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Las heridas abiertas de Irak

Desde el fin de semana, ya son más de 80 los muertos por atentados con bomba. Hace 10 años comenzó la invasión estadounidense y hoy se sienten sus consecuencias.

Karen Marón / Especial para El Espectador, Bagdad
21 de mayo de 2013 - 09:36 p. m.
Un grupo de iraquíes cargan con un cuerpo tras la explosión de una bomba en la ciudad de Kirkuk./ AFP
Un grupo de iraquíes cargan con un cuerpo tras la explosión de una bomba en la ciudad de Kirkuk./ AFP
Foto: AFP - MARWAN IBRAHIM

“Tenemos que prepararnos para la invasión a Irak”, me decía un colega periodista allá por septiembre de 2002, mientras portaaviones estadounidenses que navegaban en el mar Mediterráneo entrenaban a corresponsales, preparándonos hasta para una posible guerra bacteriológica.

La llegada a Bagdad se convirtió en realidad tras la invasión y posterior ocupación. Hizo que me transformara en testigo privilegiado de la historia de un conflicto permanente, con mil aristas que se empeñan en ocultar y que los medios se obstinaban en denominar la posguerra de la guerra que nunca fue. Un discurso que alienta la desinformación, alimenta la confusión y que crea “corresponsales de guerra” con pies de barro, que cuentan sus historias como en un reality y obvian la tragedia humana de las víctimas, de todas las víctimas.

En la actualidad, una parte del mundo pregunta con voracidad —en muchos casos— dónde estallará el próximo conflicto, mientras los tambores de guerra no cesan de resonar. ¿Será en Irán? ¿En Corea? Y sin embargo, para los iraquíes la guerra está en casa, en sus mentes, en sus corazones.

Falaz fue la declaración del 1º de mayo de hace una década, que hablaba del fin de la guerra. El conflicto se vive diariamente como un estigma que los atormenta. Porque su bendición “es nuestro castigo”, reiteran los iraquíes: “Sin petróleo, nunca nos hubieran invadido”. Cada día es un nuevo suplicio. Se manifiesta en los rostros, en el andar cansino de los cuerpos, en las miradas lúgubres de los adultos y la tristeza prematura de los niños.

Hace 10 años la caja de Pandora se abrió y de allí salieron todos los males. Ante cada regreso a Irak para cubrir los acontecimientos se observa la obscenidad de este conflicto que es continuo. Una obscenidad que estremece, que entristece. Después de diez años de la prometida democracia, ésta sólo es un recurrente recurso discursivo que convence a algunos. En las calles de Bagdad se sigue repitiendo: “Preferíamos a Sadam y no los desastres que dejaron los ocupantes”. Y esto no lo exculpa de sus atrocidades, que fueron muchas y de las más crueles. Pero los Martillo de Hierro, Ciclón Ascendente, Ráfaga de Relámpago se multiplicaron y cobraron víctimas con descaro. Así han sido bautizadas durante años algunas de las operaciones militares que se convirtieron en masacres contra los civiles.

Si el papel del ejército de Estados Unidos consiste en mantener la seguridad en el mundo a favor de la economía de ese país, como dijo el mayor Ralph Peters, y “para alcanzar esta meta estamos dispuestos a matar a un número aceptable de personas”, ¿cuál es entonces el número aceptable de víctimas que se tendrá que cobrar en Irak? “Quieren un Irak sin iraquíes”, escuché repetidamente de boca de los protagonistas estos 10 años, y tan descabellada ya no resulta la idea.

Lo demuestran las desapariciones, los arrestos arbitrarios, los centenares de muertos en circunstancias sospechosas y las víctimas causadas por la destrucción del sistema de asistencia sanitaria, la red hidráulica y la devastación de los cultivos agrícolas.

El 40% de los conductos han sido destruidos, lo que deriva en la falta de agua potable. Más de un cuarto de millón de niños no han sido vacunados y corren el riesgo de morir por enfermedades que podrían evitarse. La frecuencia escolar cayó en un 65% y el uranio empobrecido aumentó los casos de cáncer en 1.200%.

Pero también para destruir una sociedad hay que desmantelar la educación y hacer desaparecer a sus cabezas pensantes. Son más de 400 los profesores universitarios desaparecidos y asesinados selectivamente, y otros cientos los que se han tenido que ir. Así se descabeza la cultura, la intelectualidad y la identidad.

Mientras la seguridad sigue siendo un problema por las luchas sectarias, la salud de la población está seriamente afectada debido a un crimen de guerra que se confirmó desde 2006, cuando se admitió la utilización de bombas de fósforo blanco. Ningún tratado internacional prohíbe su utilización contra objetivos militares, pero se contempla el uso en perímetros donde no haya civiles y no contra ellos.

