Lecciones de una revuelta populista

Un prestigioso profesor de filosofía política en la Universidad de Harvard y su revisión del efecto Trump en los Estados Unidos. Llamado al progresismo.

Michael J. Sandel* / CAMBRIDGE
24 de enero de 2017 - 04:12 a. m.
Según Michael Sandel, Trump seguirá explotando esa mezcla de ira y resentimiento de los inconformes.  / Bangkok Post.
Según Michael Sandel, Trump seguirá explotando esa mezcla de ira y resentimiento de los inconformes. / Bangkok Post.
Foto: Bangkok Post - Somchai Poomlard

La elección de Donald Trump en Estados Unidos y el triunfo del Brexit en el Reino Unido —los dos terremotos políticos del año 2016— fueron el resultado del fracaso de las élites para entender el descontento que perturba la política en las democracias de todo el mundo. La revuelta populista marcó el rechazo a un enfoque tecnocrático de la política que es incapaz de comprender los resentimientos de los votantes, quienes sienten que la economía y la cultura los dejaron relegados.

Algunos pregonan que el populismo es poco más que una reacción racista y xenófoba contra los inmigrantes y el multiculturalismo. Otros lo ven como una protesta contra las pérdidas de puestos de trabajo provocadas por el comercio mundial y las nuevas tecnologías. Sin embargo, si se ve solamente el fanatismo en la protesta populista, o si esa protesta se analiza sólo en términos económicos, se pierde de vista el hecho de que las agitaciones del año 2016 se debieron a la incapacidad de la clase política tradicional para abordar —o incluso para reconocer de manera adecuada— las quejas genuinas.

El populismo en ascenso de hoy en día es una rebelión contra los partidos de la clase política tradicional en general, pero los partidos de centro-izquierda son los que han sufrido las mayores bajas. Esto ocurre, principalmente, por su propia culpa. En Estados Unidos, el Partido Demócrata ha adoptado un liberalismo tecnocrático que es más del agrado de las clases profesionales que de los votantes obreros y de clase media, quienes en el pasado se constituyeron en su base de apoyo. El partido laborista de Gran Bretaña enfrenta un dilema similar.

Antes de que puedan albergar alguna esperanza de recuperar el apoyo público, los partidos progresistas deben repensar su misión y propósito. Para ello deben aprender de la protesta populista que los ha desplazado: no deben emular su xenofobia y su estridente nacionalismo, sino que deben tomar en serio las quejas legítimas con las que se enmarañan estos sentimientos. Y eso significa reconocer que las quejas se refieren a la estima social, no sólo a los salarios y los empleos.

En 2017, los partidos progresistas tienen que lidiar con cuatro problemas principales:

Desigualdad de ingresos. La respuesta estándar es hacer un llamamiento a una mayor igualdad de oportunidades: recapacitación de los trabajadores, mejora del acceso a la educación superior y lucha contra la discriminación. Esta es la promesa meritocrática de que aquellos que trabajan duro y juegan según las reglas deberían ser capaces de elevarse hasta donde sus talentos los lleven.

Pero para muchos, esta promesa suena hueca. Incluso en Estados Unidos, donde está presente el largamente anhelado sueño de la movilidad ascendente, los nacidos de padres pobres tienden a seguir siendo pobres cuando llegan a adultos. Entre aquellos nacidos en el quintil inferior de la escala de ingresos, el 43 % permanecerá allí y sólo el 4 % llegará al quintil superior.

Los progresistas deben reconsiderar el supuesto de que la movilidad social es la respuesta a la desigualdad. Deben enfrentarse directamente con las desigualdades de riqueza y poder, en lugar de quedarse contentos con los esfuerzos de ayudar a que las personas asciendan por una escalera cuyos peldaños se están separando cada vez más.

Arrogancia meritocrática. El problema es más profundo. El énfasis implacable en la búsqueda de una meritocracia justa, en la cual las posiciones sociales reflejen el esfuerzo y el talento, tiene un efecto moralmente corrosivo en la manera de interpretar nuestro éxito (o la falta del mismo). La creencia de que el sistema premia el talento y el arduo trabajo alienta a que los ganadores consideren el éxito como propio, como una medida de su propia virtud, y los lleva a mirar desde arriba a los menos afortunados.

