes en las calles y en cambio llenarlas de policías militares para evitar cualquier otro tipo de manifestaciones.

Antes de regresar a Colombia y después de hablar varias veces sobre la situación actual de Brasil, mi mejor amigo brasileño me dijo “después del Mundial, todo se va a joder”. Él lo siente y no es el único. Los brasileños saben que la agenda política, económica y social de su país está volcada a complacer a los extranjeros, mientras ellos luchan por sobrevivir. Por mi parte, espero que la economía brasileña no dé traspiés. Por un lado, no quiero que mis amigos sufran allá, y por otro, no vaya a ser que Brasil entre en una crisis y, como es la potencia regional, nos lleve por delante a nosotros.

Por Camila Moreno Camargo

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