El actual impasse diplomático hace pensar que la disolución de la Unión Soviética y el fin de la guerra fría nunca dieron muerte a las doctrinas de política exterior que acompañaban a ésta, en especial la contención. Al contrario, podría afirmarse que desde comienzos de los noventa, Estados Unidos, de la mano de Europa occidental, ha buscado expandir su zona de influencia militar, política y económica hasta los límites fronterizos de Rusia (si no también dentro de estos) con el objeto de contener la expansión y la influencia de ese país. Así, Washington ha actuado en términos geoestratégicos como si la guerra fría nunca hubiera terminado.
Una columna reciente del académico y funcionario público, Joseph Nye en el New York Times, sobre la política de Obama en Asia, permite entender por qué la contención no funciona como estrategia frente a Rusia. Además de ser diseñada para otra época histórica en la que el intercambio económico y el contacto social eran limitados, parte de la consideración del “otro” como enemigo o amenaza, lo cual inculca en este conductas de adversario. En reflejo de esto, varias encuestas recientes de Gallup, Levada Center y VTsIOM muestran que las percepciones mutuas entre los habitantes de Rusia y Estados Unidos han empeorado ostensiblemente. Por primera vez en 15 años la mayoría de los estadounidenses consideran a Rusia como un enemigo en lugar de un aliado, teniendo altos niveles de desfavorabilidad tanto el país como Vladimir Putin. Mientras tanto, la mitad de la población rusa ve a Estados Unidos en términos negativos y considera posible una nueva “guerra fría”. A su vez, apoya masivamente la defensa de Rusia frente a intromisiones externas (occidentales liberales), así como la recuperación de su estatus como “gran potencia”.
El lenguaje utilizado en días recientes por Washington frente al despliegue militar ruso en Crimea suena a ultimátum. Dentro de la lógica señalada aquí, la respuesta de Putin, consistente en no sucumbir ante la presión externa y dividir a Europa con el chantaje de cortar su suministro de energía, es completamente “racional”. Pese a la advertencia estadounidense de que “habrá costos que pagar”, no existe amenaza militar creíble que pueda forzar a Rusia a soltar a Crimea, mientras que la de otros tipos de sanción económica y política es similarmente inocua.
La pregunta, entonces, es cómo persuadir a Rusia a hacer lo que quieren Estados Unidos y Europa, dada la inutilidad de la contención y a sabiendas de que la anexión de Crimea es una posibilidad real. Además de tratar a Putin como socio o incluso rival, y no como enemigo o loco, es importante comprender las preocupaciones (no del todo ilegítimas) rusas frente a la crisis en Ucrania. Desde la guerra en Georgia de 2008, Moscú no había enviado señal más fuerte de que la inestabilidad política y económica en sus fronteras son inadmisibles para su “interés nacional”. Obama debe intentar escuchar.