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Se lavan cerebros, se venden armas

En Estados Unidos, el porte de armas es una garantía constitucional tan entrañable como la de profesar una religión.

Sergio Otálora Montenegro / Miami /
29 de julio de 2012 - 09:00 p. m.

Para alguien que no viva el día a día de la realidad estadounidense es por lo menos difícil entender cómo tres días después de la masacre en un teatro de Colorado, donde se proyectaba la nueva película de la saga de Batman, las ventas de armas se dispararon... y el verbo no es una ironía.

En ese estado, por ejemplo, la revisión instantánea de antecedentes criminales (requisito previo a la compra de un arma) se incrementó en un 40% en comparación con las dos semanas anteriores a la tragedia. Y tres días después del tiroteo, a 3.000 habitantes de Colorado se les aprobó la adquisición de un arma. Fenómeno similar ocurrió en otros estados.

El argumento que justifica este incremento es que los políticos, por la presión de los medios y de su electorado, o por oportunismo, pueden proponer en Washington, o en los congresos estatales, restricciones a la compra de rifles, revólveres, pistolas y municiones. Valga decir que mucho antes de lo sucedido en el cine de Aurora, donde murieron 12 personas y más de 50 quedaron heridas, ya se había registrado una fiebre armamentista: de acuerdo con estadísticas del FBI, en 2011 se registró la cifra récord de 16,4 millones de revisiones automáticas de antecedentes criminales para potenciales compradores de armas. Esto significa un incremento del 14,2% en comparación con 2010. Miles de habitantes de las áreas rurales de Colorado, Oklahoma o Virginia tienen en sus ranchos verdaderos arsenales, con los que cazan y además ejercen su supuesto derecho a la defensa. Diez, veinte, cincuenta armas a discreción, de todos los calibres y estilos, con sus respectivas municiones, compradas con la misma libertad consumista que tienen para adquirir otros productos.

El asesino que irrumpió en el teatro de Aurora disparando sin contemplaciones, con rifles de asalto, pistolas, bombas, máscara antigases y chaleco antibalas a su disposición, pudo acumular semejante cantidad de pertrechos sin que nadie ni nada se lo impidiera. El joven alucinado de 24 años que atacó, de manera premeditada, a personas indefensas, adquirió sus letales instrumentos con la misma libertad con la que cualquiera compra legumbres, carne, pan y frutas en un supermercado. Además, con sólo oprimir una tecla, al igual que un consumidor voraz que en un abrir y cerrar de ojos ordena diez libros y 25 dvd en Amazon, el atacante pudo hacer sin problemas un pedido de 6.000 balas.

La Constitución y la ley estaban de su lado. No sólo era un consumidor que ejercía el derecho inalienable de usar su dinero a su antojo, sino un ciudadano protegido por la Segunda Enmienda. En Estados Unidos, el porte de armas es una garantía constitucional tan entrañable como la de profesar una religión, tener un credo político o desplazarse a cualquier lugar, dentro y fuera de la geografía de la unión americana. Los defensores a ultranza de la Segunda Enmienda han alegado, desde siempre, que restringir la posesión de un rifle o una pistola es, al mismo tiempo, cercenar la libertad que tiene el individuo de defender su integridad física y la de los suyos.

Este cruce de caminos entre consumo, mercado, libertad, política y atavismo cultural es lo que hace casi imposible que la sociedad estadounidense contemple siquiera la idea (absurda) de una prohibición total del uso y porte de armas. No importa que detrás de ese discurso “patriótico” haya unos intereses creados muy poderosos, colosales ganancias de la industria militar pujante, organizaciones que ejercen una presión enorme sobre congresistas y candidatos presidenciales para que legislen o actúen a favor de los intereses que representan que, en últimas, no son los de la preservación de las libertades escritas por los padres fundadores, sino los de evitar que se limite el comercio fluido de toda clase de armas y municiones.

Ahí está la nuez del problema: la libertad individual, que se expresa tanto en la libertad de consumo como en la libertad de crear empresas y se amplía en el libre juego de la oferta y la demanda de bienes tangibles e intangibles (el mercado en todas sus distintas dimensiones), está por encima incluso del interés público. Cualquier regulación, proveniente del gobierno, sea federal o local, es una limitación de la voluntad libre del ciudadano, un ataque al espíritu de la nación. En su versión más radical, el Gobierno (Estado) se entiende como el enemigo natural del individuo y cualquier fortalecimiento o ampliación de su espectro o alcance es un atentado contra la libertad.

Es en este medio ambiente en el que se suceden, una tras otra, con días o meses de diferencia, las matanzas a manos de individuos sin antecedentes criminales o psiquiátricos, que no encontraron en su camino de locura ningún obstáculo para adquirir las armas con las cuales vengar sus propios demonios.

¿Qué otra tragedia hace falta (ya han ocurrido las más espeluznantes, como la de la escuela de secundaria en Columbine (1999) y la de Virginia Tech (2007)) para que la Segunda Enmienda, en su parte relacionada con el uso y porte de armas, deje de ser vista como un dogma sagrado? ¿Qué circunstancia política convencerá al Legislador, a la Corte Suprema, al ciudadano de a pie, de que el uso o porte de armas debe ser restringido al máximo y que su comercio debe ser cerrado, pues estamos hablando de instrumentos diseñados para lastimar o eliminar una vida humana?

El sufrimiento profundo de tantas familias por la pérdida irreparable de seres queridos debería ser suficiente para empezar a demoler esa poderosa alienación del consumo que ha llevado a darle a la compra, el uso y el porte de un instrumento de muerte la categoría de derecho humano inalienable.

Por Sergio Otálora Montenegro / Miami /

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