Aquellos que pierden pueden quejarse de que el sistema está amañado o se sienten desmoralizados por la creencia de que ellos son los únicos responsables de su fracaso. Cuando se combinan, estos sentimientos producen una volátil mezcla de ira y resentimiento, la misma que Trump, a pesar de ser multimillonario, entiende y explota. En el punto en que Barack Obama y Hillary Clinton hablan de manera constante de oportunidades, Trump ofrece un discurso contundente de ganadores y perdedores.

La dignidad del trabajo. La pérdida de puestos de trabajo debido a la tecnología y la subcontratación ha coincidido con la sensación de que la sociedad otorga menos respeto a las ocupaciones de la clase trabajadora. A medida que la actividad económica se ha desplazado de hacer cosas a la gestión del dinero, y se tienen gestores de fondos de cobertura y banqueros de Wall Street que reciben remuneraciones desmesuradas, la estima otorgada al trabajo, en su concepción tradicional, se torna frágil e incierta. Demócratas como Obama y Clinton tienen dificultades para entender la arrogancia que una meritocracia puede generar y la dura sentencia que dicha arrogancia dicta para aquellos que no tienen un título universitario. Esta es la razón por la que hoy en día una de las más profundas divisiones en la política estadounidense es aquella entre los que tienen y los que no tienen educación postsecundaria.

La nueva tecnología puede erosionar aún más la dignidad del trabajo. Algunos emprendedores de Silicon Valley predicen que llegará un momento en el que los robots y la inteligencia artificial harán que muchos de los trabajos de hoy se tornen obsoletos. Para facilitar el camino hacia dicho futuro, proponen pagar a todos un ingreso básico. Lo que en alguna ocasión se concibió como una red de seguridad para todos los ciudadanos, se ofrece ahora como una forma de suavizar la transición hacia un mundo sin trabajo. Si se debe acoger o se debe resistir la llegada de tal mundo es una interrogante que será fundamental para el ámbito político en los años venideros. Para poder reflexionar sobre esta situación, los partidos políticos tendrán que lidiar con el significado del trabajo y el lugar que el trabajo tiene en una buena vida.

Patriotismo y comunidad nacional. Los acuerdos de libre comercio y la inmigración son los focos de combustión más potentes de la furia populista. En un nivel, son temas económicos. Los opositores argumentan que los acuerdos y la inmigración amenazan los empleos y salarios locales, mientras que los proponentes de dichas políticas sostienen que ayudan a la economía a largo plazo. Sin embargo, la pasión que estos temas evoca sugiere que algo más está en juego.

Los trabajadores que creen que su país se preocupa más por los productos baratos y la mano de obra barata de lo que se preocupa por las perspectivas de trabajo de su propio pueblo se sienten traicionados, y lo expresan a menudo en formas muy feas: odio a los inmigrantes, denigración nativista de los musulmanes y de otros “forasteros”, y demandas de la “recuperación de nuestro país”.

Los liberales responden condenando la odiosa retórica e insistiendo en las virtudes del respeto mutuo y la comprensión multicultural. Pero esta respuesta basada en principios, aunque válida, no aborda algunas grandes preguntas implícitas en la demanda populista. ¿Cuál es la importancia moral, si es que la hay, de las fronteras nacionales? ¿Debemos más a nuestros conciudadanos que a los ciudadanos de otros países? En una era global, ¿debemos cultivar la solidaridad nacional o aspirar a una ética cosmopolita de preocupación humana universal?

Las élites tradicionales, especialmente en Europa y los Estados Unidos, se enfrentan ahora a las consecuencias de su incapacidad para abordar estos interrogantes. La revuelta populista destaca la necesidad de rejuvenecer el discurso público democrático, para abordar las grandes interrogantes que preocupan a las personas, incluyendo los interrogantes morales y culturales.

Desenmarañar las quejas legítimas de los aspectos intolerantes de la protesta populista no es fácil. Pero es importante intentarlo. La creación de una política que pueda responder a estas quejas es el desafío político más apremiante de nuestro tiempo.

* Sus libros incluyen What Money Can’t Buy: The Moral Limits of Markets y Justice: What’s the Right Thing to Do? Su programa en la BBC, The Global Philosopher, reúne a participantes de todo el mundo para debatir problemas de actuales.

Traducción del inglés al español: Rocío L. Barrientos.Copyright: Project Syndicate, 2016.

www.project-syndicate.org

Por Michael J. Sandel* / CAMBRIDGE

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