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La revolución solitaria de Bernie Sanders

Aunque Hillary Clinton cuenta con el apoyo de todos los líderes de su partido para obtener la nominación a la Presidencia, la presencia de un discurso socialista ha revitalizado la campaña.

Juan Carlos Rincón Escalante
14 de febrero de 2016 - 02:00 a. m.

Bernie Sanders está acostumbrado a estar solo. Desde el inicio de su carrera política, hace 45 años, los márgenes han sido su hogar; la trinchera desde la que repite, una y otra vez, que hay algo profundamente injusto en la forma en que los recursos se distribuyen en Estados Unidos.

Su seriedad, confundida a menudo con amargura y arrogancia por sus oponentes, es legendaria. Sus discursos siempre han estado plagados de adjetivos violentos: “indignante”, “aberrante”, “criminal”. Su rabia contra el statu quo y la política tradicional lo ha movido a ser un crítico mordaz del intervencionismo estadounidense, el capitalismo feroz y la influencia venenosa del dinero en la política.

“El Congreso está roto”, dijo, recién aterrizado en la Cámara de Representantes en 1991. Para que un cambio de verdad ocurriera, concluyó, cientos de sus colegas deberían ser expulsados del parlamento. “Él grita y chilla (al dar sus discursos), pero está completamente solo”, dijo en aquel entonces Joe Moakley, un influyente representante demócrata.

En 2015, el senador Sanders fue el peor congresista, según la página GovTrack que evalúa el comportamiento en el parlamento, en términos de bipartidismo: ninguna de sus iniciativas legislativas contó con apoyo del Partido Republicano.

Pero eso nunca le ha preocupado. Lo que sus críticos llaman terquedad, él lo ve como coherencia. Sanders no tiene problema con estar solo porque está convencido de que tiene razón.

“Llevo muchos años parado en las afueras de la mayoría política”, escribió en la reedición de su autobiografía, Outsider in the White House (Un extraño en la Casa Blanca), publicada originalmente en 1997. “He votado muchas veces solo, dado muchas peleas y montado muchas campañas solitarias”.

Pero algo está cambiando. El pasado 9 de febrero, 151.584 personas votaron por Sanders en la primaria de Nueva Hampshire para elegir el candidato demócrata a la Presidencia de Estados Unidos, convirtiéndolo en el primer judío en la historia de ese país en ganar una primaria. Su victoria, con 60,4% del total de votos, es más impresionante porque la derrotada, con cerca de 60.000 votos menos que el autoproclamado socialista, es Hillary Clinton, la exsecretaria de Estado que cuenta con el apoyo de la mayoría de los líderes del Partido Demócrata y que aún hoy parece la inevitable próxima presidenta de Estados Unidos.

El año pasado, Sanders escribió: “Ya no me siento solo”. Es cierto, ya no lo está.

Un profeta reivindicado

A Sanders aún le cuesta creer la cantidad de personas que están asistiendo a sus discursos. El año pasado, en Portland, la fila esperándolo rodeaba un estadio donde iba a hablar. “Pensé que había algún partido”, le dijo a The New Yorker.

El mejor indicador para entender la magnitud de la pasión que su campaña está despertando es el dinero. En 2015 recolectó US$73 millones gracias a más de un millón de donantes que hicieron alrededor de 2,5 millones de donaciones. En enero de 2016 recolectó US$20 millones, y el total de donaciones llegó a 3,5 millones. Le va ganando, de lejos, a las cerca de 750.000 donaciones de la campaña Clinton.

Al final de todos los correos que envía la campaña hay una firma que dice “Pagado por Bernie 2016”, y abajo, en letras azules, agrega: “(no por los multimillonarios)”. Ese ha sido su caballito de batalla en contra de Clinton y los republicanos.

“La gente no es tonta”, le dijo Sanders a Clinton en un debate el 11 de febrero. La exsecretaria argumentaba que recibir donaciones de los grandes bancos y de Wall Street —principal fuente de ingresos de su campaña— no significa renunciar a la independencia. “¿Entonces por qué, por Dios, Wall Street hace donaciones monumentales?”, preguntó Sanders. “Supongo que por pura diversión”.

