¿Cómo es nacer en un refugio para víctimas de violencia de género en Argentina?

Algunas llegan a pocos días de parir, con sus demás hijos a cuestas. Otras ocultan hasta el último minuto sus panzas bajo abrigos holgados. La mayoría estuvieron al borde de ser asesinadas. Desde afuera es una casa de un barrio del conurbano igual a cualquier otra. Adentro hay mil historias.

Gisela Nicosia / Cosecha Roja
26 de noviembre de 2016 - 05:40 p. m.
¿Cómo es nacer en un refugio para víctimas de violencia de género en Argentina?

“Una chica me contó que su novio empezó a morderla, luego la agredía psicológicamente. Hasta que la obligó a tener relaciones sin cuidarse porque él quería tener un hijo. Quedó embarazada. En medio de una discusión, él le dijo que no quería otra muerta más en su vida. Ese fue el disparador para que ella lo investigara”, resume Nancy Lilian Uguet mientras ceba mate. Nancy dirige el refugio de mujeres víctimas de violencia de género que lleva su nombre, donde muchas llegan con sus hijos y otras van para que puedan nacer lejos de los golpes y el maltrato.

La joven los contactó para pedir orientación. Había googleado el nombre del padre del hijo que llevaba en su vientre. Lo encontró implicado en una causa por femicidio. En las semanas siguientes hizo un esfuerzo por no decir nada y lo grabó hablando sobre ese episodio. Luego escapó. Logró que se lo incrimine por esa causa y decidió dar en adopción al bebé.

“No quería que supiera que su padre era un asesino. Tenía la decisión tomada”, dice Nancy luego de un largo silencio. No la juzga, como al resto de las mujeres que recibe a toda hora. “Es complejo estar en su lugar y por eso el entorno de las chicas se cansa y no tienen donde ir. Muchas van y vienen, vuelven con los violentos y luego sabemos que estarán nuevamente acá”.

Los relatos continúan en el hall del refugio, cerca de un barril de chapa al que convirtieron en parrilla. La encargada de la venta de choripanes es Paola, que se recupera de una adicción al paco. La ayuda María, que llegó con una puñalada en la cabeza, junto a sus hijos muy pequeños.
En el patio, una de las mujeres juega con sus hijos y se ríe. Un año atrás, cuando estaba embarazada del más chico, su ex la tiró sobre las vías del tren. Zafó de ser arrollada, pero no de las golpizas posteriores. Hasta que encontró en el refugio un lugar seguro para que su hijo pudiera nacer. No son pocas las que van a partir allí.

Hace unas semanas todo fue alegría. Una mamá llegó con sus otras dos nenas, a días de parir. Las nenas estaban indocumentadas. Venían de una historia de sometimiento muy grande. La tercera hija nació lejos de los golpes y la violencia de su propio padre.

“Cada una lo lleva como puede”, dice Nancy y recuerda a las que no revelan que pronto serán madres, como una joven de nacionalidad paraguaya, reducida a la esclavitud por su propia hermana. Es una chica tímida, mantiene la cabeza baja, callada. Casi no se la oye cuando habla. Estuvo tres meses en el refugio con la misma campera puesta. La lavaba y se la volvía a poner. Hasta que uno de los colaboradores notó lo que tenía debajo de su abrigo. “Se levanta las mangas, pero no se la quita, se nota que tiene calor. La pregunta es ¿por qué no se la saca?”. Nancy no demoró en hablar con ella:

-¿Estás embarazada? -le preguntó sin dar vueltas.

-Si, de 7 meses- respondió la mujer.

Espera un varón sano, que crece con normalidad a pesar de la falta de controles.

Puertas adentro

En la casa viven al menos doce mujeres y más de veinte chicos. Los fines de semana reciben mujeres que más tarde logran encontrar asilo en la vivienda de algún allegado, o se terminan de sumar a las que se mantienen en el refugio.

Las víctimas son de todas las clases sociales. Hace poco llegó una mujer en ropa interior y con los hijos apenas vestidos con sus pijamas. La mujer tenía una buena posición económica y había vivido sus embarazos rodeada de comodidades. Los chicos iban a un colegio privado, tenían casa, auto y muchos amigos. En apariencia, no les faltaba nada. Pero el marido la mantenía en una rutina de maltrato psicológico y físico. Una noche huyó con lo que tenía puesto por miedo a que matara a alguno de los nenes. En el refugio no había más camas libres y durmió en un colchón en el piso. “Es la primera vez en años que duermo sin miedo a que la despierten a los golpes”, dijo al otro día.

