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"No todos los interrogantes se resolverán"

El Espectador habló con John Tunheim, el hombre que presidió la última comisión creada para reunir información acerca del magnicidio.

Diana Carolina Durán Núñez
19 de noviembre de 2013 - 10:46 p. m.
John F. Kennedy fue asesinado el 22 de noviembre de 1963. Sus restos están en el cementerio de Arlington, Virginia. / EFE
John F. Kennedy fue asesinado el 22 de noviembre de 1963. Sus restos están en el cementerio de Arlington, Virginia. / EFE
Foto: EFE - ROBERT KNUDSEN

“Sé que es muy difícil creer que el presidente de los Estados Unidos fue asesinado por un hombre que actuó solo y sin agenda. Es difícil aceptar que la historia de este país se partió en dos sin que hubiera un gran plan criminal detrás. Pero la verdad es que hay suficiente evidencia directa para afirmar que hubo un único francotirador ese 22 de noviembre de 1963 en Dallas, más allá de cualquier duda razonable. Los complots se hacen entre varios y siempre hay alguien que termina delatando el plan. Pero han pasado 50 años y nadie ha dicho ‘yo vi algo’, ‘yo supe algo’. Nos cuesta aceptarlo, pero es lo que la evidencia nos dice: al presidente John F. Kennedy lo mató Lee Harvey Oswald. Nadie más”.

Quien habla es John R. Tunheim, presidente de la Junta de Revisión de los Registros del Asesinato de Kennedy (Assassination Records Review Board, en inglés), más conocida como la Comisión del 92. Este fue el sexto y último grupo especialmente creado para abordar el más sensible episodio de las últimas décadas en EE.UU. Tunheim es hoy juez federal del estado de Minnesota y por su sala de audiencias han pasado, entre otros, colaboradores de la organización terrorista somalí Al Shabab, la misma que masacró en septiembre pasado a 72 personas en la capital de Kenia.

En diálogo con El Espectador, Tunheim recordó el trabajo que realizó junto con 34 personas más entre 1994 y 1998, y que derivó en la desclasificación de más de cuatro millones de páginas que ahora hacen parte del Archivo Nacional. Hasta la ropa del asesinado político, con manchas de sangre, hace parte de esa colección. “Nuestro trabajo era lograr que las agencias federales desclasificaran sus registros sobre el magnicidio. No nos correspondía resolver el asesinato, menos mal”, señala el juez, agradecido por no haber llevado sobre sus hombros esa carga. Quizá porque, al haber tenido acceso a tanto material reservado, sabe que su conclusión no habría podido ser otra: el asesino, como se supo desde el primer día, fue Lee Harvey Oswald.

Con el relato de Tunheim se entiende que nada de lo que ocurrió ese 22 de noviembre de 1963 habría ocurrido en los Estados Unidos de hoy. Para empezar, porque “la gente estaba tan cerca a Kennedy que era peligroso”. Pero nadie advirtió los riesgos que implicaba desplazar al presidente en una caravana despaciosa con una limosina abierta. Menos comprensible para Tunheim es que, una vez Kennedy recibió el primer disparo, el conductor de su auto redujera la velocidad mientras trataba de descifrar qué sucedía. En ese momento, el carro se movía a menos de 8 kilómetros por hora, de lo que Oswald tomó ventaja para disparar por segunda vez. A la cabeza.

A la 1 p.m., hora central, se declaró la muerte de Kennedy en el Parkland Memorial Hospital, lugar en el que, en menos de 48 horas, moriría también su verdugo. Más de 40 años después, cuando la Comisión del 92 se puso a escarbar entre los documentos de ese centro médico, halló que los patólogos no sólo hicieron la autopsia incompleta, sino que se habían equivocado sobre el punto de entrada de la bala, no coincidían sobre la hora en que se hizo la disección del cerebro del presidente e incluso habían quemado notas. La Comisión hallaría luego que George Burkley, médico de la Casa Blanca, también destruyó mucha evidencia. Burkley le daba a Kennedy cocteles de droga para sus dolores de espalda.

El reinado de los absurdos continuó. Cuenta Tunheim que “en 1963 Dallas era una ciudad pequeña, su Policía era poco profesional y matar al presidente ni siquiera se consideraba un crimen federal. Por esa razón la autoridad sobre el cuerpo de Kennedy la tenía el estado de Texas. Agentes del Servicio Secreto fueron perseguidos por alguaciles locales que insistían en que el cuerpo tenía que permanecer allí. Se cometieron muchos errores. La Policía, por ejemplo, se llevó evidencia a su casa”. Tunheim admite, además: “Sabemos que muchos registros fueron destruidos. Fue la época más oscura del Servicio Secreto”.

Para Tunheim tampoco es entendible que, tras ser arrestado, Lee Harvey Oswald hubiera sido recluido en una celda rodeado de personas que habían llegado a la estación de Policía movidos por la curiosidad y que hasta podían hablarle. El domingo 24 de noviembre de 1963, la Policía decidió mover a Oswald a un sitio más seguro, pero la gente permanecía en la estación. Uno de ellos era Jack Ruby, el propietario de un bar que estuvo allí desde que supo la noticia de la captura de Oswald. Y justo cuando éste era llevado por un par de uniformados hacia una patrulla, Ruby sacó una pistola y, en frente de las cámaras de televisión, le disparó a Oswald en el estómago. Horas después el asesino del presidente murió.

