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Marcas de guerra

El ejército nazi cercó la ciudad, actual San Petersburgo, durante 872 días con el propósito de hacerla parte de su botín en la Segunda Guerra Mundial.

Juan David Torres Duarte
29 de enero de 2014 - 05:21 p. m.

Cuatro hombres y cuatro caballos, de músculos marcados en bronce, en agitación aquietada por el metal, definen las cuatro esquinas del puente Anichkov, en San Petersburgo. Por las faldas del puente cruza el río Fontanka, que se alarga más de seis kilómetros y va a dar al río Neva, anchuroso y de aguas oscuras en otoño. Los caballos y los hombres, construidos en el siglo XIX, se sostienen en una base de granito; las barandas del puente, que unen cada base en los costados, son de color verduzco y si se las toca dejar un olor a óxido: antes de tocar el suelo, tienen formas de mujeres con pies de caballo y cola de pez forjadas en metal.

De pie en el puente, el primero de la avenida Nevski, se ven las aguas escurriéndose en su canal, abrigadas por construcciones de columnatas jónicas y soportales de cabezas curvas. Quien camina desde la estación de tren, a donde arriban las máquinas desde Moscú, encuentra el río y las estatuas, un dibujante de paisajes aquí y a su lado un vendedor de pasajes en bote a 500 rublos, y asciende de a poco hasta el otro extremo del puente. Antes de llegar al final, sin embargo, ve en la base de la estatua un hoyo largo, ancho. El día puede ser soleado, con vientos rápidos. Y la luz, al pegar con el granito, parece hundir más su hondura.

Cuarteado como está, el hoyo es más que una mera corrupción del material; sobre él, en color grisáceo que ha venido deshaciéndose con el tiempo, hay una placa. La placa reza en ruso: “Estos son los rastros de uno de los 148.478 proyectiles disparados por los fascistas en Leningrado entre 1941 y 1944”. San Petersburgo, durante casi ochenta años, se llamó Leningrado.

El hoyo es más que una mera corrupción del material. Son huellas de guerra. Huellas de muerte.


Septiembre de 1941

Adolfo Hitler y José Stalin, führer de Alemania el primero, dictador de la Unión Soviética el segundo, habían acordado en 1939 a través de sus representantes que respetarían sus respectivos territorios. Pese a su odio por los comunistas, Hitler sabía que la Unión Soviética era un bastión esencial de Europa y que tenerlo de su lado lo hacía aún más poderoso. Por entonces, las tropas nazis ya habían tomado Austria y en poco se harían con Polonia; la Unión Soviética tendría, según el pacto, cierta influencia sobre Finlandia y poseería una parte de Austria y Polonia. Todo iría bien si entre dos potencias armadas prometían no pisar los territorios ajenos.

Pero mientas el avance soviético fue tomado apenas como una ampliación de su poder territorial, el avance de los ejércitos nazis, amplios y fanáticos, asustó a Europa: cuando entró en Varsovia, capital de Polonia, y destruyó sus casas y edificios, Francia y Gran Bretaña declararon la guerra. Era la guerra europea, la susurrada lucha entre los ganadores y los vencidos de la primera guerra mundial; Hitler, terco en su odio a los judíos y herido en su amor patrio desde años atrás, cuando quedó ciego por un tiempo en una batalla, principiaba su extensión: tomó Hungría, Noruega y Eslovaquia, Finlandia, Croacia, Serbia, Grecia y Yugoslavia, y peleó varias batallas que en principio le dieron, por ejemplo, el poder de Francia y sus colonias en África.

Hitler solía decir que el gran error de la primera guerra, que dejó destruida a Alemania y a merced de los bancos estadounidenses para su reconstrucción, fue haber peleado varias batallas al mismo tiempo; afectada por varios costados, Alemania no podía más que hundirse. Por eso, su expansión ocurrió paso a paso en principio; luego, la entrada de Estados Unidos en la guerra —tras el ataque a Pearl Harbor— y la presión de Gran Bretaña, además del soterrado conflicto con la Unión Soviética, produjeron una aceleración en el conflicto: Hitler deseaba ampliar el Tercer Reich de cualquier modo, aunque tuviera que luchar varias batallas al mismo tiempo. Sucedió y perdió.

