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Libia, el país de las mil milicias

Sin policía ni ejército aún constituidos, ésta nación intenta organizar un sistema político en medio de la violencia y la amenaza yihadista.

Maite Rico / Especial El País de España
15 de octubre de 2013 - 10:00 p. m.
Alí Zeidan, primer ministro libio (centro), regresa a la sede del gobierno en Trípoli después de haber estado secuestrado durante varias horas por un grupo miliciano. / AFP
Alí Zeidan, primer ministro libio (centro), regresa a la sede del gobierno en Trípoli después de haber estado secuestrado durante varias horas por un grupo miliciano. / AFP
Foto: AFP - MAHMUD TURKIA

“Libia no es un Estado, no es un presidente, no es un gobierno. Libia son milicias que toman decisiones por su cuenta. ¡Pero si el primer ministro apenas puede protegerse a sí mismo!”. Estas palabras del periodista Sami Zaptia resonaban aún el jueves en la redacción del diario Libya Herald cuando el mentado primer ministro, Ali Zeidan, era secuestrado en su cama del lujoso hotel Corinthia, en Trípoli, por un comando armado. Horas después, otro comando lo rescataba. No se sabe si los milicianos querían obligarlo a renunciar, como parte de las vendettas políticas dentro del Gobierno. O bien si pretendían canjearlo por el terrorista de Al Qaeda Abu Anas al Libi, capturado hace una semana en la capital libia en una operación dirigida por Estados Unidos. No se sabe y quizás nunca se sepa.

Como nunca se sabrá quién está detrás de los atentados, asesinatos y otros acontecimientos pavorosos o extraordinarios que sacuden a esta potencia petrolera desde el derrocamiento de Muamar Gadafi, en 2011. Bienvenidos a la nueva Libia. Un caos, sí. Pero un caos organizado. Tal vez eso de funcionar sin gobierno sea otra herencia de la exmetrópoli italiana, con la pizza y el buen café.

El bullicio reina en Trípoli. La capital ha recuperado el pulso perdido durante los ocho meses de guerra, entre febrero y octubre de 2011, que puso fin a 42 años de dictadura. Brotan cafeterías con nombres como Versalles, Veranda, Roma o Morganti. La casa BMW estrena un lujoso concesionario. Pronovias abre en Gargaresh, la zona chic. En la céntrica calle Omar Mojtar, los viejos comercios de ropa sacan a los soportales maniquíes masculinos con vaqueros de esos que dejan medio culo fuera. Y el zoco es de nuevo un trajín de brillantes telas de India, joyas de oro y divisas del mercado negro.

La ciudad es un atasco permanente. ¿Dónde van todos a las once de la mañana? Otro de los misterios libios. “Aquí la gente no trabaja”, sostiene Ahmed, farmacéutico. El desempleo llega al 33%, pero el trabajo lo hacen los inmigrantes: tunecinos y marroquíes están en hostelería y servicios, egipcios en agricultura y pesca, subsaharianos y bangladesíes en la construcción. La mitad de los adultos libios son funcionarios. Y el resto se dedica al comercio o a los negocios familiares. El caso es que hay dinero. Mucho, circulante. Nadie se fía de los bancos, no hay tarjetas de crédito y todo se paga en efectivo.

Esto también es la nueva Libia. Y las niñas que a mediodía salen de clase correteando con sus uniformes azules o negros, cubiertas con un hiyab blanco. Los gays que se reúnen por la noche bajo los puentes de la autopista, cerca de la plaza de los Mártires. Los croissants untados con mantequilla y miel y rebozados en frutos secos. Las emisoras de rock y rap que se han abierto paso en los últimos meses. O las nuevas publicaciones que llenan los quioscos.

“Hay un apetito insaciable por saber, por aprender idiomas, algo que Gadafi prohibió en su día”, comenta Sami Zaptia, codirector del Libya Herald, un meritorio diario digital en inglés hecho con pasión por diez jóvenes que aprenden el oficio sobre la marcha y que cuenta ya con un millón de visitas. “¡Libia no es Irak, no es Afganistán, no es Siria! Hay muchos retos y problemas porque ha sido un proceso muy traumático. La democracia es una cultura, y la mayoría de los libios no han conocido otra cosa que Gadafi. La dictadura es horrible, pero ofrece orden y estabilidad. Ahora estamos confundidos, y tenemos derecho a estarlo”.

