Los niños que no murieron en la playa

El Espectador estuvo en la frontera entre Serbia y Hungría, dos de los países que hoy están desbordados por la llegada masiva de refugiados.

Ricardo Abdahllah, enviado especial.
13 de septiembre de 2015 - 02:03 a. m.

Puede que Marine Le Pen lo repitiera porque todo mundo lo estaba diciendo o puede que todo mundo empezara a repetirlo porque Marine Le Pen lo dijo: casi todos los refugiados que desde el final del verano intentan alcanzar Europa serían “hombres en edad de combatir”. La afirmación crea sobre ellos una doble sospecha: o están infiltrados por terroristas o son demasiado cobardes como para luchar por su libertad, pero ignora que “estar en edad de combatir” es una de las mejores razones para huir de la guerra. Numerosos refugiados han expresado que, de hecho, escapan del reclutamiento forzado que les esperaba en las filas del Estado Islámico o de las fuerzas leales a Bachar al-Asad, las dos fuerzas que, con excepción de las zonas kurdas, controlan el territorio sirio.

Que la frase además es inexacta se sabía por las estadísticas tanto de la Cruz Roja Internacional como de la Policía húngara, que muestran que entre 13 y 15% de los refugiados son menores de edad, pero se necesitó la fotografía de Alyan Kurdi boca abajo en una playa de Turquía y la tragedia de una familia en la que sólo sobrevivió el padre, para convencer a la opinión pública de que los adultos no dejan a sus niños atrás al huir de las ciudades en ruinas de Siria o de los campamentos insalubres de Líbano y Jordania.

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Una muñeca rubia

Que hay niños y muchos entre los refugiados es evidente en las rutas que desde Grecia llevan hacia el norte y en los lugares en los que se reúnen a lo largo de su ruta hacia Europa: campamentos, estaciones de bus y tren y playas en las que es posible desembarcar.
 
Palic es una ciudad de 7.000 habitantes en el norte de Serbia. Aunque los lugareños saben que cada día llegan refugiados, sólo quienes viven o trabajan en las calles aledañas a las vías del tren son conscientes de su presencia y se han acostumbrado a que haya algunas familias que, a lo largo de la tarde, se aprovisionan sobre todo de agua y chocolatinas en los supermercados del barrio, esperando el anochecer: el calor del día hace a la vez imposible la caminata y el paso bajo la alambrada que ha instalado la policía húngara, mientras termina de construir su famoso muro de cuatro metros de alto. Cortar la parte baja de la alambrada no tiene mayor misterio. Sólo se necesita tiempo. En la noche las luces y el ruido de las patrullas de policía las anuncian desde lejos y les dan a los refugiados el tiempo de esconderse en los matorrales.
Es por eso que al comienzo de la noche la estación de Palic está llena de familias a las que no les interesa el tren sino los caminos que se pierden entre el bosque hacia Hungría. Los padres se ocupan de los morrales más pesados, con ropa para cambiarse. Las madres llevan bolsas con alimentos. Los niños cargan carpas y colchonetas. “No es que uno los ponga a cargar. Es que dicen que quieren ayudar”, dice Sheif. Con él viajan cinco adultos y siete niños, todos familiares. Uno de los niños de su familia se acerca: “¿Me puede tomar una foto con mi hermanito?”. Sostiene a un niño de meses de nacido. Su mamá dice que no es que lo haya cogido para la foto. “Es que lo quiere mucho. Casi que ni me lo deja a mí”.
El niño sostiene a su hermanito y la carpa. Otra pequeña se rehúsa a cargar algo más que su muñeca, que es rubia. “Están contentos porque creen que es como un viaje del colegio”, dice Sheif. “Es mejor así. Piensan que en Europa hay castillos”.
 