Sanders es el único de los candidatos a la Presidencia que puede argumentar, sin ruborizarse, que el dinero corrompe la autonomía. Durante toda su carrera no ha recibido donaciones de ese estilo. Su campaña se sostiene a punta de aportes individuales, que el año pasado tuvieron un promedio de US$27 por persona. El mayor grupo de interés que le ha donado recursos es el de los sindicatos, el cual, si bien está lejos de ser ajeno a la dinámica tradicional de la política estadounidense, sí está más cerca de los principios demócratas que los representantes del sector financiero.

Y eso, en los Estados Unidos poscrisis económica, posmovimiento Occupy Wall Street, donde la brecha de la desigualdad viene en aumento y se ha tomado el centro del debate político, es el mayor atractivo de Sanders.

Ayuda, también, que lleva décadas advirtiendo que el desastre estaba en camino.

“Mis oponentes me acusan de ser aburrido —escribió en el 97—, de martillar siempre los mismos temas. Tienen razón. Nunca le he encontrado sentido a que una fracción ínfima de personas tengan riqueza y poder inmensos, mientras que la mayoría de las personas no tienen ni lo uno ni lo otro”. En el Congreso criticó la enorme inversión militar, las intervenciones en Irak, la reducción de los programas asistenciales y la complicidad de los dos partidos con los bancos, lo que generó una desregulación que permitió la crisis de 2008.

También se opuso a la ley que, impulsada por el entonces presidente Bill Clinton (demócrata), prohibió el matrimonio de parejas del mismo sexo. El devenir histórico terminó por darle la razón en muchos temas.

Sanders no se ha movido ni un centímetro; no ha tenido motivos para hacerlo. Como escribió: “si alguna vez alcanzamos la igualdad económica y social, prometo escribir nuevos discursos”.

¿Revolución o pragmatismo?

En una entrevista memorable, el presidente Barack Obama, después de terminar su primer año en el puesto, lucía exhausto, derrotado. Jon Stewart, entrevistador y reconocido por algunos como la conciencia liberal de Estados Unidos, le preguntó por qué, si su campaña a la Presidencia se había construido sobre la esperanza de obtener un cambio radical, ahora el país se sentía frustrado. “¿Qué pasó con ‘Sí se puede’?”, le dijo, refiriéndose al lema de campaña de Obama.

“Sí se puede, pero...”, contestó el presidente, algo molesto, causando risas en la audiencia y sintetizando el estrellón con la realidad que representó su aterrizaje en la Casa Blanca. Ante el obstruccionismo terco de los republicanos, la agenda progresista de Obama tuvo que moderarse, evolucionar.

La crítica que Clinton y muchos analistas políticos le hacen a Sanders es un jalón de orejas similar: el idealismo es inútil ante la realidad de la política, especialmente con un Congreso de mayoría republicana.

Y es que Sanders no es tímido. “No tengo paciencia para campañas simbólicas”, escribió. “Las condiciones están dadas para que mi campaña genere una revolución democrática, y creo que podemos ganar”.

Por eso sus propuestas rozan el populismo: educación superior gratuita para todos, nacionalizar el sistema de salud, aumentar el salario mínimo de US$7,25 a US$15, dividir los grandes bancos en varios más pequeños y ampliamente regulados, aumentar los impuestos para el 1% de personas que más ingresos reciben, obligar a las empresas que utilizan paraísos fiscales a tributar en Estados Unidos y emprender grandes inversiones en infraestructura, son los pilares de su programa de campaña.

Cuando le preguntan cómo piensa lograrlo, cojea. En su página hay estudios sobre reformas tributarias profundas para pagar los nuevos programas, pero su solución a la oposición republicana es la revolución: según él, su llegada a la Presidencia irá acompañada de un movimiento democrático que obtendrá una mayoría en el Congreso y permitirá el cambio radical que se necesita.

Los números, sin embargo, no pintan bien. Su obsesión con la problemática de clases lo ha llevado a tener oposición en las comunidades afros y latinas. Para Sanders, todos sus problemas se empiezan a solucionar con mayor equidad económica, pero los activistas le han reclamado que hay realidades de racismo y xenofobia que van más allá de la desigualdad. Pese a que el senador apoya un proyecto que otorgue un camino para que los inmigrantes ilegales obtengan la ciudadanía, y aunque ha incluido reclamos de las comunidades afros como la reducción en la encarcelación injustificada de minorías, estas poblaciones, que son esenciales para cualquier triunfo demócrata, prefieren a Clinton.

