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La ironía de la nueva Sudáfrica

Quince años después del fin del 'apartheid', una de las constituciones más humanistas del mundo rige a una de las sociedades más desiguales.

César Rodríguez Garavito * / Especial para El Espectador
31 de marzo de 2012 - 09:00 p. m.

“Hoy tuve un mal día”, dice Sipho, al volante del taxi que nos lleva por Johannesburgo. “No hubo más clientes, y lo que gano al mes no me está alcanzando para la comida”, agrega pegando las pocas palabras en inglés que ha aprendido desde que emigró de Zimbabue, como millones de africanos, a esta tierra prometida.

Pero en la nueva Sudáfrica, Sipho está entre los privilegiados. La tasa de desempleo oficial es 36%; en los márgenes de calles y carreteras, hombres malnutridos caminan largas distancias porque no tienen para el bus. Los contrastes son familiares para quien viene de América Latina. Pero aquí alcanzan unas proporciones y una desnudez que los convierten en ironías.

Después de quince años del fin del apartheid, una de las constituciones más humanistas del mundo rige una de las sociedades más desiguales. Blancos muy blancos y negros muy negros siguen llevando vidas separadas. Los unos, atrincherados y asustados en conjuntos residenciales que se asemejan a los nuestros, pero cuyos muros son aún más altos y tienen estampado el sello ubicuo de las compañías de seguridad privada: “Habrá respuesta armada”. Los otros, confinados en los guetos de antaño, ya no por la fuerza de la ley sino de la pobreza.

No hay mucho en el medio: el centro de Johannesburgo está desolado de noche; en Durban los blancos no se asoman por la playa al caer el día; en las universidades de Ciudad del Cabo, ahora abiertas a todos, los estudiantes conversan en corrillos monocromáticos; el transporte público está por inventarse porque los blancos saltan del carro al centro comercial y la gente negra se apretuja en los colectivos informales.

Pero este es el mismo país que se acaba de afianzar en el club de las nuevas potencias del planeta. El jueves pasado, en la cumbre de los BRICS en Nueva Delhi, el presidente Jacob Zuma le recordó al mundo que Sudáfrica le presta el plural a la sigla compuesta también por Brasil, Rusia, India y China.

País de ironías. Una de sus observadoras más agudas, la premio Nobel de Literatura Nadine Gordimer, captó burlonamente la emoción en el título de la desilusionada novela que publicó esta semana: Nada como el presente, una obra crepuscular sobre una pareja interracial de activistas (él blanco, ella negra) que arriesgaron la vida luchando contra el régimen del apartheid y hoy comparten los sentimientos de ansiedad, rabia y frustración frente a la promesa incumplida de la democracia multicolor. Los mismos sentimientos que transpira el ceño fruncido de los sudafricanos, que parecen preguntarse: ¿qué nos ha pasado? Y sobre todo, ¿qué nos puede pasar?

Las preguntas atraviesan la esfera nacional y la internacional. El dilema es tan local como global en esta potencia posmoderna, en este remanente de premodernidad.

El dilema nacional

El impasse de Sudáfrica es político. El ANC, el partido que surgió del movimiento de liberación nacional, es la única fuerza creíble. Por eso está en el gobierno desde 1994, cuando la presidencia de Nelson Mandela selló el paso de un régimen inspirado en el nazismo a otro que encarnaba la esperanza de la democracia. Si la democracia funcionaba allí, lo haría en cualquier otra parte, como lo escribió el periodista inglés Richard Dowden en su libro clásico, titulado simplemente África.

El problema es que los hábitos de un movimiento entrenado para la resistencia armada contra la dictadura racial no se acomodan fácilmente al ejercicio del poder en una democracia. Las viejas costumbres permanecen: el verticalismo, el caudillismo, la lógica de amigo-enemigo. Desaparecido Mandela de la esfera pública, líderes menos inspirados han hecho lo mismo que otros hombres fuertes. Thabo Mbeki decretó que el sida no era causado por el VIH; el resultado fue que cerca de 365.000 sudafricanos murieron por falta de políticas y tratamientos contra el mal. Con Jacob Zuma se instaló un régimen cleptocrático que hoy hace palidecer a los latinoamericanos.