Del dictador sólo quedan las caricaturas que llenan las paredes de la ciudad. Y los cascotes de su gigantesco cuartel general en Bab al Azizia, bombardeado por la OTAN. Y un legado de destrucción que tardará mucho tiempo en superarse.

A la confusión de la que habla Zaptia contribuyen en buena medida las autoridades. El Congreso General de la Nación, elegido en las urnas en julio del año pasado, no termina de conformar la comisión encargada de redactar la nueva constitución. Los bloqueos entre los Hermanos Musulmanes y los liberales son constantes. “Bueno, pero ayer acordaron prohibir la pornografía en internet, que, como todo el mundo sabe, es el problema número uno de Libia”, ironiza Alí, profesor de inglés. “Estamos en un limbo peligroso. En política, si no avanzas, retrocedes”. A la entrada del Congreso llegan cada día cientos de personas que no saben a quién acudir para resolver sus problemas. Como Muna, que aborda llorosa a todo el que sale o entra con aires de autoridad para que le ayuden a encontrar a su hijo, secuestrado hace tres días. “Hicimos la revolución porque queríamos un país moderno. Pero los que hay ahora hacen lo mismo que Gadafi. Son unos ladrones”, comenta un hombre. “El presupuesto del gobierno libio es mayor que el de Egipto. Ellos son 85 millones, y nosotros sólo seis. ¿Qué están haciendo?”.

El gobierno provisional de Alí Zeidan, un liberal bienintencionado pero sin margen de maniobra, se ve sobrepasado por la magnitud de los desafíos. Todo está por hacer. Y todo es todo. Gadafi dejó un país sin instituciones y corroído por la corrupción. En contra de lo que pretendía hacer creer la propaganda, Libia tiene carencias infinitas en educación, salud, vivienda, infraestructura, telecomunicaciones...

El problema más grave, sin embargo, es la seguridad, en manos de centenares de milicias formadas por civiles para combatir contra las tropas de Gadafi, y hoy armadas hasta los dientes. El Gobierno pretende sumarlas a las nuevas fuerzas de seguridad. Para ello ha creado dos cuerpos intermedios: el llamado Escudo Libio, que agrupa a milicias que luego se incorporarán al Ejército, y el Comité Supremo de Seguridad, cuyos miembros acabarán en la Policía. Pero muchas brigadas (qatibas) siguen funcionando por su cuenta. No acaban de confiar en las autoridades. Ni las autoridades acaban de confiar en ellas. El poder ahora emana del Kaláshnikov.

Y de ese poder da idea la situación de Saif al Islam, hijo y heredero de Gadafi, detenido en Zintan por una milicia que se niega a entregarlo al Gobierno. Son también las qatibas las que controlan las cárceles, donde, según las organizaciones humanitarias, impera la tortura. “La Policía no funciona. Somos nosotros los que perseguimos el crimen, robo de coches, tráfico de drogas, venta de alcohol... y también detenemos gadafistas”, explica Murad Hamza, que a sus 30 años comanda la qatiba Suq al Yumaa, una de las más poderosas de Trípoli. Casi la mitad de sus 500 hombres ha regresado a la vida civil. El resto espera integrarse en la unidad de inteligencia de la Policía. “Nos llevamos bien con otras qatibas. Las islamistas son las que más lucharon contra Gadafi, pero nunca toleraremos que se impongan. Si quieren ir a Siria a combatir, que Alá los acompañe”. Hamza estudió economía, pero se ve a gusto con el uniforme negro y la pistola al cinto. Abre una enorme caja fuerte para mostrar algunas de las incautaciones: drogas sintéticas, documentos, armas blancas. Rebusca y rebusca y brama a su subalterno: “¡¿Quién se llevó la botella de whisky?!”.

 

 

Por Maite Rico / Especial El País de España

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