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Guardianes del fin del mundo

El sargento Iván Cádiz y su familia son los únicos habitantes del Cabo de Hornos, la punta más austral de América del Sur.

Alejandra Vanegas Cabrera
12 de noviembre de 2012 - 11:00 p. m.
La familia Cádiz: Iván, Daniela, Paula e Iván, el hijo menor. Otras 30 familias chilenas viven en distintas islas de esta región.
La familia Cádiz: Iván, Daniela, Paula e Iván, el hijo menor. Otras 30 familias chilenas viven en distintas islas de esta región.

En el barco, un crucero de la empresa Australis de Chile, nos anunciaron que el primer desembarco de la ruta sería en Cabo de Hornos, el extremo más austral de la zona meridional del planeta. La idea de conocer este punto, que queda a tan sólo 650 kilómetros de la Antártida, me deslumbraba. Inmediatamente mi mente se remontó a antaño, cuando los enormes galeones de los conquistadores y comerciantes surcaban estas agitadas aguas, en donde se unen los océanos Pacífico y Atlántico, llevando mercancías para intercambiar en las nuevas tierras americanas.

Desperté del sueño cuando la guía aseguró que el lugar era habitado por cuatro personas. Pensé: ¿una única familia viviendo en esta isla del fin del mundo? Pero, ¿qué harán aquí? La atracción por dilucidar este misterio personal se hizo intensa.

Al siguiente día fui la primera en cubierta para abordar el bote que nos llevaría hasta el islote austral. Eran las siete de la mañana cuando el grupo que navegaba en el crucero, 50 personas, desembarcó en Cabo de Hornos.

Una escalera de 168 escalones que iniciaba en la playa nos llevaría a recorrer la isla hasta uno de los puntos más altos, en donde reposa una escultura de hierro de un albatros (ave de la región), junto a un poema escrito por la poetisa Sara Vial, de Valparaíso:

La figura y las letras, como dice el poema, son un homenaje a los marinos que perdieron su vida en las turbulentas aguas. Estos versos lograron que mi piel se erizara bajo las capas y capas que la cubrían del frío.

Mientras subía los escalones, maravillada por el paisaje iluminado por un sol todavía tenue, vi venir un perro. Era un french poodle. Pensé: seguro es parte de la familia. El animal corría por el pasto a paso acelerado, se notaba que estaba desesperado por saludar a los turistas. En la cima fue el centro de atención, todos querían tomarse una imagen con el travieso habitante y la escultura del albatros.

Cuando estaba bajando me encontré con un niño en pijama. Le dije: “¿Vives acá?”. “Sí”, respondió mientras se alejaba corriendo hacia su casa. A mi llegada al faro-hogar de la familia Cádiz estaba Paula, la mamá, lidiando con los turistas en la tienda de souvenires. Iván, el padre, contemplaba la escena. No pude resistirme a preguntarle sobre su vida en la isla.

“Nuestra misión es salvaguardar la soberanía chilena”, fueron sus primeras palabras. “Esta es una opción que nos dan a los marinos de la Armada, es totalmente voluntaria. Hay un proceso de postulación y selección que debemos seguir”, aseguró Cádiz.

Los Cádiz viven en Cabo de Hornos desde hace 10 meses, les faltan dos para dejar la isla. Se trata de un programa de la Armada chilena que tiene una duración de un año y su fin es mantener la influencia de la nación en este territorio, el cual ha sido por años motivo de disputa con Argentina y en algún momento también estuvo en la mira de los franceses.

En realidad, los Cádiz no son los únicos que viven en el área. En las distintas islas e islotes chilenos que componen la Región de Magallanes y de la Antártica habitan, al menos, 30 familias de la Armada. Todos cumplen la misma función de salvaguardas territoriales.

Para llevar a cabo esta misión, el sargento dispone de una sala de radio y de control de radar y ploteo, con contactos de superficie que detectan embarcaciones en el horizonte y equipos para medir y transmitir en tiempo real los datos meteorológicos. La familia también cuenta con televisión, teléfono e internet satelital para comunicarse con sus parientes y estar informados de lo que ocurre en el mundo.

Estar conectados no sólo les permite estar al tanto, también les da la posibilidad de pedir sus provisiones para alimentarse, que llegan cada dos semanas en un buque de la Armada. “El hecho de que vengan sólo en ciertos intervalos de tiempo nos obliga a ser selectivos en los menús y a racionalizar los alimentos. Aunque si se acaba algo les pido a los cruceros o barcos que pasan por el área”, comenta Paula.

De la misma manera necesitan estar en contacto con Puerto Williams, una localidad ubicada en la orilla sur del canal Beagle, pues desde allí Paula e Iván reciben instrucciones sobre el contenido académico que deben impartir a sus hijos, Daniela e Iván.

El proceso educativo fue, tal vez, el más complicado de llevar para la familia. “Para los niños fue difícil verme como un profesor —dice Iván, el padre—. Se reían y no tomaban las clases en serio. Poco a poco la imagen fue cambiando, ahora saben que soy su maestro y es una hora sagrada en la que sólo se habla de estudio. Saben que tienen su rutina, por tanto, realizan las tareas en los horarios indicados. Esta experiencia académica también nos ha unido”.

Hoy, dos meses antes de su partida de la isla, comienza la ansiedad, pues cambiarán los días de tranquilidad junto al mar y la naturaleza por el ajetreado ritmo de Santiago, la capital. Seguramente esta no será la última experiencia patagónica de los Cádiz; de hecho, no es la primera. Hace 10 años ya habían vivido en otra isla. Su amor por la naturaleza es tal que considerarían volver a estas tierras. Por lo pronto, tienen planeado ir a Brasil de vacaciones para cambiar radicalmente de panorama.

Soy el albatros que te esperaen el final del mundo.Soy el alma olvidada de los marinos muertosque cruzaron el Cabo de Hornosdesde todos los mares de la tierra.Pero ellos no murieronen las furiosas olas.Hoy vuelan en mis alas,hacia la eternidad,en la última grietade los vientos antárticos

Por Alejandra Vanegas Cabrera

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