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La política del silencio en los centros de migrantes en Australia

Miles de solicitantes de asilo son víctimas de abusos en centros de detención australianos. Callar es la regla.

Angélica María Cuevas Guarnizo (Melbourne, Australia)
31 de agosto de 2016 - 03:00 a. m.
Un refugiado afgano resultó gravemente herido en el centro de detención de Manus.  / AFP
Un refugiado afgano resultó gravemente herido en el centro de detención de Manus. / AFP
Foto: AFP - MATTHEW ABBOTT

La “cláusula de confidencialidad” la firman profesores, enfermeras, médicos, psicólogos y demás miembros de organizaciones sociales que llegan a las islas de Nauru, Papua Nueva Guinea y Navidad para trabajar con las 3.708 personas (entre las que se cuentan 380 niños) que viven en centros y comunidades de detención de migrantes instalados allí por Australia.

El documento de la Australian Border Force Legislation advierte a los trabajadores que si revelan información a medios de comunicación sobre la vida dentro de los centros de detención, podrán ser condenados hasta a dos años de prisión.

“Sientes que estás firmando la sentencia en la que apruebas que te arrebaten tu libertad de expresión. No esperas que un gobierno como el australiano actúe así. ¿Qué está pasando aquí para que quieran silenciarnos?, piensas, pero firmas, porque tu compromiso es entrar y trabajar”, dice J, una maestra de inglés que hoy vive en Melbourne pero, entre 2013 y 2014, trabajó para el centro de detención de Nauru con solicitantes de asilo. Personas que luego de escapar de países como Sri Lanka, Afganistán, Pakistán, Siria, Serbia o China intentan llegar a Australia.

Aunque según datos del Departamento de Inmigración australiano, entre 2013 y 2014 el 90 % de los 6.500 refugiados que llegaron al país entraron a través de aeropuertos, el difícil camino que toman quienes se arriesgan a atravesar el atemorizante océano Pacífico para llegar a Australia genera importantes controversias internas.

En el año 2000, bajo el mandato de John Howard, el gobierno decidió poner en marcha “La solución del Pacífico”, una política dirigida a interceptar en alta mar los barcos repletos de ciudadanos sin visas que intentaban llegar a Australia para desviarlos hacia pequeños países vecinos. En ese momento el país firmó millonarios acuerdos con los gobiernos de Nauru y Papúa Nueva Guinea (pequeñas naciones insulares ubicadas a 3.000 y 300 kilómetros) y construyó centros de detención para migrantes donde permanecen en promedio un año y medio, mientras Australia decide si les da refugio.

La política, criticada por diferentes sectores políticos y ciudadanos que la consideran racista, fue revocada en 2007, en parte, por la presión de la opinión pública. Pero ante la masiva llegada de barcos de indocumentados a Australia entre 2012 y 2013 el gobierno ordenó su reapertura.

“Australia es el único país que trata a refugiados como prisioneros aislándolos en otros países, en condiciones inhumanas. Sin agua potable, dentro de una carpa soportando temperaturas de 40º centígrados durante la mayor parte del año, sin suficiente comida. Nauru es un país diminuto (el tercero más pequeño del mundo con 21,3 km²) que no produce alimentos porque sus suelos fueron devastados por la sobreexplotación de fosfato en el siglo pasado. Es gente inocente pasándola muy mal”, dice J.

Aunque la maestra y algunos trabajadores sociales contactados por El Espectador prefieren no revelar su identidad, otros, especialmente quienes ya no están vinculados a programas de refugiados en estos lugares han venido denunciando, bajo la premisa de “Enough is enough” (“Ya es suficiente”), la violación de derechos humanos dentro de los centros.

Emily Seaman, profesional de la Universidad de Canberra en Educación Comunitaria, trabajó durante dos años dentro Nauru como parte del equipo de una ONG, “La situación en los centros acaba con la salud mental de estas personas. Se han denunciado abusos sexuales a niños y mujeres que implican a guardias de seguridad, maltratos físicos, psicológicos y xenofobia. Las familias se fragmentan por completo, los niños terminan asumiendo la misión de mantener a sus familias disfuncionales a pesar de que no entiendan por qué crecen como detenidos. Ellos son los que más sufren”, dice Seaman.

Su testimonio lo confirman informes como el publicado por la Comisión de Derechos Humanos de Australia a finales del año pasado, en el que concluyó que “los niños detenidos en Nauru sufren de niveles extremos de violencia física, emocional, trastornos psicológicos y de desarrollo”.

Naciones Unidas aseguró en su último reporte sobre el tema que Australia está violando sistemáticamente la Convención Internacional contra la Tortura por detener a niños en estos centros y mantener a los solicitantes de asilo en condiciones peligrosas y violentas en la isla de Manus (Papúa Nueva Guinea).

“Lo que ocurre es desagradable, el gobierno le añade más sufrimiento a una situación que ya es difícil. Estas personas se dirigen a Australia buscando protección, huyendo de conflictos que atentan contra sus familias y se encuentran con una larga espera y con la detención en un país sin oportunidades”, dice Seaman quien trabajó con cientos de solicitantes de asilo implementando en estrategias educativas para afrontar el desajuste emocional que produce la espera.

