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Estado Islámico trafica la arqueología de Oriente

Arqueólogos sirios piden a la comunidad mundial que intervenga en Palmira (Siria). El grupo yihadista ha convertido la historia en dinero.

Juan David Torres Duarte
07 de octubre de 2015 - 03:38 a. m.

El programa religioso del Estado Islámico tiene ciertas contradicciones visibles. Sobre todo una: al mismo tiempo que destruyen las tumbas y los templos que recuerdan la historia preislámica —por idolatría, casi blasfemia—, toman algunos artefactos antiguos —vasijas, estatuas, mosaicos— y perciben una cantidad poco despreciable que después financia sus actividades. El objeto de su odio es, también, la base de su economía. Junto con la venta de petróleo tomado de refinerías secuestradas y la extorsión, el Estado Islámico tiene un patrimonio que aún no ha sido calculado en su totalidad, pero supera los miles de millones de dólares.

El tráfico de antigüedades, se ha dicho, es su segunda fuente de financiación. Con una buena porción de Siria en sus manos y otro tanto de Irak, el Estado Islámico tiene un territorio de historia antiquísima y con numerosos focos de excavación. No se sabe con certeza cuántos son. La Unesco, cuya única herramienta para reconocer el estado de las piezas arqueológicas en esa zona son las imágenes satelitales, recordó hace poco que es posible ver incontables hoyos. Pero no se sabe qué piezas son, ni cuántas, ni cuánto cuestan en el mercado negro.

La reciente destrucción del Arco del Triunfo, de tumbas y piezas antiquísimas en Palmira (Siria), un centro arqueológico central tomado por el Estado Islámico en mayo de este año, sirvió a la directora de la Unesco, Irene Bokova, para afirmar que el grupo extremista estaba robando y traficando piezas arqueológicas de manera sistemática. Entre los actuales territorios de Siria e Irak se criaron numerosas civilizaciones del imperio asirio, del imperio grecorromano y convivieron por años, sin asesinarse, grupos de católicos y musulmanes. “Daesh (como es llamado el Estado Islámico en árabe) sabe que existe un beneficio económico en esta actividad y están tratando de sacar ganancias —dijo Bokova—. Sabemos también que están vendiendo a ciertos distribuidores y coleccionistas privados”.

En un reportaje reciente, el diario The Guardian resumió el modo en que el tráfico se convirtió en una pieza invaluable del ejercicio marcial del Estado Islámico. El tráfico ilegal de antigüedades es una actividad de vieja data en la zona. El Estado Islámico, cuando comenzó a gobernar, cobraba cerca del 20 % en impuestos a los excavadores. Hoy, según la organización Syrian Heritage Initiative, tienen incluso una administración de arqueología en las zonas urbanas.

Después, cuando el negocio se volvió más lucrativo, contrató sus propios grupos de excavación y adquirió material para su ejecución. Los contrabandistas, previo permiso del Estado Islámico, transportan las piezas hasta Turquía y el Líbano, donde —dicen reportes del blog Conflict Antiquities, administrado por el experto Sam Hardy— las autoridades participan del tráfico a través de sobornos o sólo tapándose los ojos. En tiendas locales, las piezas comienzan a ser mercadeadas entre los coleccionistas de Europa; muchas de ellas han llegado hasta Suiza, Alemania e Italia.

Detener su tráfico resulta, en la mayoría de las ocasiones, imposible. En febrero pasado, los países adscritos a la Unesco firmaron un compromiso para detener el tráfico de piezas hacia sus países provenientes de Irak y de Siria. Diez países de Oriente Medio, entre ellos Arabia Saudita, los Emiratos Árabes Unidos, Jordania, Kuwait y Líbano, firmaron en mayo una declaración en la que se comprometen a cooperar en la lucha contra el tráfico y la destrucción de piezas arqueológicas.

Sin embargo, los contrabandistas suelen esconder el origen de las piezas —esencial para comprobar un posible delito— y, en complicidad con algunos curadores y vendedores profesionales, rehacen el historial de propiedad de las piezas. El arqueólogo Mark Altaweel, de origen afgano, dijo a The Guardian que encontró en Londres algunas piezas que, es muy probable, provienen de zonas controladas por el Estado Islámico. Comprobar la ruta de origen de una pieza, y las manos que pasaron sobre ellas, la bitácora de su horror, es esencial para conocer su valor histórico y económico y también para controlar el tráfico. Si no existe, el tráfico continúa.

Un reportaje del sitio Buzzfeed, escrito por Mike Giglio, anota que muchas de las piezas han quedado estancadas en Líbano o Turquía por miedo a las autoridades europeas. A pesar de ello, si existe un comprador en Europa es probable que el distribuidor eluda todo temor y la venda. Un mercado así, sin control, es también proclive a las falsificaciones. La carencia de una legislación más fuerte en cuanto al origen y la venta de piezas de este tipo, ha producido un mercado fructífero y casi secreto, que se promociona sólo a través de fotos en grupos exclusivos de coleccionistas y contrabandistas.

“Nos sentimos mal por robar nuestra historia y venderla tan barata —le dijo un contrabandista a Giglio—. Pero no tenemos un hogar y somos desempleados, de modo que no nos importa”. La suma de los tributos que da el tráfico de antigüedades al Estado Islámico es inexacta. El grupo se llevó US$36 millones en piezas del este de Damasco hace casi un año; una vasija mesopotámica en su poder costaba US$250.000 y era traficada a través de mensajes de WhatsApp; cerca de US$300 millones en antigüedades —de acuerdo con cálculos presentados por Bloomberg— pululan a través de Líbano, Turquía y Jordania.

En mayo de este año, el republicano Bill Keating presentó un proyecto de ley en el Congreso estadounidense dedicado a detener el tráfico de material cultural, como un modo de bloquear al Estado Islámico. Keating dijo que, a pesar de la voluntad de la Unesco, la carencia de coordinación entre los miembros sólo alimenta las arcas del Estado Islámico.

Por Juan David Torres Duarte

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