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La guerra fría nunca terminó

Lo que parecía una crisis política interna, difícil para Ucrania pero manejable en términos de sus repercusiones internacionales, se ha convertido en un pulso entre Rusia, Estados Unidos y Europa que recuerda el modus vivendi de la guerra fría, en el que la expansión de cualquiera de las partes se disuadía mediante la amenaza de retaliaciones militares de “baja intensidad” o incluso de tipo nuclear.

Arlene B. Tickner
05 de marzo de 2014 - 02:30 a. m.
El presidente de Estados Unidos, Barack Obama.  / AFP
El presidente de Estados Unidos, Barack Obama. / AFP
Foto: AFP - SAUL LOEB

El actual impasse diplomático hace pensar que la disolución de la Unión Soviética y el fin de la guerra fría nunca dieron muerte a las doctrinas de política exterior que acompañaban a ésta, en especial la contención. Al contrario, podría afirmarse que desde comienzos de los noventa, Estados Unidos, de la mano de Europa occidental, ha buscado expandir su zona de influencia militar, política y económica hasta los límites fronterizos de Rusia (si no también dentro de estos) con el objeto de contener la expansión y la influencia de ese país. Así, Washington ha actuado en términos geoestratégicos como si la guerra fría nunca hubiera terminado.

Una columna reciente del académico y funcionario público, Joseph Nye en el New York Times, sobre la política de Obama en Asia, permite entender por qué la contención no funciona como estrategia frente a Rusia. Además de ser diseñada para otra época histórica en la que el intercambio económico y el contacto social eran limitados, parte de la consideración del “otro” como enemigo o amenaza, lo cual inculca en este conductas de adversario. En reflejo de esto, varias encuestas recientes de Gallup, Levada Center y VTsIOM muestran que las percepciones mutuas entre los habitantes de Rusia y Estados Unidos han empeorado ostensiblemente. Por primera vez en 15 años la mayoría de los estadounidenses consideran a Rusia como un enemigo en lugar de un aliado, teniendo altos niveles de desfavorabilidad tanto el país como Vladimir Putin. Mientras tanto, la mitad de la población rusa ve a Estados Unidos en términos negativos y considera posible una nueva “guerra fría”. A su vez, apoya masivamente la defensa de Rusia frente a intromisiones externas (occidentales liberales), así como la recuperación de su estatus como “gran potencia”.

El lenguaje utilizado en días recientes por Washington frente al despliegue militar ruso en Crimea suena a ultimátum. Dentro de la lógica señalada aquí, la respuesta de Putin, consistente en no sucumbir ante la presión externa y dividir a Europa con el chantaje de cortar su suministro de energía, es completamente “racional”. Pese a la advertencia estadounidense de que “habrá costos que pagar”, no existe amenaza militar creíble que pueda forzar a Rusia a soltar a Crimea, mientras que la de otros tipos de sanción económica y política es similarmente inocua.

La pregunta, entonces, es cómo persuadir a Rusia a hacer lo que quieren Estados Unidos y Europa, dada la inutilidad de la contención y a sabiendas de que la anexión de Crimea es una posibilidad real. Además de tratar a Putin como socio o incluso rival, y no como enemigo o loco, es importante comprender las preocupaciones (no del todo ilegítimas) rusas frente a la crisis en Ucrania. Desde la guerra en Georgia de 2008, Moscú no había enviado señal más fuerte de que la inestabilidad política y económica en sus fronteras son inadmisibles para su “interés nacional”. Obama debe intentar escuchar.

Por Arlene B. Tickner

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