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Monstruos que coleccionan mujeres

El hombre que mantuvo cautivas a tres mujeres pasaba desapercibido para la comunidad que le rodeaba. Ese era el disfraz para su crueldad.

Miguel Mendoza Luna *
11 de mayo de 2013 - 09:00 p. m.
Ariel Castro espera para su comparecencia en la Corte Municipal de Cleveland.  / AFP
Ariel Castro espera para su comparecencia en la Corte Municipal de Cleveland. / AFP

En la novela El coleccionista (1963), escrita por John Fowles, un hombre obsesionado con las mariposas decide secuestrar a una bella joven llamada Miranda para convertirla en un objeto más de su mundo privado. Esta aberrante ficción, que ha derivado en diversos libros y películas similares, refleja una práctica criminal que en la realidad resulta aún más sádica. El caso ocurrido en Cleveland (Ohio), donde tres mujeres fueron secuestradas durante un promedio de diez años por un hombre identificado como Ariel Castro (la participación de sus dos hermanos por ahora se ha descartado), evidencia una vez más el horror del esclavismo sexual, motivación central de este tipo de agresores.

Amanda Berry fue raptada en abril de 2003, entonces tenía 16 años; Gina Lynn DeJesus, de origen puertorriqueño, en 2004, con 14 años; Michelle Knight desapareció en 2002, cuando tenía 20 años. El hallazgo en la vivienda de Castro de cadenas e instrumentos de tortura confirma que las tres jóvenes pasaron un infierno difícil de imaginar; sometidas al encierro y a constantes agresiones sexuales, perdieron total contacto con la realidad, alienadas en un universo de control absoluto por parte de sus captores.

Además de las preguntas sobre el duro proceso de cura que viene para estas mujeres, una vez reintegradas a su mundo pasado, nos inquieta el funcionamiento de la mente y la moral de seres humanos capaces de someter a otro a tal horror.

En Estados Unidos, en las últimas décadas, se han registrado otros sucesos similares donde se reiteran factores de crueldad y violación, mediados por un cautiverio donde la tortura y la amenaza desembocan en un control total de la víctima.

Entre 1991 y 2009, Phillip Garrido, ayudado por su esposa, mantuvo cautiva a Jaycee Dugard; la joven californiana tenía 11 años cuando fue raptada. Tuvo dos hijos de su agresor, el primero a los 14 años. Cameron Hooker, también apoyado por su pareja, sometió a Collen Jean Stan, una joven de 20 años, al encierro cerca de siete años. Durante este tiempo abusó de ella de forma brutal y literalmente lavó su cerebro para hacerle creer que él la había comprado a una agencia de esclavas y por lo tanto ella le pertenecía por completo.

Europa no ha sido ajena a estos casos. En Amstetten, Austria, durante 24 años, Elisabeth Fritzl fue secuestrada y violada por su padre, Josef Fritzl; ella permaneció cautiva en un refugio anexo a la casa familiar, por completo aislada del mundo real. Tuvo siete hijos producto del abuso de su progenitor, algunos de ellos fueron presentados como nietos abandonados por su hija, la cual se suponía había huido de casa.

La característica común de los hombres mencionados como responsables de este tipo de secuestros salta a la vista: pasan desapercibidos para la comunidad que les rodea; incluso se integran laboralmente a la sociedad. Logran llevar una suerte de doble vida, donde su fachada de trabajadores, hombres de comunidad, y hasta casados, cubre su verdadera identidad: crueles violadores que han dado rienda suelta a su más oscura fantasía de poder. Si bien presentan antecedentes de algún tipo, cubren sus huellas antisociales con máscaras de hombres amables. Se ha informado que Castro fue denunciado por haber golpeado salvajemente a una mujer, en contraste con su trabajo como conductor de bus escolar, músico aficionado y hasta activista en actos que denunciaban la desaparición de sus víctimas.

A diferencia del asesino en serie prototípico, este tipo de esclavistas sexuales mantienen con vida a sus víctimas; su perverso placer no sólo deriva del continuo abuso, sino de la sensación de convertirse en el presumible dueño absoluto de un ser humano. Su vida cotidiana, por gris o exitosa que le resulte, es tan solo una fachada para poder seguir adelante con lo único que le interesa: regresar a su privada mazmorra del horror, donde libera su verdadera y oscura naturaleza.