La sed de Sarina
 
En otro punto de paso de frontera, la ciudad de Horgos, la fila parece interminable. Si en Palic prefieren la noche para pasar bajo la cerca, aquí eligen el día para aprovechar una carrilera abandonada que pasa, límpida, entre las cercas de alambre. Además de los sirios, hay kurdos y pakistaníes.
Shila, de un caserío llamado Uzei en Afganistán, dice que está contenta de no tener que llevar más el velo y muestra un cuaderno escrito en farsí en el que además de la copia a color de su pasaporte (allí aparece velada), lleva los apuntes de su viaje.
A orillas de los rieles, tres niños recogen manzanas y las amontonan. A unos metros, varios jóvenes del grupo se afeitan colgando un espejo entre los árboles.
Desde allí ven a Ahmed. Él tiene 36 años. Viaja con su esposa embarazada y con una faja que se pasa debajo del vientre para soportar el peso. Él lleva a su hija Sarina en un cargador para bebés, lo que le hace contrapeso con el morral en la espalda. Uno de los hombres que se afeitan toma varias manzanas de las que han recogido los niños y se las lleva.
“¿De pronto tiene algo de agua? Es que la niña está muy pequeña y no puede todavía morder”, dice Ahmed. Sarina sostiene con sus manos la botella y se la toma hasta el fondo junto a la señal que marca el cruce de la carrilera con el último camino de herradura antes de la frontera. Allí van llegando también tres niños que, imitando al grupo de mayores que los han precedido, levantan los brazos y hacen con las manos la V. de la victoria. 
 
Cuatro pisos abajo del hostal Alepo
 
A tres calles del parque de Belgrado alguien ha acondicionado un apartamento como hostal y puesto en la puerta una inscripción en árabe: “Hostal Alepo, quinto piso, no usar el ascensor”.
En el hostal Alepo las tarifas son el doble que en cualquier hostal del centro, incluso en otro hostal en el primer piso del mismo edificio. Aunque la política del establecimiento de abajo es preferir los “mochileros”, los refugiados sirios son ahora los clientes más frecuentes. La lluvia empezó a caer el 1º de septiembre y eso hace que muchos sacrifiquen algo de dinero para pagar una habitación. Una familia duerme, exhausta, con un bebé de días de nacido. Mona golpea la puerta del hostal. Tiene treinta y dos años. Viaja con sus dos hijos: Nerwan, de nueve; Rayah, de tres. Rayah es sordomudo. Mona cree que en Alemania podría ir a una escuela especial. Nerwan pasa un rato mirando videos en el computador de la recepción. Luego dice que tiene ganas de vomitar. Se le siente la fiebre. En la farmacia de la esquina les dicen que no les pueden dar medicina para niños sin una orden médica. Así que la recepcionista los lleva hasta el servicio de urgencias y de ahí al hospital infantil. A la madrugada vuelven a pasar por la farmacia, ya con la fórmula médica, y obtienen su medicina.
Apenas han dormido unas horas cuando se despiertan para caminar hasta la estación y tomar el autobús hacia Kanjiza, en el norte. Hacia la siguiente frontera.
 
Un espadachín en Belgrado
 
Para la mayoría de los habitantes de Belgrado, los refugiados son un rumor. No se los ve por la avenida de los Estudiantes, por la fortaleza ni por el sector turístico y comercial de la Plaza de la República. Para encontrarlos hay que acercarse al sector de las terminales de bus y tren, en cuyos parques aledaños han instalado sus carpas. Aunque son centenares, nada ha cambiado, excepto que hay muchos más buses hacia el norte y que los kioscos de comida rápida registran las ventas más altas de su historia. Una de las vendedoras ha puesto un letrero que dice en árabe: “Comida 100% halal”. “Es decir que no tiene cerdo, pero de todas maneras cerdo no se come mucho aquí. Sólo jamón”, explica.
Un hombre de camisa amarilla y el logo de la telefónica local explica que la semana siguiente habrá internet gratis y para todos en el parque, que por ahora pueden ir a la zona de tiquetes de la terminal, que ahí podrán conectarse. Entre las carpas, los locales pasan con maletas de rueditas rumbo a los trenes o pasean sus perros. Algunos pensionados comparten banca con los recién llegados. La conversación se limita al país de donde vienen.
 
En otra banca, un hombre de gafas se recuesta, fatigado, y se protege el rostro con la mano derecha. El brazo izquierdo lo extiende para invitar a su hijito a recostarse a su lado. El hombre se llama Mohamed Asfur. Allí se quedan por unos minutos, hasta que pasa otro niño refugiado montando una bicicleta que le prestaron en un restaurante vecino.
“Él todavía no sabe montar”, dice Mohamed de su hijo. Así que para que no haga una pataleta por la cicla lo invita a una batalla. Cada uno toma la varilla de una carpa que se desbarató y los dos practican esgrima. Luego le muestra un títere de una tortuga ninja. Entonces vienen sus otras dos hijas, que han dejado de prestar atención al niño de la bicicleta. Los cuatro juegan con el títere hasta que se encienden las luces del parque. Mohamed dice que es hora de dormir. Los niños se lavan los dientes en la fuente antes de regresar a la carpas.
 

Por Ricardo Abdahllah, enviado especial.

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