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Hacedor de santos

La noticia del mundo católico es la canonización de los papas Juan XIII y Juan Pablo II, una decisión estratégica del papa Francisco para refrendar la imagen de la Iglesia.

Guillermo León Escobar* /Especial para El Espectador
27 de abril de 2014 - 02:00 a. m.
Tras la muerte de Juan Pablo II, su cuerpo fue trasladado en procesión a la Basílica de San Pedro, donde miles de personas le dieron el último adiós. / Archivo particular
Tras la muerte de Juan Pablo II, su cuerpo fue trasladado en procesión a la Basílica de San Pedro, donde miles de personas le dieron el último adiós. / Archivo particular

Las imágenes de los dos funerales son parte de la historia contemporánea. El de Angelo Giuseppe Roncalli, Juan XXIII, concurrido por muchos “príncipes” de la Iglesia que en 1963 estaban yendo y viniendo al Concilio Vaticano II. Y aquel otro funeral, el de 2005, donde millones se dolieron por la muerte de Karol Woytila, Juan Pablo II, y desfilaron ante su féretro días y noches enteros; cristianos católicos, cristianos, hebreos, agnósticos buscadores de Dios, gentes de buena voluntad que tenían la convicción que podía ser declarado “Santo Súbito”, como en la época de Francisco de Asís, porque había sido igualmente como Pablo de Tarso, un portador de la buena nueva en todos los lugares del mundo.

Ahora llegó el papa Francisco y tomó la decisión esperada y hoy ha proclamado santos a quienes han de servirnos como modelo pastoral en una iglesia de “gestos”, que finalmente se ciñe las sandalias del pastor, toma el cayado y sale a dar testimonio de quien es “camino, verdad y vida”. Bien puede decirse que Francisco es la “sesión conclusiva” de un Concilio que apenas está encendiendo las luces para que todos veamos.

¿Por qué? El mundo de la globalización demanda nuevos líderes y hoy han sido reconocidos. Habrá nuevas sorpresas. El grupo que apoyaba al papa Juan en su aventura llegó a hablar en concreto de los signos para descubrir si la pobreza era verdadera. Son los pobres los que nos exigen la transparencia en los balances y a quienes debemos la cuenta de cómo administramos lo que a ellos habrá de llegarles oportunamente por el camino de la justicia y de la caridad.

Dialogantes de la Paz Juan, Juan Pablo y Francisco saben muy bien que sólo quienes a ella aspiran serán “constructores de una nueva sociedad”. La Iglesia aspira a la globalización de la conciencia y a ser seguida por el dinamismo de unos cristianos pobres y no por la fragilidad de unos pobres cristianos.

Queda claro, una vez más, que a la hora de decidir y de tomar iniciativas, lo mismo que de ensayar caminos que sean nuevos para la cristiandad, Francisco no se inmuta. Se caracteriza hasta el momento por no entrar en controversia —cosa bien diferente al diálogo—, encarga tareas, pero es él quien después de oír argumentos decide, y casi siempre rápido, en una institución acostumbrada a ser la encarnación de la demora.

De otros pontífices en el pasado se suponía que esperaban el gran estudio realizado por la inefable Secretaría de Estado, tanto que era mejor a veces ser cercano al secretario de Estado y no tanto al papa. Hoy Pietro Parolín trabaja con un perfil más disminuido para Francisco y así las cosas funcionan mejor.

No tendrá Bergoglio los títulos académicos de algunos de sus predecesores ni el don de lenguas de otros que impresionaban al simple mortal, así no fueran totalmente ciertos los predicamentos, pero Francisco convence y es tan auténtico como el de Asís. Son gentes del común y esto no podrá ser tomado como ofensa. Cultor de los gestos ha hecho de ellos un lenguaje y aquellos expertos —como el personaje de Shakespeare— en decir tan sólo “palabras, palabras, palabras” enmudecen hoy día cuando después de escucharlos las gentes les reclaman “gestos, por favor”.