Este tipo de criminales corresponden a la clasificación de psicópatas sexuales, con rasgos organizados, capaces de premeditar sus crímenes y de prolongar el terror por medio de un atroz proyecto de encierro y vejación. Son incapaces de reconocer el dolor de sus víctimas; las cuales les parecen simples posesiones de las que pueden disponer de la forma que se les antoje. El esclavista sexual no manifiesta arrepentimiento y además es incapaz de reconocer la atrocidad de sus actos; incluso, aunque suene inaudito, considera ser un benefactor de sus esclavas al permitirles seguir con vida.

De Castro se ha dicho que ponía a prueba a las prisioneras fingiendo dejar las puertas abiertas para luego sorprenderlas en el intento de escapar. Astucia y manipulación terminan de definir la sombría personalidad del esclavista, indiferente ante la precaria salud de las cautivas o de los abortos que sufran, consecuencia de desnutrición o maltratos. Se ha divulgado que una de las mujeres sometidas en Ohio, Michelle Knight, sufrió cinco abortos; también se está investigando la posibilidad de que otra mujer hubiese muerto en esta casa.

La transformación de las víctimas

De acuerdo con las primeras informaciones de este caso y el testimonio del heroico joven que intervino en la vivienda de Castro, Ángel Cordero, sólo una de las mujeres, Amanda Berry, madre de una niña de seis años (hija del agresor), pidió su ayuda. Las otras dos cautivas no intentaron huir. En los casos antes citados se reconoce un momento donde la víctima, por completo quebrada psíquicamente, cesa de luchar.

Según las declaraciones de Jaycee Dugard, quien incluso llegó a trabajar en el negocio de su secuestrador, ella despertó del letargo de su largo cautiverio al reconocer la amenaza que recaía sobre su hija mayor, para entonces de 15 años. Es probable que la persistencia de Amanda por huir se relacione con la necesidad de salvar a su pequeña hija.

A medida que pasa el tiempo del secuestro, donde por supuesto las constantes agresiones se suman, la psicología de la víctima pasa por diversos procesos que desembocan en un temor total a ser asesinada, situación que afianza el control que el esclavista busca tener. De acuerdo con los testimonios en casos similares, sabemos que las amenazas de muerte del secuestrador señalan también a la familia de la víctima, de esta manera se cierra el círculo de poder.

El continuo abuso físico suele acompañarse de absurdos contratos en los cuales el agresor le hace firmar documentos a la víctima que confirman su aceptación de ser su esclava. Los principios de realidad se invierten y el mundo del cautiverio se reduce a la necesidad básica de sobrevivir. En encierros prolongados se rompe el contacto con la identidad biográfica (incluso se bloquean recuerdos) y se termina por adoptar la identidad impuesta por el secuestrador. Jaycee Dugard aceptaba ante la gente que era la hija de su secuestrador; Cameron Hooker, en el quinto año de cautiverio, llevó a Collen a visitar a sus padres, en ese encuentro ella se refirió a él como su esposo y no pidió ayuda a su familia.

En un punto avanzado del proceso de sometimiento es probable que emerjan residuos de la vida anterior y entonces se luche de nuevo por la libertad. Si esto no ocurre, la nueva personalidad de la víctima, disociada de su mundo anterior, acepta sin oposición las absurdas normas de su agresor.

La liberación de estas tres mujeres —suceso que seguro traerá consigo investigaciones sobre la negligencia de las autoridades y nuevas discusiones sobre los problemas del entorno social estadounidense— es para ellas el inicio de un viaje de reconstrucción de sus vidas fracturadas, en el cual buscarán que sus identidades, suspendidas durante el encierro, retornen gradualmente para sanar los nuevos dolorosos recuerdos. A aquellas que fueron antes de ese espantoso día en el cual fueron capturadas y a aquellas que son ahora una vez liberadas, que este monstruo que coleccionaba mujeres no pudo encerrar ni destruir.

 

ellroy73@yahoo.com

@miguelmendozal7

* Profesor y escritor, autor del libro ‘Asesinos en serie: perfiles de la mente criminal’.

Por Miguel Mendoza Luna *

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