La paz fría con la Unión Soviética habría de romperse. Era cuestión de tiempo: aunque Stalin prefería mantener a Hitler a raya, sus provocaciones —enraizadas en la pureza de la raza y en la glorificación de Alemania— rompieron toda cordialidad. En junio de 1941, Hitler ordenó tomar el territorio soviético en Polonia. Stalin se preparaba para la guerra con un solo objeto: enfrentar a Alemania. Estados Unidos tenía ya su propia batalla con Japón; la Unión Soviética y Gran Bretaña serían las encargadas de detener a Hitler en su afán territorial.

Fue entonces que Hitler, en septiembre de 1941, enfiló a su Wehrmacht —su fuerza de defensa militar— a través de tierras ya conquistadas hacia Leningrado. Tomarían también Moscú y Stalingrado, actual Volgogrado, para cerrar las filas de provisiones y defensa del país. Desde junio, el gobierno soviético, advertido por el ataque en Polonia, había alistado a civiles y militares para defender Leningrado.

Por eso, cuanto encontraron los alemanes y finlandeses —que apoyaron al Tercer Reich en la toma de la ciudad— fue una ciudad rodeada de barricadas, tierras y tierras rodeadas por alambre de púas, antecedidos por trincheras hondas para repeler ataques aéreos y terrestres, cavadas por los civiles. Cuanto encontraron ese 8 de septiembre de 1941, cuando por el Báltico de azul profundo entraron las fuerzas de Finlandia y por el sur los ejércitos nazis, fue una ciudad presta a defenderse.


Nieve negra

En una de las columnas de mármol de la Catedral de San Isaac, a medio camino entre el puente Anichkov y el río Neva, hay un hoyo dibujado también por un proyectil. Una placa, idéntica a la del puente, identifica los restos de la guerra. En los jardines florecientes que anteceden la entrada a la catedral, setenta años atrás, los soviéticos establecieron máquinas antiaéreas para resistir a los ataques nazis por aire. Una fotografía del 1° de octubre de 1941 atestigua el ambiente: la ciudad se ve oscurecida por los árboles pelados en otoño y de fondo la catedral permanece en pie, con los antiaéreos en primer plano.

En su entrada a Leningrado, Hitler ordenó la destrucción de los palacios de los zares, entre ellos el palacio de Petergof, que da al Báltico y tiene habitaciones lujosas, cúpulas bañadas en oro y jardines y fuentes variopintos. La ciudad ya había recibido ataques de artillería desde agosto, pero sólo hasta ahora se veía rodeada por nazis.

Hitler esperaba destruir la ciudad —no tomarla, porque eso lo habría obligado a sostener a la población civil— antes del invierno. Sin embargo, la defensa civil y militar arruinó sus planes originales: cuando llegó el invierno entre 1941 y 1942, muchos de los enfrentamientos cesaron; las provisiones para los ciudadanos soviéticos ya escaseaban, pues había sólo comida para dos meses y las líneas de comunicación, para entonces, ya estaban todas tomadas por los nazis.

Las políticas de racionamiento fueron cada vez más estrictas; cuando faltó la harina, un grupo de científicos de Leningrado creó una sustancia artificial, compuesta en su mayoría por aserrín, y las raciones por persona fueron reducidas a lo mínimo: para cada día, un ciudadano cualquiera tenía 125 gramos de pan, que en realidad era 60% aserrín. Hubo un tiempo, durante aquel primer invierno, en que la comida fue sólo entregada a las tropas y al personal civil que tenía a cargo la defensa de la ciudad. El resto de los pobladores, que se contaban en tres millones antes de la guerra, tomaban el agua que se derretía de la nieve y se regaba por sobre andenes y carreteras y, cuando la hambruna aumentó, comieron ratas, palomas y perros.