 

* Juan y el efecto del Concilio

El papa Francisco viene de lejos no sólo en el sentido geográfico. Viene del Concilio Vaticano II. Buena parte de su originalidad está constituida por el voluntario rescate que se ha propuesto de ese evento y de la herencia de aquel que fuera llamado “Papa Bueno”, Juan XXIII, por unos como reconocimiento de una bondad de la que había hecho gala toda la vida y por otros que —en el colmo de la ironía— no encontraban otro predicamento, ya que la Iglesia venía de ser dirigida por una personalidad tan profunda, sólida y lejana como Pío XII.
Juan XXIII no fue beatificado prontamente, puesto que sólo contaba con la admiración de los cristianos de a pie y de algunos obispos, pero se encontró con enormes opositores que lo combatieron hasta después de su muerte porque creían que cometía un error pretendiendo reformar una Iglesia que ya había —erróneamente— arreglado sus problemas con el pasado con Pío IX.

Juan, “el inteligentemente bueno”, sabía que eso no era cierto y que se había entrado en el mar proceloso donde la “Buena Nueva” era demasiado escandalosa para el marxismo y para el liberalismo, y la Iglesia que anunciaba esa palabra vivía en el ayer sin darse cuenta de que el mundo había cambiado. Esa controversia la asumió Juan XXIII y vino a darla por cumplida Juan Pablo II con la Carta Encíclica “Fe y Razón”. Juan convoca el Concilio y tiene que enfrentarse a la sorda oposición de la Curia y a la frialdad de quienes poseían privilegios o de aquellos que aspiraban con el tiempo a gozar de ellos. No fue nada fácil, pero tenía la escuela de haber vivido en medio de dificultades y desafíos siendo nuncio en países en donde un obispo tenía que jugársela para garantizar la supervivencia de muchos seres humanos —cristianos o no— que se maravillaban del Dios que movía a ese hombre a “jugársela toda” por su gente y por los que no le pertenecían.

Su cantinela —como hoy la de Francisco— era aquella de querer “una Iglesia pobre para los pobres” y estar rodeado por todas partes por todos los peligros de la riqueza. Por la Providencia —o por el destino— hubo quienes lo acompañaron entusiastas en la aventura de la primera gran asamblea ecuménica. Esa frase, que hoy es actual, la pronunció en septiembre de 1962, 30 días antes de comenzar el Concilio y la había diseñado ya en la Carta “Madre y Maestra”. Solamente quienes la leyeron —cosa que de ordinario no ocurre con los documentos pontificios aunque todos hablan de ellos— fueron un poco más allá de la retórica cuando le escucharon decir en la sesión inaugural del Concilio aquello de que “nuestra preocupación se dirige, sobre todo, hacia los más humildes, los más pobres, los más débiles”.
Amigos fieles de este sentir y aliados incondicionales fueron el cardenal Lercaro, Montini —quien sería después Pablo VI—; Helder Camera, el obispo de Sahara Mercier; los teólogos Congar y Chenu; las organizaciones de Laicos de Milán y de Turín, y todos aquellos que juiciosamente se reunían a pensar en el “Colegio Belga”. De ellos salió por primera vez esa frase que la repitió Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) y que ha hecho propia el papa Francisco cuando enjuicia al mundo y su teoría económica, afirmando que es “una máquina para fabricar pobres”.

Francisco parece tener especial devoción por el “Esquema XIV” y en verdad su honda originalidad es la del pescador que sabe de profundidades y de quien es consciente de toda la sabiduría conciliar que había sido ocultada por la curia. Juan XXIII abrió ese camino y lo hizo a conciencia. El “Esquema XIV” habla de cosas que hoy nos recuerda Francisco, “del compromiso de los obispos de vivir como viven las gentes, modestamente, dispuestos y obligados a preferir la compañía de los débiles y de los pobres, porque se detectaban por entonces que las preferencias en general de los príncipes de la Iglesia de entonces —con excepciones— se inclinaban hacia los ricos.