Durante el mismo periodo de tiempo, en otra esquina del centro de detención el reto de J, la maestra, no solo era encontrar la manera de enseñarle inglés a un grupo de estudiantes de diferentes países y creencias, conformado por magisters, doctores y al mismo tiempo personas que nunca habían agarrado un lápiz y un papel. “Además de tales diferencias tienes que partir de que un idioma se aprende mientras reconoces cómo construir oraciones sobre el pasado, el presente y el futuro. Pero en estas condiciones nadie quiere hablar de la casa que dejaron, de la carpa en la que viven y de los meses de espera e incertidumbre que se vienen. Así que empiezas a enseñar el idioma a partir de mundos imaginarios, y sin pensarlo la escuela de inglés se termina convirtiendo en una especie de barrera protectora emocional que le permite a muchos sobre llevar esta situación”, dice J.

En calles de Sidney y Melbourne las protestas que piden tratos más justos a los refugiados se han vuelto cada vez más comunes. Con lemas como “Let them stay” (“Déjenlos quedar”) y “Real australians say welcome” (“Los verdaderos australianos dicen ‘bienvenidos’”), los manifestantes insisten en recordar que Australia es un país rico producto de la llegada de miles de migrantes.

Los efectos de la política del silencio frente a lo que ocurre en los campos de detención en las islas del Pacífico se reflejan en la calle: la mayoría ignora la situación de los refugiados y otros confían en que el estado está actuando de la manera correcta. Pero, en junio pasado, aparecieron las primeras imágenes en video de la vida dentro de los campos. Se estrenó el documental Chasing Asylum, dirigido por la australiana Eva Orner, ganadora del Óscar (Taxi to the dark side) que revela una serie de escenas captadas de manera oculta, con teléfonos celulares, que confirman las precarias condiciones en las que viven cientos de personas.

Todo soportado en testimonios de detenidos que permanecen en los campos y extrabajadores estatales que renunciaron a sus cargos. “Aquí no hay futuro, no hay respuestas para mí, aquí estoy condenado a olvidar mis sueños”, dice uno de los refugiados, mientras las mujeres denuncian abusos y acosos sexuales.

Algo que contrasta con muchos australianos que asocian a los refugiados con crimen, violencia y gente que viene para apropiarse de sus empleos y claman al gobierno que “blinde al país de este tipo de problemáticas”.

Por su parte, gobiernos como el del ex primer ministro Tony Abbott y ahora el de Malcolm Turnbull defienden la política revelando cifras que demuestran cómo la llegada de barcos de migrantes ha disminuido drásticamente en los últimos dos años, pasando de casi de 100 y 240 botes en 2012 y 2013 a Australia cero en 2014, además aseguran que las solicitudes de asilo se vienen resolviendo y las condiciones de vida en las islas se viene mejorando.

Grupos activistas como el Consejo de Refugiados de Australia denuncian que el país está interceptando barcos en alta mar que ni siquiera son enviados a Nauru o Papúa Nueva Guinea, sino que son dirigidos a Vietnam, Indonesia y Sri Lanka.

En octubre de 2015 el gobierno australiano autorizó que los detenidos en Nauru pudieran cruzar las mallas de protección y caminar por la isla durante el día. Abbott, ministro de Australia hasta septiembre de 2015, declaró antes de dejar su cargo que la política de fronteras era un éxito total y anunció la destinación de 389,6 millones de dólares australianos para financiar los acuerdos de nacionalización de refugiados en Nauru, Papúa Nueva Guinea y Camboya, en otro intento por frenar las solicitudes de quienes pretenden establecerse en Australia.

Además el gobierno australiano decidió destinar 39,9 millones de dólares locales para ser invertidos en campañas de comunicación “antitráfico de personas”, enfocadas en detener la llegada de más indocumentados al país entre 2015 y 2016. La estrategia incluye afiches que se colocan en puertos y aeropuertos en más de 10 países, anuncios en medios de comunicación y tiras cómicas.

En mayo se hizo pública una nueva política de manejo de la información en la que se prohíbe a los trabajadores del centro de detención de Nauru y Manus tener contacto con los solicitantes de asilo a través de las redes sociales. Los profesionales podrían ir a la cárcel si se comprueba que añaden a alguno como contacto e incluso si permite que un refugiado los siga en plataformas como Twitter.

Las medidas se suman al constante bloqueo de páginas como Facebook, donde el gobierno australiano ha implementado la censura con el fin de “garantizar que no se divulgue información sensible y par proteger a los menores de edad”.

En octubre del año pasado al menos 1.200 australianos firmaron una carta en la que piden el cierre de los centros bajo el lema “¡Out of sight is not out of mind!” (“Que [esta realidad] esté fuera de nuestra vista, no significa que esté fuera de nuestra mente”), dicen.

Por Angélica María Cuevas Guarnizo (Melbourne, Australia)

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