En caso de que la mujer que acude al refugio esté embarazada o tenga a sus hijos pequeños, la situación suele ser más compleja. Cada una se enfrenta a la ilusión de que el hombre cambie y se convierta en el padre que soñaron para sus hijos. “Se sienten locas, confundidas, creen que está mal creer que quieren a esos hombres que las maltrataron. Yo les pido que no se atormenten. Es normal y es parte de lo que luego trabajarán con nuestra ayuda para entender que hicieron bien en huir”, cuenta Nancy.

Contra la tristeza no hay más remedio que el tiempo. Los embarazos suceden, los cuerpos de las mujeres cambian, las panzas parecen explotar y ellas están tristes, siempre. Es un momento de pleno dolor; lo dejaron todo atrás. Es perderlo todo, es huir de todo, para que esa panza tenga un refugio. Recién vuelven a sonreír cuando tienen a sus bebés en brazos.

Cada una tiene una tarea mientras se recupera. Las que cocinan bien, serán las encargadas de cocinar para todos mientras las demás limpian u ordenan. Algunas atienden el puesto de ropa usada o colaboran en el cuidado de los chicos. Luego se las ayuda a encontrar un empleo. Con los primeros sueldos ahorrados buscan alquilar algún departamento cerca del refugio. Entre ellas se adoptan como hermanas, hijas, y madrinas. Los lazos que las unen son los mismos que lamentan haber perdido y que, en su nuevo presente, revaloran para mantenerse a salvo.

Empezar de nuevo

En el refugio trabajan distintos especialistas. Una docente de música, una profesora de yoga, entre otras, todas acompañadas con una psicóloga que las contiene, a las mujeres y a sus hijos. La licenciada Nancy Duran es quién las asiste y define su trabajo como un “acompañamiento empático del dolor”.

“Llegan con una autoestima devastada, una situación que puede permanecer por meses, o años. Sufren la pérdida de amigos, familia, su casa, el trabajo y la de su pareja. Están rotas”, detalla y subraya un doble padecimiento en el caso de las mujeres madres.

Ahí es cuando comienza el trabajo para lograr que las víctimas confíen en que pueden recuperarse. “Debemos generarles confianza para que hablen, y fortalecer su autoestima. Todo ese miedo que padecen trae una carga emocional en ellas y en los hijos. Cuanto más fortalecida está la mamá, mejor para los hijos. Y sin dudas, la herida más fuerte está en su alma. Deben reconocerse sin dolor, sin lágrimas y sin miedo en sus ojos ni en el de sus hijos”, sostiene.

Lo que dicen los nenes

A los chicos nadie les pega y eso lo ven extraño. “¿Mamá tampoco nos puede pegar?”, preguntan, y ante la respuesta negativa no lo pueden creer. Sucede que los agresores le pegan a ellas y ellas a sus hijos. Completando un círculo difícil de romper sin ayuda, los niños luego golpean e insultan a las madres: se vuelven espejo de la violencia. Esa imagen ya no existe en su nueva vida y también lleva tiempo para que lo comprendan.

“Vienen muy agresivos. Él le pega a ella, ellos lo naturalizan como parte del trato con el otro. Acá se les enseña a no romper, a cuidar las cosas, y los animales los ayuden a recobrar los buenos modos, a cuidar de ellos. A querer”, dice Nancy.

En la casa hay más de diez perros y veinte gatos. Cada uno tiene su nombre: Martín, Penélope, Bonita y la lista sigue. Y cada uno también tiene su historia, como tantas que repasa Nancy. “Cada una tiene una mascota a cargo, pero Bonita es mía y me sigue a todos lados”, dice Nancy.

Nancy trabaja día y noche en el refugio. No apaga el celular, ni recuerda cuándo se fue de vacaciones por última vez. Todas le dicen “má” y ellas las siente como sus hijas. En el barrio, antes de revelar qué había dentro de esa casa, muchos le preguntaban cuántas hijas tenía. Ella se reía. Luego contó que era un refugio y recibe ayuda de los vecinos para lo que necesite. Pero siguen siendo sus hijas.

En la casa también colaboran Marcela Morera, madre de Julieta Mena yJimena Aduriz, mamá de Ángeles Rawson, ambas víctimas de femicidio. En el caso de Morera, su hija estaba embarazada de dos meses al momento de ser asesinada.

Ni bien cae el sol, entre todas sacan la parrilla, cuelgan la luz y comienzan a tomar pedidos de los vecinos que les compran los choripanes en la vereda, frente al muro que las protege, a ellas y a sus hijos. Por seguridad, y quizás como metáfora, el picaporte de la puerta de salida sólo abre del lado de adentro.

*Esta nota fue escrita en el marco de la Beca Cosecha Roja y publicada también en el sitio BigBangNews.com.

Por Gisela Nicosia / Cosecha Roja

 

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