Igual de incompresible para el juez federal es que la Comisión Warren, la primera establecida para resolver el magnicidio, se negara a acceder a la única petición que hizo Ruby para hablar. “Él creía que había sido un héroe, un patriota. Algunos miembros de la Comisión Warren fueron a verlo en la cárcel, pero él les dijo que si hablaba en Texas lo mataban y pidió que lo trasladaran. Al menos deberían haber hecho el intento, escucharlo y regresarlo a Texas si acaso su relato no tenía sentido”. En marzo de 1964 Ruby fue condenado a la pena de muerte, pero una corte de apelaciones reversó el fallo y ordenó un nuevo juicio. No lo alcanzó a afrontar. Un cáncer de pulmón acabó con su vida. Falleció en el mismo hospital en que murieron Kennedy y Oswald.

Batallas por la información

Dice el juez Tunheim que, una vez el Congreso de EE.UU. aprobó la creación de la Comisión en 1992 —esa misma ley indicaba que las agencias debían desclasificar lo que la Comisión pidiera, con contadas excepciones—, la CIA contrató agentes en retiro para la titánica labor. “Tenían buena actitud, querían que la gente dejara de pensar que ellos eran culpables del asesinato de Kennedy. Nos engañaron algunas veces, guiándonos hacia documentos erróneos. Otras veces tenían razón en querer proteger los archivos”. Sobre la aclamada película JFK, de Oliver Stone, que fue de hecho el detonante para que el Congreso creara la Comisión del 92, Tunheim expresa: “Fue buena, pero no muy precisa”.

A lo largo del camino, como ya se ha evidenciado, la Comisión del 92 se encontró con muchas personas más dispuestas a ocultar información que a entregarla. Ese fue el caso de Walter Sheridan, exsubordinado del fiscal general de EE.UU. durante la presidencia de Kennedy, su hermano Robert Kennedy. Sheridan estuvo explorando la hipótesis de que el crimen organizado estuviera detrás del asesinato, pero, después de viajar a Chicago —el conocido hogar de las mafias estadounidenses—, las indagaciones pararon. “Creemos que quizá se debió a la Operación Mangosta, en la cual Robert Kennedy estaba seriamente involucrado. Al fiscal general lo mortificaba pensar que había sido responsable de la muerte de su hermano”.

La Operación Mangosta fue un plan tramado en EE.UU. a principios de los años 60 para derrocar o asesinar a Fidel Castro. Pensando en nuevas líneas de investigación sobre este polémico caso, Tunheim sostiene que “sería interesante explorar las conexiones entre Lee Harvey Oswald y Cuba”, refiriéndose al hecho de que Oswald había estado en la Unión Soviética pidiendo asilo, pero había sido expulsado de allí y para la época del magnicidio estaba de nuevo intentando obtener una visa a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas a través de Cuba. “Al parecer, la visa fue negada y luego aprobada”, agrega el juez.

La razón por la cual el mundo entero conoció las imágenes precisas de los disparos contra Kennedy tiene un nombre: Abraham Zapruder. “Es la evidencia más importante del crimen”, afirma Tunheim. Zapruder, un empresario, filmó la caravana presidencial con una cámara Súper 8 recién adquirida, material que la Comisión “tomó” ante las frecuentes negativas de la familia Zapruder para entregarlo. La Comisión del 92 también intentó acceder a unos registros de la familia Kennedy relacionados con el nunca confirmado romance entre la actriz Marilyn Monroe y el presidente. Su hija, Caroline Kennedy, dijo sí, pero su hermano, Ted, dijo no.

Tunheim recuerda también que la Comisión del 92 recibió más de 600 páginas de documentos clasificados por parte del Kremlin, gracias a las gestiones del entonces vicepresidente Al Gore: “En Rusia nos dijeron que los estadounidenses hacíamos demasiadas preguntas. En los años 60 las agencias estadounidenses querían saber si el Kremlin había estado involucrado (en el magnicidio), pero no querían que la gente supiera, porque se habrían visto obligados a hacer algo al respecto. Mientras tanto, los soviéticos temían que los culparan del asesinato y de que eso desatara una guerra nuclear”. De acuerdo con Tunheim, una vez Al Gore salió del Gobierno, el puente entre la Comisión y el Kremlin se rompió.

Han pasado cinco décadas desde que dos balas segaron la vida de John Fitzgerald Kennedy, pero, bien lo sabe el juez John Tunheim, pocos se sienten satisfechos con las explicaciones dadas. Diferentes teorías de conspiración rondan la mente de los estadounidenses y del público en general, que van desde la participación de la CIA hasta el involucramiento de la Reserva Federal; sin embargo, las pruebas sólo indican que quien jaló el gatillo fue un hombre de 24 años llamado Lee Harvey Oswald. “Este es un crimen que cambió la historia del país y parece demasiado simple que Oswald hubiera actuado solo. Pero no hay más evidencias. Es claro que en este tema no todos los interrogantes se van a resolver”, concluye Tunheim.

dduran@elespectador.com

@dicaduran

Por Diana Carolina Durán Núñez

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