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Los métodos sangrientos del Estado Islámico en su guerra maníaca

El grupo yihadista trafica con mujeres, ejecuta en plazas públicas y cuelga en postes a quienes considera sus enemigos.

Redacción Internacional
17 de mayo de 2016 - 10:05 p. m.
El Estado Islámico atentó con un carro bomba la semana pasada en Bagdad. Murieron al menos 64 personas. / EFE
El Estado Islámico atentó con un carro bomba la semana pasada en Bagdad. Murieron al menos 64 personas. / EFE

No existe quizá ningún grupo en el mundo que pueda generar más terror que el Estado Islámico. Su táctica está basada, sobre todo, en la nebulosa ignorancia: dado que pocos han tenido acceso a su territorio y buena parte de los reportes que llegan son voces de tercera mano, sus métodos de terror están casi en los dominios de la ficción. Nadie creería que, en un mundo donde ya se han sucedido dos guerras mundiales, la crueldad pueda aumentar su grado. Pero es posible: los hombres están siempre dispuestos a extender la escala del horror.

Abducciones, decapitaciones, ejecuciones públicas, carros bomba, niños bomba, trata de personas, amenazas que se cumplen: el deseo del Estado Islámico es alentar una imagen de terror para obligar a sus enemigos a cuidarse. Lo logró con Europa. Hoy llega la noticia de que una mujer y 20 hombres fueron lapidados en Mosul, la capital de facto del grupo yihadista. Lo hicieron en plaza pública: es una advertencia certera de lo que le sucederá al resto si comete lo que el Estado Islámico, consagrado a una interpretación rigurosa y malévola del Corán, considera pecado.

Han llegado noticias del mismo tenor desde que se declararon estado en 2014. En las ciudades que regentan en Siria e Irak los relatos suelen estar llenos de un lenguaje que no describe —no con exactitud, por lo menos— la medida del terror. En sus comunicados se han vanagloriado de lanzar a los homosexuales desde altas terrazas. Una imagen fue suficiente para acreditarlo: se ve a un hombre grave, con los ojos vendados, en plena caída libre mientras al fondo, apostado contra el suelo, hay otro hombre ya muerto.

Hace unos meses se hizo público el video de un hombre que asesinaba a su madre. Leía un edicto ante la vista de todos y luego le descerrajaba un tiro de gracia. La mujer caía, endeble y lívida, en el borde del andén. Juzgada por infidelidad. Al arqueólogo Khaled Al-Assad, que había cuidado del patrimonio arquitectónico de Palmira, lo degollaron: colgaron su cuerpo en un poste y en el andén, dispuesta a la manera de un rito macabro, emplazaron su cabeza.

Un documental de Al Jazeera publicado a finales del año pasado registró cómo los más veteranos entrenan a los pequeños en la guerra. Les enseñan a cargar un AK47, apuntar y disparar. Luego van al Éufrates y se bañan. Les enseñan también métodos de tortura: asfixia, ahogamiento, cortes. Otros más se enorgullecen de saber, de antemano, que se instalarán una bomba sobre el vientre para activarla ante un enemigo y morir en el honor divino que significa esa muerte. En el anfiteatro de Palmira, mientras tuvieron la ciudad, ejecutaron a docenas: los ojos tapados —o abiertos— y un disparo certero. Los degollamientos fueron noticia hace meses con el secuestro de varios extranjeros, cuyas muertes fueron grabadas y segregadas por la red como una advertencia, de nuevo, terrorífica. En eso se basa el poder del Estado Islámico: en convertir un asesinato en la réplica obstinada del desastre.

Las unidades de la hesba, la policía del Estado Islámico, patrullan las calles en busca de la decencia y el orden. Al Jazeera mostró, por ejemplo, cómo le advertían a un hombre que el velo de su mujer era demasiado claro y que él debía darle una lección para que entendiera. Mientras el militante hablaba desde un carro, sostenía un rifle. El hombre acertó sólo a obedecer. Luego le pidió a otro más que quitara la imagen de un jugador de fútbol occidental de su tienda. A otro más le prohibió fumar. En las cárceles, mantienen a los presos por homicidio y robo en condiciones de tortura. Por fumar, un hombre terminó en la cárcel. Delante de sus captores, aseguraba que su castigo era merecido.

Un reporte de The Clarion Project señaló que 42 mujeres yazidíes (una etnia religiosa) fueron vendidas por el Estado Islámico. Otras cientos son utilizadas como moneda de cambio, o son asesinadas por negarse a casarse con alguno de sus miembros. Son violadas, ultrajadas, torturadas y asesinadas. Para el Estado Islámico, con la vista puesta en el profeta Mahoma, las mujeres son no más que carne sin nervio, hueso sin vida, aparato excluido de toda benevolencia. Se las trata como piezas de mercado: una mujer reconvertida al islam puede costar menos que una que de natural pertenece a la religión.

Otra forma de terror es la que ejercen sobre el patrimonio arqueológico: han destruido ciudades antiguas, expoliado los templos, bombardeado las tumbas y deshecho las metrópolis. Palmira, recuperada hace poco por las fuerzas del gobierno de Al Assad, estuvo en constante asedio por más de cinco meses: las columnas de uno de sus monumentos más importantes, el Templo de Baal, quedaron reducidas a escombros. Meros bloques de piedra. El Estado Islámico advierte así que no viene a destruir sólo a los hombres, sino también la historia de esos hombres. Prefiere que queden sin raíces antes que permitirles que sucumban a la idolatría.
 

Por Redacción Internacional

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