Vermont, el estado del que es senador, es 95% blanco, y Nueva Hampshire también es conocido por su mayoría caucásica. A medida que la contienda electoral se acerca a lugares más diversos, Sanders empieza a sufrir. En Carolina del Sur, la próxima parada de las primarias, Clinton, con su discurso que promete un “cambio plausible”, obtenido a través de la negociación política, le lleva treinta puntos porcentuales de ventaja.

A nivel nacional, Clinton tiene once puntos más que Sanders. La revolución, por lo menos por ahora, no tiene la fuerza necesaria.

El origen de la obsesión

Cuando era niño, Sanders cometió el error de comprar el mercado en una tienda pequeña y no en el supermercado. Su padre, un carpintero que apenas tenía suficiente dinero para alimentar a su esposa y sus dos hijos, le dio una lección que dice no haber olvidado: para la mayoría de la gente, una diferencia pequeña en precios significa la vida entera. Y eso era injusto.

Esa sensación lo acompañó hasta la Universidad de Chicago, donde se unió al Congreso de Igualdad Racial, la Unión de Estudiantes por la Paz y la Liga de Jóvenes Socialistas. Marchó contra la segregación racial, la proliferación nuclear y la intervención de Estados Unidos en América Latina.

Mudado por amor a Vermont, llegó por casualidad a una reunión del Partido Libertario de la Unión, una colectividad independiente, y de ahí salió como candidato a la Cámara de Representantes. Perdió dos veces, y también perdió en dos intentos de llegar a la Gobernación. El mayor porcentaje que obtuvo fue el 6% de los votos, pero vio que algo interesante ocurría cuando les hablaba a las personas: estaban de acuerdo con él, y sus opositores adoptaban alguna de sus posiciones.

Incluso en la derrota vio la oportunidad de influir. Esa ha sido su estrategia política desde entonces, con una notable excepción: los ocho años que pasó como alcalde de Burlington, capital de Vermont que tiene 40.000 ciudadanos.

Después de llegar a la Alcaldía con una coalición de actores sociales y con una diferencia de sólo diez votos, Sanders demostró que su progresismo puede ser práctico y creativo. Fue reconocido como uno de los mejores alcaldes del país y convirtió la ciudad en una de las más atractivas de Estados Unidos. Su mayor logro, emulado después en varias partes del mundo, fue crear una fiducia para administrar terrenos estatales que luego sirvieron para que gente de escasos recursos obtuviera su primer propiedad. El resultado es que, en cada elección, más gente pobre empezó a votar y eso lo catapultó al Congreso.

“Que los ricos voten y los pobres no lo hagan explica que el país esté como está”, escribió. “Si cambiamos eso, podemos cambiarlo todo”.

El efecto Sanders

Aun si su campaña termina desinflándose, Sanders ha obligado a Clinton a ser más explícita en su rechazo a la clase alta y más vehemente en su apoyo a planes que redistribuyan los recursos. El debate se ha ido más a la izquierda gracias a él, y la emoción que ha despertado ha revitalizado los reclamos progresistas que se desdibujaron durante la Presidencia Obama.

Y, sobre todo, ha servido como contraste de un Partido Republicano temeroso y excluyente. “Nuestro trabajo no es dividir”, dijo en un discurso reciente. “Nuestro trabajo es lograr que la gente se una. Si no les permitimos que nos dividan según nuestra raza, orientación sexual, género, lugar de nacimiento, y si nos paramos juntos y pedimos que este país trabaje para todos nosotros, no sólo para unos pocos, entonces podemos transformar Estados Unidos”.

Hace un año, Sanders empezó una campaña imposible con 2% de la intención de voto. Hoy tiene el 40% y con tendencia al alza. Tal vez no le alcance para ganar la nominación, pero el senador, que a sus 74 años está dando el mismo discurso que daba a los 21, tiene al país entero escuchándolo hablar de socialismo. Eso ya es revolucionario.

Por Juan Carlos Rincón Escalante

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