“Se detectaron nuevos casos de cáncer, sobre todo en los niños y personas que permanecieron en Faluya durante los infinitos ataques. Es probable que hayan recibido grandes dosis de radiación, pero nuestra capacidad hospitalaria está saturada”, denunciaba Muhamad Tareq al Darraji, director del Centro de Estudios de Democracia y Derechos Humanos de Faluya.

El testimonio de exmarines después de la operación contra Faluya reveló la magnitud del crimen: “Oí la orden de que estuviéramos atentos porque acababan de utilizar el fósforo blanco. En la jerga militar se lo conoce como Willy Pete... quema, derrite la carne hasta los huesos... he visto cuerpos quemados de mujeres y niños... fue un genocidio, un homicidio masivo”, manifestó uno de ellos para la RAI. El saldo fueron 36.000 hogares destruidos, más de 60 escuelas y 75 mezquitas.

“No me interesa el tiempo transcurrido de la ocupación, me importan las consecuencias y eso salta a la vista”, es la expresión de Hakim tras el mostrador de un negocio sobre la calle Yafa, frente a la otrora llamada Zona Verde —la miniciudad emplazada en lo que antes fuera la sede del gobierno sadamista, reconvertida en el espacio que alberga a la embajada de Estados Unidos y el Ejecutivo iraquí—, donde los muros de concreto se multiplican, reforzando su protección.

La limpieza étnica inició su curso desde los albores de la invasión. Los kurdos arios de religión suní, apoyados por Israel y la CIA y asentados en la región de Kirkuk —con abundante petróleo—, llevaron a cabo el proceso inverso de arabización del régimen de Sadam. Son numerosos los testimonios de árabes que han denunciado las torturas ejercidas por los kurdos para que los árabes se retiren del norte, incluyendo la expulsión y matanza de los caldeos-católicos y los turcomanos. Mientras tanto es el oleoducto de Haifa, en Israel, el que espera su turno para reabrir la parte que cerró Siria en la década de los 80.

Desatada la “guerra de las mezquitas”, las consecuencias han sido hasta ahora la destrucción de centenares de templos y miles de muertos y heridos. Se ha denunciado dentro y fuera de Irak que la colaboración de los servicios de inteligencia de Estados Unidos e Irán sería responsable de estas matanzas para la generación del caos.

Los errores están a la vista. Los ocupantes y sus cómplices torturaron y violaron todos los derechos humanos, alejándose irremediablemente de la población que cada día rechazaba con más convicción la ocupación y se decidió a colaborar con las fuerzas de resistencia. Al mismo tiempo rechazando la injerencia de grupos islamistas como Al Qaeda, que nada tiene en común con la idiosincrasia iraquí y al que consideran un invento de Estados Unidos.

Los Estados Unidos, con una errada visión durante la invasión, identificó a todos los suníes con el Partido Baath y de allí su alianza estratégica con los iraquíes pro Irán, lo que produjo que en el sur se instalaran más de dos millones de persas, que en algunos barrios bagdadíes se utilice el rial como moneda de intercambio y se hable en farsi, mientras a nivel mundial los consideren sus enemigos más temibles.

Entre tanto, a diez años del aniversario de la ocupación, las palabras de Hakima resuenan en mi mente: “Les suplico, les ruego a los soldados estadounidenses que me devuelvan a mis hijos. Por favor, que no los torturen más”, mientras desesperada reclamaba a las puertas de Abu Ghraib, el 2 de mayo de 2004.

También recuerdo los ojos de Alí, de cuatro años, sin su brazo y su pierna izquierda, mirando a los adultos con ojos que preguntaban por qué había perdido parte de su cuerpo y a 16 miembros de su familia bajo el ataque de un avión F-16 sobre Faluya.

Escucho a Hiba de 13 años, que quedó mutilada después de que una bomba racimo impactara su casa en Bagdad, un 6 de abril durante la invasión.

Y a Samir, destruido en cuerpo y alma. Y aquel pianista del Hotel Al Hambra, hace años famoso, que se convirtió en un paria, evocando la guerra contra Irán, el bloqueo y todos sus amigos que las tragedias le habían robado. Y a Ahmed, Jassim, Mohamed, Yamila, Nassir y Sabah, y a todas las víctimas de esta guerra y de todas las guerras que pelea inconscientemente la humanidad, porque cree que valen la pena...

Por Karen Marón / Especial para El Espectador, Bagdad

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