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Estos son quienes rescatan vidas en Siria aunque arriesguen las suyas

Los Cascos Blancos son un grupo de civiles que tienen un solo objetivo: enfrentarse a las bombas y salvar vidas. Son favoritos (y deben serlo) para el Nobel de Paz, que se entrega este viernes.

Juan David Torres Duarte
06 de octubre de 2016 - 08:31 p. m.
Un voluntario de los Cascos Blancos rescata a un niño de los escombros tras un bombardeo en Karm Homad, al norte de Alepo. / AFP
Un voluntario de los Cascos Blancos rescata a un niño de los escombros tras un bombardeo en Karm Homad, al norte de Alepo. / AFP

Cada uno de los tres hombres con cascos blancos que usted ve en la fotografía de este artículo gana $430.000 al mes. Su responsabilidad es rescatar a los civiles de entre los escombros, trasladarlos a refugios seguros y asegurarlos contra los bombardeos. Dicho de otro modo, ganan $430.000 al mes por arriesgar su pellejo ante las bombas químicas y plomizas que caen, a razón de decenas al día, en Siria. Por enfrentarse al imperio del plomo que ejecutaron el Estado Islámico, los rebeldes, el gobierno de Bashar Al Assad, los rusos, los estadounidenses y Europa. Se llaman los Cascos Blancos o, para ser más formales, la Defensa Civil Siria. Salvan de la muerte a los sirios o, para ser más formales, los salvan de los asesinatos deliberados de civiles que comete el gobierno sirio.

Se enfrentan al terror sin una sola arma.

Son nominados al premio Nobel de Paz, que se entrega este viernes. Como razón para entregárselo, el diario The Guardian dijo esto: “Cuando una bomba cae y derruye un edificio, y deja devastación a todo su alrededor, ellos se precipitan hacia ese lugar en vez de precipitarse hacia los refugios”.

Razón suficiente.

Los Cascos Blancos son un grupo de cerca de 3.000 civiles voluntarios que han decidido contraponer la bondad, el genuino afecto y el socorro como valores esenciales en una guerra que dicta todo lo contrario: que hay que matar al enemigo, aunque esté desarmado, sin importar los medios. 145 de ellos han muerto en el ejercicio de su labor, que se desarrolla en un ambiente al que las palabras le deben mucho: de los helicópteros, al mediodía o en la tarde o en la mañana, caen barriles llenos de explosivos, puntillas, estiércol, y también caen bombas de aviones con los símbolos de la Fuerza Aérea Siria. Entonces se levanta el polvo tras el rugido viperino de las bombas y cuando el polvo se dispersa, o incluso antes, los Cascos Blancos se lanzan hacia los escombros para encontrar a los sobrevivientes. En tres años, han salvado a 62.000 personas. Trabajan bajo un lema que proviene del Corán: “Salvar una vida es salvar toda la humanidad”.

“Cuando quiero salvar la vida de alguien —dice Abed, uno de sus miembros— no me importa si es un enemigo o un amigo. Lo que me importa es salvar el alma que podría morir”. Los Cascos Blancos carecen de color políticos: son carpinteros, sastres, bomberos, profesores, estudiantes, pintores, boticarios y constructores. Son hombres y mujeres. Cada día es quizá el último día: los bombarderos tienen la costumbre de disparar dos veces. En la primera deshacen los edificios, asesinan a los civiles, dejan a algunos heridos. Entonces entran los Cascos Blancos, que saben que habrá siempre un segundo disparo, una reafirmación drástica y horrorosa del poder del Estado: tienen la certeza de la muerte próxima, ganan $430.000 y salen cada día a trabajar. Han atendido a cerca de 7 millones de personas en todo el país.

Hoy atienden, sobre todo, a los ciudadanos de Alepo, que ya suman dos semanas bajo el dominio de las bombas. Han muerto cerca de 370 personas. Cada día llegan reportes de doce muertos, de catorce muertos, de quince, de dieciséis. Las únicas buenas noticias llegan a través de los Cascos Blancos: rescataron hace poco a un bebé vivo de los escombros. Su líder, Raed al-Saleh, dijo en una entrevista: “Oímos mucho sobre guerra y paz y terrorismo y refugiados y convoyes de Naciones Unidas. Pero no vemos acciones decisivas. No vemos la voluntad política para atender las raíces del problema. Y no entendemos por qué”.

Quien registra su firma en la página para apoyar su candidatura al Nobel, recibe a vuelta de correo una carta de agradecimiento. En uno de sus párrafos dice: “Los voluntarios están tan ocupados, que algunos de ellos no saben que fueron nominados”.

Por Juan David Torres Duarte

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