Lo cual explica las ironías recientes, que recuerdan las nuestras. Zuma quiere reformar la constitución para recortarle poderes a la Corte Constitucional, demasiado independiente para el gusto del partido único. Cualquier voz crítica del ANC, incluso cuando proviene de quienes militaron en él (como Gordimer y los personajes de su novela), es tildada de reaccionaria, en el mejor de los casos, y de racista, en el peor.

El estancamiento político lleva al económico, que es el que sienten los ciudadanos negros que siguen en la pobreza y cuya paciencia con los gobernantes, ídem del ANC, se agota, como lo muestra la multiplicación de revueltas contra la falta de servicios públicos dignos: el agua que no llega, los asentamientos informales que parecen campos de refugiados.

A diferencia de Latinoamérica, la promesa de la minería ya no cautiva a los sudafricanos. Porque aquí la locomotora minera y la fiebre del oro pasaron hace cien años. Después de todo, aquí surgió Anglo Gold Ashanti. Lo que queda son los cráteres que le dan un aire lunar a Johannesburgo. Y la contaminación de las aguas impotables de la que se quejan los campesinos que salen a las calles a protestar.

El resultado es que, a pesar de haber seguido la cartilla de la prudencia macroeconómica, Sudáfrica tiene la menor tasa de crecimiento de los BRICS (3,1%). Lo cual llevó al inventor de la sigla —Jim O’Neill, de Goldman Sachs— a decir esta semana que Sudáfrica no calificaba en el club de los nuevos ricos. Que es mejor dejar la sigla en singular.

Más allá del crecimiento, el dilema es económico, es el de la distribución de la riqueza y las oportunidades. Las acciones afirmativas para promover el empresariado negro (el programa de ‘Black Empowerment’ iniciado por Mbeki hace casi diez años) le han permitido a unos pocos individuos, con buenas conexiones políticas, acumular riquezas formidables. Pero las posiciones de influencia siguen siendo llamativamente blancas. En las universidades, los profesores siguen siendo blancos. Los pocos rostros africanos provienen de otros países del continente, producto de la fuga de cerebros regional.

“Los estudiantes de color promisorios prefieren irse al sector privado”, me dice Karl von Hold, director del Centro del Trabajo de la Universidad de Wits. “Allá pueden ganar los salarios que les permiten mantener a más de diez integrantes pobres de su extensa familia”.

Las conexiones internacionales

“La ironía es sencillamente como la sal: la haces crujir entre los dientes y disfrutas de un sabor momentáneo; cuando el sabor ha desaparecido, los hechos irracionales siguen ahí”, dice uno de los personajes de Verano, la novela de J. M. Coetzee, el otro Nobel de Literatura sudafricano.

Visitar este país es morder diariamente un grano de sal. Es notar “las distorsiones de los estándares de conducta humana que el país se fijó para huir de su pasado mortal”, como lo dice Gordimer en su novela. Es darse cuenta de que parte de la nueva riqueza se ha convertido en la estética ‘traqueta’ de los bares Zar, donde el célebre empresario-político Kenny Kunene dispone deliciosos bocados de sushi sobre los cuerpos desnudos de modelos, para ser devorados por comensales de la clase emergente.

Pero también es ver que, aunque es más intensa, la sal de acá tiene un sabor similar a la de allá, a la de Colombia, o América Latina en general. “Cuando voy a Río de Janeiro y, a medida que subo de los barrios elegantes a las favelas, el color de los rostros se va oscureciendo, se me hace que estoy en casa”, me dice la directora de una ONG de derechos humanos.

Las conexiones aún son tenues. Si no fuera por el fútbol, pocos sudafricanos sabrían de América Latina, y viceversa. Pero detrás de la ironía se esconde la esperanza. Por ejemplo, Sudáfrica y los BRIC (a diferencia de Colombia) respaldaron las candidaturas del sur global al Banco Mundial, incluyendo la de José Antonio Ocampo, como un paso hacia un mundo más horizontal, más multipolar. Y el gobierno sudafricano está liderando la campaña por los derechos de las parejas del mismo sexo en el seno de la ONU.

Así que los destinos aquí y allá están más conectados de lo que parece. Al menos Sipho, el conductor del taxi, lo tiene claro. “¿En Colombia hay trabajo? ¿Se necesitan pasaporte y visa?”, pregunta con una sonrisa lánguida al decir adiós.

* Ph.D., fundador e investigador de De Justicia

Por César Rodríguez Garavito * / Especial para El Espectador

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