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Fidel Castro cumple 90 años sin que nadie haya podido derrotarlo

Su figura mítica determinó la historia de Cuba tras la Revolución y de los movimientos sociales en América Latina. Es considerado un genio político, un déspota y la memoria viva de la Guerra Fría.

Juan David Torres Duarte
13 de agosto de 2016 - 02:00 p. m.
Fidel Castro durante un discurso en la Universidad de La Habana en 2010. / AFP
Fidel Castro durante un discurso en la Universidad de La Habana en 2010. / AFP
Foto: AFP - ADALBERTO ROQUE

A sus 90 años, Fidel Castro ha superado la expectativa de vida de cualquier poderoso que Estados Unidos despreciara. Dado que lleva diez años por fuera del poder y asumió una rutina ajena a la vida pública, la última vez que apareció fue tan sorpresiva como si un pájaro avejentado hubiera cantado de golpe como antaño. Reapareció en silla de ruedas, encorvado, con la barba cana y copiosa y la mirada pesarosa pero determinada, por los mismos días de abril en que había escrito en Granma con obstinación maestra: “No necesitamos que el imperio nos regale nada”. Allí estaba el nonagenario Fidel, el mito comunista, reafirmando que, aunque sean de nuevo amigos con Estados Unidos, él preserva su buena memoria.

Recuerda, por ejemplo, la invasión de la playa Girón. Por entonces, Fidel Castro era un hombre de espalda erguida y barba negra, el guerrillero definitivo que había rapado el poder dos años atrás con una armada facinerosa de 80.000 hombres y mujeres. Una entusiasta contraguerrilla diez veces menor que sus fuerzas armadas —apoyada por el gobierno de Kennedy— atacó en la madrugada del 15 de abril de 1961 por aire y por tierra, y tres días después los guerrilleros cubanos, alentados por la defensa obtusa del socialismo que Castro había pergeñado horas antes, determinaron el fracaso mayor de la invasión.

En una fotografía de la escaramuza, Castro asoma la cabeza desde un tanque. Animó a sus tropas. Las fustigó. La victoria nutrió su orgullo: de camino a la playa Girón, un cartel reza hoy: “Girón: primera derrota del imperialismo yanqui en América Latina”. En mayúsculas invasivas y omnipotentes, con la misma omnipresencia que Castro adquirió en los años siguientes: el héroe guerrillero, el que envió tropas a Angola, Etiopía y Argelia, el verdugo del imperio, el protegido de los dioses de allende y aquende. El día en que Castro avanzó triunfante en La Habana y parlamentó ante los cubanos, una paloma blanca se posó sobre su hombro y otras dos sobre el atril, y entonces aquello fue interpretado como un signo de la patente sobrenatural para que Castro enrumbara a Cuba. Tras la tarima, un discreto encantador de palomas atraía las aves con un reclamo de caza.

“No teníamos ni un centavo ni un arma —recordó en entrevista con Clarín— y había una fuerza tremenda frente a nosotros, y, además, nadie nos hacía mucho caso, porque el gobierno derrocado sí tenía muchos recursos y el apoyo de algunos oficiales del ejército. Decidimos que, a pesar de todo, el problema podía resolverse”.

En La Habana hay 258 museos y ninguno de ellos está dedicado a Fidel Castro. Tampoco interesa: su presencia ha sobrepasado la caduca existencia física. “Soy hostil a todo lo que pueda parecer un culto a la persona —dijo en 2008 al periodista Ignacio Ramonet— y no hay una sola escuela, fábrica, hospital o edificio que lleve mi nombre. Ni hay estatuas, ni prácticamente retratos míos”. Es muy posible, sin embargo, que nadie en Cuba ignore su nombre ni la relación ansiosa de sus hazañas: el asalto al cuartel Moncada en 1953, su posterior encarcelamiento, la travesía barbárica por la sierra Maestra, la vituperación de Goliat, el milagroso escape de 634 intentos de asesinato, la defensa recia de la rebelión ante Naciones Unidas, la aceptación de misiles soviéticos, el temor de la guerra nuclear, la rigurosa estampa de su voluntad. Cuba es su museo.

Otros, opositores de la hagiografía, han rememorado su carácter déspota. Cuando condenó a Huber Matos, colega de revolución, a 20 años de prisión en 1959; cuando envió a 75 opositores a la cárcel en 2003 y fusiló a tres; cuando decidía qué se decía y quiénes podían decirlo; cuando restringía el discurso y las reuniones en grupo; cuando en los primeros años sentía pavor por la próxima tentativa de asesinato y fusilaba a sus enemigos; cuando se abrigó sin restricciones bajo el ala de la Unión Soviética.

Los disidentes en Miami alegan su nepotismo; los exiliados critican la vejez de sus concepciones y el atraso de la isla, y le endilgan su incapacidad para ir a la par con el resto del universo. “Es el hombre de las tres es —dijo una disidente cubana—: egotista, egoísta y egocéntrico”. Cuba: el último bastión del comunismo. “Por ahí escriben libros afirmando que en Cuba se tortura y se hacen veinte cosas —dijo Castro—. (…) Sin embargo, nosotros hemos dicho: ‘Le damos todo, lo poco que tenemos, se lo damos todo al que pueda demostrar que en nuestro país hubo un solo caso de tortura’”. Fidel Castro: el último dinosaurio de la política.

Sin Castro es también imposible desglosar la historia de América Latina. “Su revolución da ganas de luchar —dijo Iván Márquez, comandante de las Farc, a la AFP—, de entrar en la selva, de tomar el fusil para intentar cambiar las cosas”. Las fuerzas armadas cubanas demostraron a multitudes de jóvenes cómo se rehacía el poder, cómo se derrotaba un enemigo pretencioso, cómo se arrojaba el látigo contra los imperecederos dueños de la tierra. Morirían civiles en el camino, es cierto: pero la Revolución triunfó en Cuba y triunfaría más allá de sus bordes. El solitario Che Guevara había avanzado hacia África y luego hacia Bolivia, donde moriría fusilado; en Nicaragua, los sandinistas tumbarían a Somoza; Chávez se convertiría en el primer presidente socialista de Venezuela; Salvador Allende devendría en mito en Chile. García Márquez alabó la Revolución y el tímido Julio Cortázar se convirtió en su abanderado. En entrevista con Clarín, Castro dijo impertérrito: “Búsquenme un mejor modelo, y yo les juro que haría todo lo posible, empezaría otra vez a luchar otros 50 años”.

Por Juan David Torres Duarte

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