Protesta contra la propia frustración

¿Son las revueltas en Brasil un síntoma inequívoco de que las clases medias han llegado para exigir su parte del pastel?

M.A. BASTENIER
06 de julio de 2013 - 04:00 p. m.
Protesta contra la propia frustración

Brasil conoció durante el mandato del presidente Luiz Inácio Lula da Silva unos años de excelente crecimiento económico, de razonable distribución de la riqueza, notable aumento de lo que se considera en América Latina clases medias —bastante más laxo, sin embargo, que el concepto europeo— y una celebración semipermanente de esos éxitos en el mundo occidental, que culminará con la celebración del Mundial de Fútbol en 2014 y de los Juegos Olímpicos en 2016.

Esos éxitos han creado una especie de “lulodependencia”, cuando menos en el establecimiento brasileño, quizá atenuada pero no extinguida con la sucesora del gran líder, Dilma Rousseff, la primera jefa de Estado de la historia del país. El efecto más directo de esa afección es una cierta embriaguez del yo, un convencimiento de que el mundo no ha reconocido suficientemente los méritos nacionales. Y ha desembocado en la noción, sólo tímidamente desmentida por la diplomacia brasileña, de que Brasilia va camino de convertirse en una gran potencia y, como mínimo, primus inter pares en América Latina. Aparte de que es escasamente probable que Argentina, México y Colombia acepten algún tipo de jerarquización subordinada, y hoy casi ni siquiera de Estados Unidos, el establecimiento político brasileño posiblemente ha estirado más el brazo que la manga. Una gran potencia debe poseer un “poder blando” (soft power) reconocido, y aunque Lula comenzó a trabajarse el África negra como escenario privilegiado de auxilio y tutoría, los 37 países del continente en los que hay representación diplomática brasileña acumulan entre todos menos peso internacional que unas cuantas potencias europeas. El fútbol es otro entorchado internacional del país, y más ahora que ha derrotado contundente y brillantemente a la campeona del Mundo, España, pero, de nuevo, la Argentina de Messi se considera con tantos atributos para irlos exhibiendo por ahí. Lo peor es, sin embargo, como se negocia esa inédita estatura mundial de puertas para adentro.

La protesta de los “indignados” brasileños, que ha movilizado a varios millones de manifestantes y, pese al bálsamo de la victoria deportiva, no parece agotada todavía, nutre sus filas en esas clases medias y es una “revuelta” ciudadana de libro. Lo escribió en El Espectador mi amigo Rodrigo Lara el mismo día que yo hacía otro tanto en El País, y ya lo había enunciado en Twitter algunos días antes. El libro es El antiguo régimen y la revolución, de Alexis de Tocqueville, el afamado autor de La democracia en América, cuya hipótesis es diáfana. Cuando se produce un crecimiento, sobre todo del bienestar de las clases medias —el tiers État de Sieyès—, se crean unas expectativas de progreso continuado, que la realidad no siempre es capaz de satisfacer. Y el milagro económico brasileño, si no ha entrado en panne, ha perdido cuando menos bastante fuelle, si atendemos a que el crecimiento económico, que fue superior al 7% en 2010, cayó a menos de 1% en 2012.

Esa protesta por la insatisfacción ambiente tenía responsables muy evidentes a los que referirse. No sólo la paralización relativa de la economía, sino el derroche suntuario para equipar al país de cara a esos compromisos internacionales, la corrupción generalizada en la gestión, a la que hay que sumar el retraso y encarecimiento de las obras. Y, finalmente, como queja sobrevenida, la brutalidad de una policía que no corresponde ni a una gran potencia, ni mucho menos a un país democrático. La reacción de la presidenta ha sido muy digna, jurando que había que escuchar a la opinión y proponiendo, sin suerte, porque hasta su partido, el PT, se le ha echado encima, una constituyente, y, con más mesura, un referéndum sobre reformas constitucionales.

Pero la pregunta a formular es si esta revuelta controlada es un síntoma ya inequívoco de que las clases medias han llegado para exigir su parte del pastel, no sólo en Brasil sino en buena parte de América Latina. En 2011 fueron los universitarios chilenos, que vuelven hoy a agitarse ante la elección de presidente —seguramente presidenta— el próximo noviembre, los que salieron a la calle exigiendo enseñanza superior de calidad y gratuita; en Argentina revivió ya el año pasado, y continúa en 2013, la estética del “cacerolazo” contra la presidenta Cristina Fernández que, como ella misma dijo, “va a por todo”, y en Venezuela, donde la agitación es aún más partidista e ideologizada, pero son también muy clases medias las que apoyan al líder de la oposición, Henrique Capriles, contra el poder chavista. Colombia, quizás distraída por la negociación de paz, se mantiene a la expectativa, pero motivos de protesta nunca faltan.

Estas semanas de agitación pueden suponer un necesario baño de realismo para el establecimiento y la sociedad brasileña. Veremos cómo se gestiona esa doble fiesta del deporte, lo que constituirá un entorchado o un baldón, según los resultados. Pero las transformaciones brasileñas, notables como han sido, no suponen la refundación del país. Y eso es justamente lo que se halla en el trasfondo de la protesta de los relativamente privilegiados; que se acabe de construir un Brasil nuevo, justo, próspero y democrático, como el lulismo creía.

Por M.A. BASTENIER

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