Pero las ratas, palomas y perros se acabaron. A menos 30 grados centígrados, los habitantes de Leningrado comenzaron a morir, unos de frío, otros de hambre, otros más en medio de bombardeos venidos del sur. Finlandia encerró la ciudad por el norte, pero rara vez atacó: en realidad, estaban sólo interesados en anexar Karelia del Este, un territorio rodeado por el mar Blanco y que alimenta al Báltico. Así encerrados, Leningrado no tenía salida. A diario morían cerca de 1.000 civiles; a diario, aquí y allá, hombres y mujeres comían cadáveres de otros hombres y mujeres a falta de comida. Algunos grupos capturaban a otros para dar fin a su hambre. Los militares encontraron a quienes, por la fuerza grave de la guerra, se habían convertido en caníbales y los fusilaron. Muchos de los edificios y lugares en donde sucedieron actos de canibalismo están hoy rodeados de recuerdos ásperos: en la ciudad se escuchan historias oscuras de aquellos días, que aún se cuentan en voz baja.

La gente moría en las calles, con la cara contra el suelo frío, y en las avenidas la nieve se combinaba con el polvo levantado por los proyectiles y la suciedad. La nieve era negra. En la muralla que rodea el Fuerte de Pedro y Pablo, bañada por el río Neva, los soviéticos instalaron parlantes; en una ocasión hicieron sonar la ‘Sinfonía No. 7, Leningrado’ de Shostakovich, que hacía honor al valor de los ciudadanos, con los parlantes dirigidos a las fuerzas enemigas. No había agua, ni energía, ni comida.
Cercado por todos los frentes, Leningrado estuvo 872 días a merced de la muerte.


Un millón de muertes

Más de 200.000 personas fallecieron en los bombardeos nucleares de Hiroshima y Nagasaki, que ha sido considerada una de las batallas más crueles de la Segunda Guerra Mundial por sus efectos inmediatos y a largo plazo. La historia, sin embargo, tiene sus olvidos y también sus razones para olvidar. La cifra oficial de muertos en Leningrado fue de 1.017.881: cinco veces más que los fallecidos por la bomba atómica y 83 veces más que los del cerco a Sarajevo en la guerra Bosnia entre 1992 y 1996. La cifra sólo es superada por la Batalla de Stalingrado —que sucedió en el mismo período del cerco— y la Batalla de Berlín, que cerró la Segunda Guerra Mundial.

Ese millón de muertos, puesto en otro número, toma otro matiz: casi el 50% de la población de Leningrado fue arrasada. Entre 1941 y 1944, se sucedieron varias batallas que alargaron la toma de la ciudad. Hitler veía cada vez más difícil entrar a la ciudad, y por órdenes de Stalin los subterráneos de Leningrado estaban llenos de explosivos: si los nazis entraban, la ciudad entera volaría. Cada vez que venía el invierno, también las fuerzas nazis se reducían. El ambiente, al que los soviéticos sabían ya combatir, hizo mella en los alemanes.

En noviembre de 1941, los soviéticos, en vista de la hambruna, abrieron un camino por el lago Ladoka, la única parte que no fue cercada. A través de ese camino, con camiones en invierno y en lanchas durante el resto del año, trajeron alimentos y recursos para las tropas y la población civil. Gracias a ese camino, bombardeado cada tanto por los nazis para que el hielo quebrara, cediera y se perdieran las provisiones, la tasa de muertes disminuyó en el tiempo siguiente.

Algo más establecidos por esta vía, bautizada en tiempos el ‘Camino de la vida’ y en tiempos el ‘Camino de la muerte’ —la guerra hace que ambas cosas sean la misma—, los soviéticos emprendieron ataques contra los alemanes desde 1942; sin embargo, sólo dos años después, en los primeros días de enero de 1944 se unieron tropas en tierra y alejaron a los nazis del cerco inicial. Durante más de quince días, el Ejército Rojo repelió a los nazis. El 27 de enero de 1944, por el sur y por el norte, los frentes Leningrado y Volkhov hicieron retroceder a todas las fuerzas enemigas hasta la retirada. La Unión Soviética había ganado, aunque la afirmación sea apenas un paliativo: más de 12.000 casas fueron quemadas y 840 fábricas destruidas. Los tesoros de arte, resguardados en palacios y museos, fueron robados.

Apenas afuera de la estación de trenes, quien camina hacia la avenida Nevski se topa primero con un obelisco con punta de estrella dorada, erigido para honrar a los muertos en aquel cerco. Y detrás, en el techo de un edificio que ocupa todo un bloque, se lee en ruso, en letras enormes y fosforescentes: ‘Gorod-geroy Leningrad’. Leningrado, ciudad héroe.

Por Juan David Torres Duarte

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