A ese papa Juan XXIII, que a tanto se atrevió es al que canoniza hoy Francisco y lo reconstituye como el Gran Pontífice del Siglo XX. Hay quienes dicen que “se le perdonó el segundo milagro” y qué más prodigio que el haber sido capaz de vislumbrar la ruta del mundo que debía nacer antes de superar la “Guerra Fría” —a cuyo fin contribuyó con la mediación en la crisis de los misiles en Cuba —y su prédica incesante de estar ya no “en una época de cambios, sino en un cambio de época”.

 

* Juan Pablo II y las polémicas de final de milenio

Todos lo conocemos, en especial los colombianos, a causa de su visita en 1986. Vino como “Peregrino de la Paz” y la situación de Colombia lo impresionó de tal manera que siempre la tuvo en su pensar y en su consideración. Nos visitó pasada la tragedia del Palacio de Justicia y la catástrofe de Armero. Todavía impresiona ese hombre de blanco arrodillado en la cruz conmemorativa liberando lágrimas y construyendo sueños para este país duramente castigado.

Nunca nos olvidó y en cada intento de buscar la paz a través del diálogo sabía decir su palabra oportuna que encontraría eco en quienes buscaban honestamente la paz y sordinas en quienes viven de la guerra. Veintiséis veces envió mensajes al país, pues pensaba que Colombia era un país líder en la recuperación del sentido cristiano del existir. (Haría falta hoy convencer a Francisco de nuestros problemas con la guerra, pero quienes nos representan no han logrado que él se ocupe de este cáncer que nos corroe).
Fue Juan Pablo un papa misionero; no hay lugar en el mundo donde no se le recuerde y si bien hay hoy día quienes intentan endilgarle responsabilidades en el gobierno de la Iglesia, en especial en los terrenos de la pedofilia y de la corrupción dentro de algunos sectores de la curia, han de saber que quienes lo conocimos de cerca experimentamos que “cuando sabía algo erróneo era inconmovible en el decidir”, que cuando llegaba la sospecha pedía se averiguara y cuando era hora de sancionar sancionaba. Muchos en la curia de entonces y en ciertas iglesias particulares han de responder ante la historia por todo aquello que le ocultaron al papa Juan Pablo y por haber, luego de su muerte, evadido cobardemente responsabilidades que asumieron valientemente Benedicto, y ha tomado desde el inicio y ratificado recientemente Francisco sobre sus hombros.

Ceñidos a la verdad, no puede hablarse de debilidad y de pusilanimidad de Juan Pablo. Bastaría no más recordar su intervención contra la mafia en Sicilia. Ese es un cuadro heroico y apasionante. Se sabe de múltiples atentados contra él que sorteó con inteligencia y con la serenidad de quien sabe estar en las manos de Dios. Y sabía, además, que todos cometemos errores y que junto con la fortaleza que mostramos está la fragilidad que nos acompaña. Poco a poco, con la acción de Francisco, se va colocando en evidencia quiénes fueron “los amos del silencio de la corrupción y de la degeneración”, tanto peor cuando luego de muerto permitieron que se difamara a Lolek y peor porque ellos por acción o por omisión eran cómplices que abandonaron el llamamiento de ser guías y luz del mundo. Baste no más por curiosidad indagar por las organizaciones de quienes han querido boicotear y frenar la canonización de Woytila para darse cuenta de la serie de intereses que hay detrás de quienes han puesto millones a disposición de una causa fallida, porque Francisco —que bien lo conoció y que fue por él creado cardenal— le pondrá punto final en la mañana de hoy declarándolo santo, lo que equivale a decir “modelo digno de imitar”.
 

 * Exembajador de Colombia ante la Santa Sede, profesor de la Universidad Gregoriana y consultor pontificio.

Por Guillermo León Escobar* /Especial para El Espectador

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